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La
calle de los cocodrilos
Bruno
Schulz
Versión española de Ernesto Gohre
Estudio preliminar:
Elvio E. Gandolfo
BIBLIOTECA BÁSICA UNIVERSAL
CENTRO EDITOR DE AMERICA LATINA
BIBLIOTECA BÁSICA UNIVERSAL
Dirección: Jorge Lafforgue.
Secretaría: Margarita B. Pontieri.
Asesoramiento artístico: Oscar Díaz.
Diseño de tapa: Helena Homs. Selección
de ilustración: Ricardo Fixjueira. Diagramación: Gustavo Valdés, Alberto Oneto,
Diego Oviedo.
Coordinación
y producción: Natalio Lukawecki, Juan Carlos Giraudo.
© 1982 Centro Editor de América Latina S. A.
-Junín 981, Buenos Aires.
Hecho el depósito de ley. Libro de edición
argentina. Impreso en octubre de 1982. Pliegos interiores: compuesto en Gráfica
Integral. Av. Pueyrredón 538, 4to. piso, Buenos Aires; Impreso en Talleres
Gráficos FA. VA. RO. SAIC y F, Independencia 3277/79, Buenos Aires.
Distribuidores en la República Argentina: Capital: Mateo Cancellaro e Hijo,
Echeverría 2469, 5to. C, Buenos Aires. Interior: Ryela SAICIF y A, Belgrano
624, 6to. piso, Buenos Aires.
ISBN 950-25-0544-1
Índice
TRATADO
DE LOS MANIQUÍES O EL SEGUNDO GÉNESIS
FIN
DEL TRATADO DE LOS MANIQUÍES
Nacido en la Galizia austríaca en 1893,
dentro de una familia judía, Bruno Schulz pasaría a ser polaco cuando su ciudad
natal, Drohobycz, fue anexada a Polonia, después de la Primera Guerra Mundial.
Diez años mayor que Gombrowicz, diez años menor que Kafka, su
obra tiene más de un punto de contacto con la de estos autores, como así
también con la de otros escritores de la cultura judía centroeuropea de esa
época, como Gustav Meyrinck y Leo Perutz.
Su padre era dueño de una
pequeña tienda de paños en la que Schulz pasó su infancia y
adolescencia hasta 1915, fecha en que muere su padre, la figura principal de su
breve ciclo narrativo. Después de sus primeros estudios, el muchacho asistió a
la Escuela de Arquitectura del Politécnico de Lwow, y durante un cortó período
a la Academia de Bellas Artes de Viena. Aunque no terminó sus estudios de
dibujo, en su madurez dictaba clases y fue elaborando una obra plástica
paralela a su actividad literaria, parte de la cual fue expuesta en Varsovia en
1973.
Los cuentos de su primer libro, Las tiendas color de canela (1934) fueron
rechazados por críticos y editoriales hasta que llamaron la atención de Zofia
Nalkowska, en ese entonces célebre. Sin obtener un éxito de público, Bruno
Schulz pasó a integrar junto con el entonces debutante Witold/ Gombrowicz la
vanguardia de la literatura polaca.
En ese entonces realiza breves viajes a
Varsovia y París. En 1937 da a conocer una nueva recopilación de relatos, El sanatorio del sepulturero, y un
año después la novela Kometa.
Cuando la guerra se abate sobre Polonia,
Schulz comienza a sufrir el destino de la comunidad judía a la que pertenece.
Logra sin embargo la protección de un miembro de la S.S. gracias a su habilidad
de retratista, que había comenzado a ejercer durante la previa ocupación
soviética de Drohobycz. Una simple disputa de su protector con otro integrante
de la S.S. hace que este último se vengue matando a Bruno Schulz con dos tiros
en la nuca, en una jornada en la que murió un centenar más de judíos en
Drohobycz.
En Occidente su obra comienza a conocerse a partir
de la traducción al francés de una selección de relatos de sus dos libros.
Impulsado por su amigo Arthur Sandauer, el volumen fue incluido en 1961 en la
colección "Les lettres nouvelles", dirigida por Maurice Nadeau, y las
posteriores traducciones a lenguas occidentales se basan por lo general en esa
primera versión. No conocemos traducción de su novela Kometa.
* * *
Los relatos de Bruno Schulz no son piezas
diversas, y su unidad no depende sólo de preocupaciones simbólicas o
estilísticas semejantes. Ambientados todos en la infancia del protagonista (con
la excepción -sólo aparente- de "El sanatorio del sepulturero" y
"El jubilado"), el niño que cuenta en primera persona, la
criada Adela, el ambiente de la pañería y, sobre todo, la figura
dominante (incluso en su ausencia) del padre, van entretejiendo un mundo
autónomo, que no cuesta relacionar con una novela que en vez de desplegarse en
capítulos lo hiciese mediante rodajas narrativas que se bastan a sí mismas pero
al mismo tiempo necesitan de las demás para estructurar un todo que es muy
superior a la suma de sus partes.
Los vínculos entre los distintos cuentos son
además cronológicos, y la lectura gana si es sucesiva, no salteada. No sólo los
tres relatos relacionados con los maniquíes forman un solo texto: el clima
demencial de la temporada principal de ventas en la pañería ("La
noche de la gran temporada"), tiene su contrapartida en la atmósfera de
irritante ocio de la temporada veraniega ("El otro otoño"), en
cuya lectura influye el conocimiento del relato anterior. La vigorosa
comparación entre el padre y un cóndor (en "Los pájaros") está
anticipada por la mención pasajera que Schulz hace en el cuento "La
visitación" ("Frecuentemente subía hasta la cornisa de la ventana y
se asomaba por ella, en simetría perfecta con el gran buitre disecado que
colgaba al otro lado de la pared".)
Pero el factor esencial, de cuya presencia
depende incluso el voltaje y sobre todo la estructura narrativa de cada relato,
es la presencia del padre, uno de los personajes más ricos y logrados de la
literatura de este siglo. La obra de Schulz tiene más de un punto de contacto,
como ya dijimos, con la de Franz Kafka (no en vano le pertenece la traducción
al polaco de El proceso, realizada en
1936). Pero una de las diferencias cruciales reside en el modo en que opera la
figura paterna en cada uno de los dos. El padre kafkiano es impenetrable,
implacable, lejano, siempre en fuga (recuérdese la imagen de Klamm en El castillo). El padre de Schulz, sin
dejar de ser misterioso, es en cambio el macho a la vez imaginativo y
perpetuamente derrotado por la eficacia femenina en su versión vulgar, de
espesa sensualidad. Una y otra vez el extraño pañero, murmurante,
entregado a confusos experimentos, teorías y cálculos, sometido a diversas
metamorfosis, se enfrenta con Adela, la criada que puede hacerlo huir
aterrorizado con sólo el gesto de hacer cosquillas (los gestos tienen en Schulz
tanta importancia como en Gombrowicz o Rabelais), o humillarlo con sólo
mostrarle la punta de un pie adornado con seda negra "como si fuera la
cabeza de una serpiente".
El padre de Kafka es una figura del Antiguo
Testamento, que jamás perdonará a su hijo, sin ningún motivo. El padre de
Schulz es un Demiurgo de lo bajo, de la pacotilla, que ha obtenido la adhesión
incondicional de su hijo por defender, con lo que tiene a mano y sin
desfallecer, los derechos de la imaginación, sin dejar de apoyar sus actos con
una teoría que plantea como un Segundo Génesis ("Tratado de los
maniquíes"). Es el padre-comerciante que desprecia el comercio, que
mientras contempla los desfiladeros de género de su tienda en el momento previo
a la gran venta de otoño siente una honda melancolía, porque "le
gustaba guardar intactas el mayor tiempo posible la reserva de colores
almacenados. Temía mermar ese fondo de seguridad del otoño, trocarlo por
dinero. "Es un padre que cambia de tamaño como un muñeco de
goma, y cuya magnitud no depende de él: puede vérsele como débil y plano cuando
parece enorme, y tanto más saludable y potente cuando se ha encogido, ya que el
primer caso, aunque se enfrente a gritos con Dios es un "titán con la
cadera destrozada" ("Agosto").
Su hijo Bruno tiene una aguda conciencia de
su papel, tanto biográfico como literario. Luego de bautizarlo
"improvisador incorregible", "estratega de la imaginación",
"hombre extraordinario que defendía sin ninguna esperanza la causa de la
poesía" (en "Los maniquíes"), describe el libro que estamos
leyendo como "historias en las que mi padre es el héroe en el margen roído
del texto".
Las imágenes de la felicidad no abundan en la
literatura de este siglo. Kafka la hace aflorar en el jubiloso Gran Teatro de
Oklahoma con que cierra América, lugar
donde se consigue todo empleo posible. Schulz la comunica en el triunfo
magistral de su padre sobre Adela, cuando recubierto de una armadura de bronce,
y capitaneando a bomberos que parecen surgidos de una mezcla de Hoffmann con
Mack Sennett, se impone en las palabras y en los hechos, y antes de partir a
través de una ventana con una pirueta acrobática y dorada, puede decir
claramente a su rival femenino: "Cerrada a los nobles vuelos de tu.
fantasía, ardes con un inconsciente odio contra todo lo que se eleva por encima
de lo común."
La imagen paterna está inextricablemente mezclada
con el sol, es una paternidad solar, pero al mismo tiempo otoñal,
decaída, de fecundidad dispersa y poco precisa, que se expresa en una teoría de
una Segunda Creación concentrada más en la materia que en el espíritu, en lo
que la materia tiene "de velloso y poroso, por su consistencia
mística". El relato que describe el verano ("Agosto") es también
aquel donde surge con más vigor simbólico el papel débil del macho y fuerte de
la hembra (a través de una pareja de tíos), y de una fecundidad privada de
conciencia, hundida en el paganismo de la naturaleza (a través de la idiota
Tuia, que frota su costado contra el tronco del saúco, para incitarlo a
"una fecundidad desnaturalizada"). Y el padre y el sol se funden, la
identidad humana desaparece en "El otro otoño": "...
permanecía de pie un momento, inmóvil, con los ojos cerrados, soportando el
poderoso ataque del fuego solar. Y suavemente, la fachada lo absorbía hasta el
aniquilamiento en su banalidad nivelada y pulida. Por un momento se convertía
en un padre plano, se incrustaba en la pared".
Otro rasgo diferenciador de Schulz con
respecto a los autores centroeuropeos que citamos, es su estilo. En el mismo
hay un peculiar simbolismo, sesgado, pero que no desdeña el arrebato
lírico o cósmico. También pesa su formación de dibujante. Al parecer tuvo que
dedicar sus últimos años a la confesión de retratos que se ajustaban a
los cánones del realismo socialista, reproduciendo fielmente el modelo, y los
escasos dibujos de su mano que hemos visto en reproducciones, son sumarias
ilustraciones de algunas de sus obsesiones (la mirada de los otros hacia su
cabeza desproporcionada, las relaciones masoquistas con las mujeres). En su
literatura, en cambio, sus imágenes suelen ser cercanas al cubismo: "el
tembloroso silencio de los haces de aire, los rectángulos de luz soñando
su febril sueño sobre el encerado parquet" ("Agosto"),
"El cielo mostraba su estructura interna, exponiendo como en una mesa de
autopsias las espirales y las volutas de la luz, el corte de los bloques
azulados, plasma de los espacios, tejido de las divagaciones nocturnas."
("Las tiendas color de canela").
Así como mira con ojos nostálgicos la
infancia, y defiende la vieja "diplomacia comercial" del padre,
reserva su odio para una concepción nueva, norteamericanizada (el término es
suyo) de las transacciones comerciales y humanas. Todo ese odio se concentra en
"La calle de los cocodrilos". A ese barrio (una especie de Once
centroeuropeo) le asigna en un mapa de la ciudad una zona en blanco que
reproduce su esencial falta de personalidad. Y llega a defender los aspectos
más turbios de su paraíso infantil: luego de insinuar el carácter afeminado de
aquellos vendedores que parecen concentrados en la inutilidad total, de
extraviarse y no poder encontrar la tienda ya visitada, se descarga incluso
contra las prostitutas de ese barrio en el que hasta el sexo está privado de
sentido, como un envase de plástico vacío: "En cuanto a las mujeres de la
calle de los cocodrilos, su depravación es de la más mediocre (...) En esta
ciudad de mediocridad no hay lugar ni para los instintos exuberantes ni para
las pasiones obscuras e insólitas".
Esas pasiones obscuras e insólitas han
quedado en la infancia. Aunque no poseemos fecha de escritura de los distintos
cuentos, "La calle de los cocodrilos" parece un tránsito desagradable
a la madurez, una madurez sombría porque se despliega en la Europa hitleriana,
y que se impone en "El sanatorio del sepulturero", la clínica donde
su padre (el pañero, el bombero, el autor de un Compendio de una sistemática general del otoño, el creador
de pájaros y nuevos Génesis) está viviendo una vida prestada, en un sitio donde
el tiempo es "desgastado, estropeado por los demás, raído, transparente,
agujereado como un tamiz".
La hipersensibilidad de Schulz queda aterrada
ante ese mundo muerto, prestado, pero su coraje y lucidez le hacen resistir
hasta el fin, y describir un grupo de insurrectos "vestidos de negro con
tiras de cuero blanco cruzadas sobre el pecho" que avanzan prontos a disparar
contra la multitud. Para la vejez, sin embargo, se reserva una concreción total de esa segunda infancia: el jubilado
del cuento homónimo consigue regresar a su época escolar (sin dejar de ser
lúcido sobre el carácter ambiguo de la niñez: cuando el
niño-viejo denuncia a un compañero afirma: "Me había
convertido realmente en un niño"). Y en una epifanía definitiva,
logra mediante la literatura que el viento lo arrebate y lo arrastre "cada
vez más alto hacia los espacios inexplorados y amarillos del
otoño", esa estación del año fundamental en la cosmogonía de
Bruno Schulz.
Elvio E. Gandolfo
I
En el mes de julio mi padre se iba a las
termas y nos dejaba a los tres –mi madre, mi hermano mayor y yo– abandonados a
las jornadas del verano, embriagadoras y blancas de fuego. Aturdidos por la
luz, hojeábamos el gran libro de las vacaciones, cada una de cuyas páginas
destellantes de sol conservaba en su fondo recóndito la pulpa de las peras
doradas, azucarada hasta el éxtasis.
Durante esas luminosas mañanas, Adela,
como una Pomona, volvía en ascuas del fuego del día y vaciaba su canasta
repleta de coloreadas bellezas solares. Primero aparecían las brillantes
cerezas, hinchadas de agua bajo su piel fina y transparente, las misteriosas
guindas morenas, cuyo sabor no satisfacía, sin embargo, las promesas de su
perfume; los damascos, en cuya pulpa dorada dormitaban largas y recalentadas
tardes. A continuación, después de la pura poesía de los frutos, venían los
enormes cuartos de carne, potentes y nutritivos, con sus teclados de costillas
de ternera. Y por fin las legumbres, semejantes a plantas acuáticas, medusas
muertas o cefalópodos. Todo ese material de comida todavía indeterminado y
estéril, ingredientes vegetales y telúricos del futuro almuerzo, despedía un
aroma salvaje y campestre.
El penumbroso apartamento del primer piso
daba sobre la plaza del mercado, y cada día era atravesado de parte a parte por
el gran verano: el silencio tembloroso de las corrientes de aire, los
rectángulos de luz sumidos en un sueño febril sobre el piso encerado,
una melodía de organillo arrancada a la napa dorada más profunda del día, dos o
tres compases de un refrán tocado en algún piano y que vuelve sin cesar, para
luego desvanecerse en el sol de las blancas veredas, perdiéndose en el fuego
profundo del día.
Terminada la limpieza, Adela corría las
cortinas de lino, sumiendo en las penumbras el apartamento. La intensidad de
los colores disminuía entonces en una octava, las habitaciones se llenaban de
obscuridad, como si se hundieran de pronto en la luz de las profundidades
marinas reflejada por los verdes espejos del agua, y todo el calor tórrido de
la jornada respiraba en las cortinas que se hinchaban ligeramente bajo los
ensueños del mediodía.
Los sábados por la tarde mi madre me llevaba
de paseo. De la penumbra del corredor se pasaba entonces, de sopetón, al
baño solar del claro día. Los transeúntes, chapaleando en el oro,
entrecerraban los ojos; sus párpados parecían untados de miel y sus belfos
levantados dejaban al descubierto los dientes y las encías. Sus rostros
exhibían esa mueca del calor como si el sol les hubiera impuesto una máscara de
fraternidad solar, y cuando se cruzaban en la calle, jóvenes y viejos, mujeres
y niños, se saludaban con esa máscara bárbara, insignia de un culto báquico,
pintarrajeada con grandes trazos de oro sobre sus rostros.
La plaza del mercado estaba vacía, amarilla
de fuego, y los vientos calientes la barrían como al desierto bíblico. Sólo las
acacias espinosas desplegaban su claro follaje, maraña de filigrana
verde finamente recortada, como la de los antiguos gobelinos. Llenos de
afectación, esos árboles simulan el efecto del viento, desgreñando sus
copas con gesto teatral, mostrando, en poses patéticas, la elegancia de sus
abanicos de reverso plateado como las nobles pieles de los zorros. Sobre las
viejas casas de muros pulidos por los vientos jugaban los reflejos de la
atmósfera: ecos, recuerdos de tonos dispersos en el fondo del tiempo coloreado.
Parecía como si generaciones enteras de jornadas estivales, rasqueteando los
revoques mohosos de las viejas fachadas como pacientes albañiles,
cascando su esmalte engañoso, hubieran desnudado su verdadero rostro, la
fisonomía que su destino les había conformado desde el interior. Las ventanas,
enceguecidas por la luz de la plaza vacía, dormían apaciblemente y los balcones
confesaban al cielo su vacuidad. Los portones, totalmente abiertos, olían a
frescura y a vino. Un grupito de niños harapientos, el único que había
escapado, en un ángulo de la plaza, a la escoba tórrida del calor; atacaban a
una pared con continuos disparos de botones y monedas, como si el oráculo de
esos redondeles de metal pudiera revelarles la verdadera naturaleza de la
pared, el sentido jeroglífico de sus fisuras y resquebrajaduras. Sólo esos niños
quebraban el vacío de la plaza. Se podía esperar que, en cualquier instante,
apareciera; saliendo de la sombra de las acacias, frente al portón del vinero atestado de barriles, el asno del Samaritano
arrastrado por el freno, y que los servidores se precipitaran para traer al
enfermo de la sala recalentada y lo llevaran por la fresca escalera hasta la
planta baja, que olía a sabbath.
Así íbamos, mi madre y yo, bordeando la
plaza, paseando nuestras sombras sobre los muros de las casas como sobre un
teclado. Bajo nuestros arrastrados pasos el pavimento desfilaba lentamente, a
veces de un tono rosa claro como el de la piel humana, a veces dorado o azul,
muy liso, caliente, aterciopelado como un rostro solar, pisoteado por los
transeúntes hasta el punto de hacerse irreconocible, dulcemente inexistente.
Y por fin, en la esquina de la calle Stryj,
entrábamos en la sombra de la farmacia. Un gran recipiente lleno de jarabe de
frambuesa simbolizaba, en la vitrina, el frescor de los bálsamos bienhechores.
Unas casas más allá la calle perdía su decoro, como un paisano que, de retorno
a su casa, se despoja, en el camino de toda su elegancia ciudadana para
transformarse poco a poco, a medida que se acerca a su aldea, en un miserable
rústico. Las casitas de los barrios apartados zozobraban en la verdura,
enterradas hasta las ventanas en la floración exuberante y loca de los
pequeños jardines. Olvidados por la luz del día, la hierba, los cardos y
las flores se expandían profusamente, felices de esa pausa que usufructuaban,
soñando al margen del tiempo, en los bordes del día infinito. En el
extremo de su tallo, un girasol atacado de elefantiasis esperaba en su duelo
amarillo el fin de sus días, doblegado bajo el peso de su monstruosa
corpulencia. Pero las ingenuas campanillas de los suburbios, las simples
florecillas de percal, no podían hacer nada y se quedaban muy tiesas en sus
corolas rosas y blancas, insensibles al gran drama del girasol.
II
Una espesa maraña de hierbas y cardos arde,
crepitando, en el fuego de la tarde. La siesta perezosa del jardín está poblada
por el zumbido estrepitoso de las moscas. Los tallos dorados aúllan al sol como
una bandada de langostas rojizas, los grillos se desgañitan en la lluvia
de fuego, las silicuas llenas de granos estallan silenciosamente con un susurro
de cigarras. Hacia los setos la gruesa capa de hierbas se abulta como si el
jardín se hubiera dado vuelta en sueños y su pecho robusto respirara el
silencio de la tierra. Aquí el mes de agosto, en su incontinencia de hembra en
celo, ha cavado enormes embudos de bardanas, ha plantado inmensas plantas
velludas, extendido odiosas lenguas de carne verde. Allá, esas primaveras
exorbitadas, se hinchaban acurrucadas, a medias devoradas por sus faldas en
furia. El jardín vende a vil precio, al primero que llega, todas sus
mercaderías: el saúco, los llantenes que huelen a jabón, el alcohol salvaje de
la menta, en fin, toda esa pacotilla del mes de agosto. Pero del otro lado de
los setos, más allá de ese ombligo del verano donde la exuberante torpeza de la
hierba gozaba a sus anchas, había un gran montón de basura donde sólo crecían
los cardos. Nadie sabía que allí el mes de agosto había resuelto ese verano
festejar su gran orgía. Sobre ese montón de basuras, apoyado contra el seto y
hundido en el follaje espeso del saúco estaba el lecho de una joven idiota,
Tonia. Así la llamaban. Sobre un montón de residuos, cascotes y detritus, de
viejas pantuflas y cacerolas agujereadas, se levantaba su cama de metal pintada
de verde. Cuatro ladrillos le servían de patas.
Sobre el conjunto, el aire bullía, irradiaba
calor, estriado por los resplandores de los brillantes tábanos irritados por el
sol que rechinaban como agitados por invisibles carracas. El aire invitaba a la
locura.
Tonia estaba acurrucada entre sábanas
amarillas y andrajos. Su cabezota estaba erizada de cabellos negros. Su rostro
se movía como el fuelle de un acordeón. A cada instante una mueca dolorosa lo
ajaba en mil pliegues diagonales; luego el asombro los estiraba de nuevo, los
distendía, descubría las pequeñas hendeduras de los ojos y las encías
húmedas, los dientes amarillos bajo los labios carnosos en forma de hocico.
Tonia parlotea a media voz, dormita, refunfuña y gruñe. Las
moscas cubren su forma inmóvil con una capa pegajosa y, de golpe, ese montón de
viejas prendas, de harapos y jirones, comienza a moverse como si toda una
carnada de ratas se debatiera. Las moscas, espantadas, levantan vuelo formando
una gran nube negra, llena de furiosos zumbidos, fulgores y chispas. Y mientras
que los guiñapos caen por tierra y se esparcen sobre los desperdicios
como ratas que huyeran en todas direcciones, una forma se recorta lenta, penosamente,
en el montón de basuras: una joven idiota, semejante a un dios pagano, se
yergue sobre sus piernitas infantiles, y su cuello, inflado por la cólera, su
rostro obscurecido por el furor, en el que se distinguen, como pinturas
primitivas, los arabescos de las venas hinchadas de sangre, dejan escapar un
grito ronco, animal, arrancado de los bronquios y los tubos de órgano de ese
pecho a medias animal, a medias divino. Los cardos aúllan al sol, las bardanas
se inflan y se envanecen de su carne impúdica, los grandes llantenes escupen
una baba venenosa, mientras que la joven idiota, lanzando gritos ahogados,
frota convulsivamente sus caderas carnosas contra el tronco del saúco, que
cruje silenciosamente bajo los ataques de su concupiscencia débil, incitándolo
imperiosamente a una fecundidad desnaturalizada.
La madre de Tonia hace la limpieza en las
casas de la vecindad. Es una buena mujer, pequeñita, amarilla como el
azafrán, y es también con azafrán con lo que impregna los pisos, las mesas y
los bancos de madera de abeto que lava durante todo el día en las casas de los
pobres. Una vez fuí con Adela a casa de María. Era por la mañana y
entramos en una piecita pintada de azul. Sobre el piso de tierra apisonada se
pavoneaba el sol, amarillo claro, en el silencio matinal medido por el horrible
rechinar de un reloj aldeano. María la loca estaba acostada en un cajón lleno
de paja, blanca como una hostia y silenciosa como un guante que la mano ha
abandonado. Y, como para aprovechar su sueño, el silencio era inagotable,
ese amarillo silencio malvado y vocinglero charlaba, criticaba, arengaba en
alta voz, en un vulgar soliloquio de maniático. Y el tiempo de María, el tiempo
aprisionado en su alma, la había abandonado, y galopaba, horriblemente real, a
través de la pieza. Ruidoso, se derramaba a baldazos desde el molino del reloj
como si fuera harina, mala harina, harina friable, esa harina estúpida de los
locos.
III
En una de esas casitas, rodeada por un cerco
obscuro, hundida en la verdura proliferante, vivía la tía Ágata. Atravesando el
jardín se llegaba a la puerta de entrada, coronada por grandes bolas de vidrio
suspendidas de espigas metálicas. En esas bolas verdes, rosas y violetas había
mundos enteros de luces y colores, encerrados como las imágenes felices contenidas
en la inaccesible perfección de las pompas de jabón.
En la penumbra del vestíbulo, cuyas paredes
estaban tapizadas de imágenes populares a medias corroídas por la humedad y
ciegas de vejez, reconocíamos un olor familiar. Este olor contenía, en su
fórmula de asombrosa sencillez, toda la vida de esa gente, el misterio de su
raza, de su sangre y de su destino, confundidos inextricablemente en el flujo
cotidiano de su tiempo personal. La vieja y sabia puerta, cuyos apagados
suspiros acompañaban al ir y venir de la gente, las entradas y salidas
de la madre, de las hijas y del hijo, se había abierto a nuestro paso sin
ruido, como la puerta de un armario, dejándonos penetrar en su vida. Estaban
sentados a la sombra de su destino y no luchaban más; sus primeros gestos
torpes traicionaban su secreto. Por otra parte ¿no éramos sus parientes,
ligados a ellos por los mismos lazos de la sangre y de la suerte?
Las pesadas cortinas de terciopelo azul
veteado de hilos dorados preservaban la obscuridad de la pieza, pero aún aquí
el eco de la llameante luz diurna, aunque filtrada por la espesa verdura del
jardín, jugaba con reflejos cobrizos sobre los marcos de los cuadros, las
fallebas de las puertas y los vidrios de los tabiques. La tía Ágata se levantó
de su sillón. Era alta, abundante de carnes, carnes blancas como roídas por el
moho. Nos sentamos a su vera, haciendo un alto al borde de su vida, un poco
embarazados por la pasividad con la cual ella y sus hijos se ofrecían a
nuestras miradas. Bebimos jarabe de rosas con agua, bebida extraordinaria que
me parecía reunir en su aroma y sabor la esencia misma de ese tórrido sábado.
La tía Ágata renegaba. Era el tono general de
su conversación, la voz misma de esa carne blanca y fértil que parecía
desbordarle del cuerpo y experimentar la más grande dificultad para mantenerse
dentro de los límites de una forma individual, pronta a hacerse pedazos en
cualquier instante, a brotar, a proliferar.
Hubiérase dicho que su femineidad podía
privarse cómodamente de la fecundación y bastarle un aroma algo masculino, un
vago olor de tabaco o una broma relativamente picante, para ponerse a
proliferar lujuriosamente. Y, en realidad, sus continuas recriminaciones a su
marido y sus domésticos, su solicitud cargosa hacia los niños, no eran más
que caprichos de su fecundidad insatisfecha, prolongación natural de esa
coquetería insoportable, arisca, lacrimosa, con la que ponía a prueba a su
marido. El tío Marcos, pequeño, encogido, de rostro perfectamente
asexuado, parecía reconciliado con su insuficiencia y permanecía en la sombra
de un desprecio infinito que debía parecerle muy confortable. En sus ojos
grises se incubaba la brisa lejana del jardín, tamizada por los vidrios de la
ventana. De tanto en tanto trataba tímidamente de protestar, de enfrentar a su
mujer, pero la marea de la omnipotencia femenina barría con ese gesto
insignificante e iba más allá, triunfalmente, ahogando bajo su flujo impetuoso
esos débiles sobresaltos viriles. Había algo de trágico en esa fecundidad sin
freno: la miseria de una criatura que se debatía entre la nada y la muerte, el
admirable coraje de la hembra triunfante sobre la insuficiencia del macho. Pero
la progenitura estaba allí para probar lo bien fundado de ese pánico maternal,
de esa furia por parir que se agotaba en productos defectuosos, en una
generación de fantasmas exangües.
Lucía había entrado en la pieza. Su cuerpo
aún infantil, de carne blanca y delicada, soportaba una cabeza prematuramente
desarrollada. Me tendió su mano de muñequita y se ruborizó de inmediato.
Disgustada por esos colores que traicionaban impúdicamente los secretos de sus
reglas precoces, pestañeaba y enrojecía ante la pregunta más inocente,
ya que ésta podía contener una alusión a su virginidad ultrasensible.
Emilio, el mayor de mis primos, lucía un
bigotito rubio en su rostro deslavado e iba de un extremo a otro de la pieza
con las manos hundidas en los amplios bolsillos de sus pantalones.
Su traje elegante y costoso era notoriamente
exótico. Emilio acababa de llegar del extranjero. En su rostro confundido y
mustio, que día a día parecía diluirse hasta semejar una blanca pared, una
pálida red de venas dejaba transparentar aún, aquí y allá, los recuerdos de una
vida tempestuosa y fracasada. Era un maestro en juegos de naipes, fumaba largas
y elegantes pipas y olía a lejanas comarcas. Recorría sus recuerdos con la
mirada ausente y contaba extrañas anécdotas cuyo hilo a veces extraviaba
bruscamente, dejándolas inconclusas, disipadas en la ambigüedad.
Yo lo miraba ávidamente en la esperanza de
distraer un poco su atención para que me ayudara a escapar del hastío de la
siesta. Y me pareció, en efecto, que al salir de la pieza me había
guiñado un ojo. Lo seguí, pues, a la habitación vecina. Se había sentado
en un cosy-corner muy bajo y las rodillas
le quedaban a la altura de la cabeza, calva como una bola de billar.
Aparentaba ser nada más que un traje amplio y
arrugado, arrojado negligentemente sobre el apoyabrazos. Su rostro sólo era el
aliento de un rostro, la huella que un desconocido, al pasar, hubiera dejado en
el aire. Hurgaba en su billetera con sus manos de venas azules.
De la neblina de su cara emergió
dificultosamente un ojo torvo que me hizo una seña de connivencia
picaresca. Me sentí invadido por una desbordante simpatía hacia ese hombre. El
me tomó en sus rodillas y, barajando con sus manos expertas las fotografías que
había sacado de su billetera, me hizo admirar imágenes de hombres y mujeres en
extrañas posturas. Estaba apoyado en él y miraba esos cuerpos humanos
tan delicados, esos ojos lejanos que nada veían, cuando, de pronto, el fluido
de la intensa turbación que había revuelto el aire me alcanzó y me hizo
estremecer de inquietud, llevándome a una repentina comprensión. Mientras
tanto, la bruma de esa sonrisa que se había dibujado bajo su indeciso bigote,
el embrión del deseo que había alterado el latido de una vena de su sien, la
tensión que había fijado por un instante los rasgos dispersos de su rostro,
todo eso había desaparecido, y su rostro se hundió otra vez en la nada, se
entregó, desapareció.
I
Por aquella época nuestra ciudad tenía ya
cierta tendencia a hundirse en la grisalla crónica del crepúsculo, a
guarnecerse en las fronteras de una lepra obscura, una putrefacción velluda y
mohosa de color ferroso.
Era así que, liberado de las brumas
matinales, el día se columpiaba en una siesta color ámbar, se volvía
transparente por un momento, y dorado como un vaso de cerveza negra, para
descender en seguida bajo las bóvedas innumerables de la vasta noche coloreada.
Vivíamos en la Plaza del Mercado, en una de
esas casas lóbregas de fachadas vacías y ciegas, imposibles de identificar. Esa
era la causa de continuos errores. Porque una vez que alguien se equivocaba de
puerta o subía por error una escalera que no era la indicada, entraba en un
laberinto de alojamientos desconocidos, de galerías, de pasillos inesperados
que le hacían olvidar poco a poco su destino inicial y sólo al cabo de varios
días, luego de extrañas y tortuosas aventuras, recordaba con remordimientos,
en un gris amanecer, la casa paterna.
Atestada de armarios, de canapés profundos,
de espejos empañados y palmas artificiales nuestro gran departamento
caía lentamente en el abandono al que lo arrastraba la indolencia de mi madre, que
pasaba sus días en la tienda, y de la incuria de Adela, la de las finas
piernas, que, sabiéndose poco vigilada, pasaba todo su tiempo acicalándose,
abandonando por todas partes rastros de su coquetería, bajo la forma de
mechones de pelo, peines, zapatos y corpiños abandonados negligentemente
por el piso.
Ignorábamos el número exacto de nuestras
habitaciones, pues no sabíamos cuántas habían sido subalquiladas a
extraños. A veces nos ocurría que abríamos por casualidad la puerta de
una de esas piezas olvidadas y la hallábamos deshabitada. Su inquilino la había
abandonado hacía tiempo y, en cajones que no habían sido abiertos durante meses
hacíamos entonces extraños descubrimientos.
Los dependientes de la tienda vivían en las
habitaciones de la planta baja y a menudo nos incomodaban los gemidos emanados
de sus pavores nocturnos. En invierno, y aún antes del amanecer, nuestro padre
descendía a esas habitaciones frías y obscuras, espantando delante de él con su
vela bandadas de sombras, e iba a despertar a esos soñadores de sus
sueños de piedra.
En los rincones se refugiaban, inmóviles,
inmensas cochinillas, agrandadas más aún por la sombra que la vela les proveía
y que no los abandonaba siquiera cuando uno de esos informes cuerpos chatos se
echaba a correr de pronto como un artrópodo cojo.
Por esa época la salud de mi padre comenzó a
declinar. En las primeras semanas de ese invierno precoz pasaba días enteros en
la cama, rodeado de frascos de remedios y de libros de cuentas que le llevaban
de la tienda. El dolor amargo de la enfermedad se depositaba en el fondo de la
pieza, donde el empapelado exhibía más claramente su enmarañado
arabesco.
Por la noche, cuando mi madre volvía de la
tienda, mi padre se reanimaba, sobreexcitado y propenso a las disputas,
reprochándole su negligencia en la atención de las cuentas. Enrojecía y se
trastornaba hasta llegar al borde del desmayo. Recuerdo que una vez, en medio
de la noche, lo vi correr, descalzo y en camisa, de un extremo al otro del gran
canapé de cuero, manifestando de esta manera su irritación ante mi desamparada
madre.
Pero otras veces permanecía en calma durante
días, silencioso, hundido en sus libros, completamente extraviado en los
laberintos del cálculo.
Aún lo veo, a la luz de la humeante lámpara,
acodado en sus almohadones, a la cabecera esculpida de su lecho, proyectando en
la pared una inmensa sombra que se balanceaba en una embotada y silenciosa
meditación.
A veces asomaba la cabeza por encima de sus
libros de cuentas, como para respirar una bocanada de aire; abría la boca,
revolvía con disgusto la lengua seca y áspera y miraba a su alrededor como si
buscara algo. Podía suceder entonces que bajara subrepticiamente de la cama y
corriera hasta cierto rincón de la pieza en el que se hallaba su instrumento de
confianza. Era una especie de clepsidra o gran retorta de vidrio con divisiones
y llena de un líquido negruzco. Mi padre se unía a este instrumento por medio
de un cordón umbilical y se quedaba inmóvil, pleno de recogimiento. Su mirada
se tornaba entonces más lóbrega, en tanto que en su pálido rostro aparecía una
expresión de dolor o, quizás, de culpable voluptuosidad.
Después volvían los días de trabajo
silencioso, sólo entrecortado por monólogos solitarios. Cuando se hallaba
sentado bajo la luz de su lámpara de petróleo, entre los almohadones del gran
lecho, y la habitación se llenaba de esa sombra que, a través de los vidrios,
la ligaba a la noche cerrada, él sentía, sin mirar, que el espacio circundante
lo rodeaba de una viviente multitud de pulsaciones, ruidos y roces. Percibía,
sin mirar, toda una conjuración de guiños que se urdía entre los
arabescos del empapelado. Le parecían, de golpe, orejas que escuchaban y bocas
que sonreían.
Entonces fingía sumergirse más atentamente
aún en su trabajo; contaba, sumaba, volvía a contar, temiendo dejar traslucir
esa cólera que crecía en él, tratando rechazar la tentación de echarse hacia
atrás y atrapar un manojo de esas orejas y bocas que la noche había hecho
surgir de su seno y que extraían sin usar nuevos retoños y nuevos
pimpollos de su ombligo de tinieblas. Sólo recobraba la calma cuando, con la
retirada de la noche, el empapelado languidecía, perdía sus hojas y flores,
dejaba entrever a través de sus ramas denudadas, la aurora lejana.
Entonces, entre el gorjeo de pájaros pintados
en el alba amarilla del invierno, se entregaba por unos instantes, a un
sueño negro y denso.
Durante esos días y semanas en que parecía
sumergido profundamente en las complicaciones de sus cuentas corrientes, su
pensamiento exploraba secretamente el laberinto de sus entrañas. Retenía
el aliento y tendía las orejas. Y cuando su mirada volvía, empalidecida y
turbada, de esos limbos, parecía reconfortarse con una sonrisa. Todavía no
creía, y las rechazaba como absurdas las hipótesis que lo asaltaban.
De día eran taciturnas meditaciones, largos
monólogos en voz baja entrecortados por interludios humorísticos y altercados
regocijantes. Pero por la noche esas voces se hacían más apremiantes. Sus
exigencias se hacían imperiosas y lo oíamos conversar con Dios, a veces
suspirando, otras evitando o rechazando sus insistentes pretensiones.
Hasta que una noche su voz se elevó,
inexorable, exigiendo a Dios que se expresara por su boca y sus
entrañas. Y escuchamos al espíritu entrar en él; lo escuchamos levantarse,
alto, descarnado, agrandado por toda su cólera de profeta, ahogándose con
palabras de reproche que eyectaba como una ametralladora. Oímos el estrépito
del combate y los gemidos de mi padre, titán con una cadena rota que aún osaba
desafiar a los dioses.
Jamás he visto a los profetas del Antiguo
Testamento, pero ante la visión de este hombre, derribado por la cólera de
Dios, en cuclillas sobre un gran orinal de porcelana, recubierto por el viento de
sus hombros, las nubes de su gesticulación que sólo dominaban su voz cascada y
como extranjera, he comprendido la cólera divina de esos viejos venerables.
Ese lenguaje era amenazador como el de la
pólvora. Los gestos desordenados de sus brazos despedazaban el cielo y por los
agujeros de éste aparecía el rostro de Jehová hinchado de cólera y vomitando
injurias. Sin mirar, veía a ese Demiurgo vengativo recostado sobre las
tinieblas, como si fueran un monte Sinaí, o aferrado con sus manos poderosas a
la cornisa de la ventana y pegando su inmenso rostro a los vidrios que
deformaban su nariz atrozmente carnosa.
Yo oía su voz en los intervalos de la tirada
profética de mi padre; oía los reproches de sus labios hinchados que hacían
temblar los vidrios y se mezclaban a las amenazas, a las lamentaciones y a los
insultos fulminantes de mi padre.
A veces ambas voces bajaban de tono hasta
llegar a ser sólo un murmullo y su querella recordaba el parloteo monótono del
viento en las chimeneas nocturnas; y de pronto volvían a estallar en un gran
estrépito, en una tempestad de quejas y de insultos. Repentinamente, la ventana
se abría en un hiato negro y un paño de obscuridad hacía irrupción en la
pieza.
Al resplandor de un relámpago vi a mi padre,
en camisón, con una blasfemia en la boca, arrojar violentamente el contenido de
su taza de noche hacia las tinieblas que resonaban afuera como una gran
caracola.
II
Mi padre se agotaba, se marchitaba a ojos
vistas. Apoyado en sus cojines, la cabeza salvajemente erizada de mechones
grises, conversaba consigo mismo, en voz baja, sumergido hasta el cuello en sus
misteriosas especulaciones. Podía pensarse que su personalidad se había
escindido en varios yo diferentes y hostiles, pues discutía rabiosamente con
interlocutores imaginarios, sostenía conversaciones apasionadas, esforzándose
por convencerlos, o bien suplicaba, para luego conciliar ambas partes, como si
presidiera una asamblea de accionistas, con gran despliegue de suavidad y
habilidad. Pero cada vez, esas asambleas tempestuosas en las que se derrochaba
tanto apasionamiento, se disolvían en medio de maldiciones e injurias.
Luego sobrevenía un período de
apaciguamiento, de calma y serenidad.
De nuevo los grandes libros de cuentas
aparecieron sobre su cama, cubrieron la mesa y el piso y, a la luz pálida de la
lámpara, una paz benedictina reinó sobre las sábanas blancas y la cabeza
inclinada de mi padre.
Pero cuando, muy avanzada la tarde, mi madre
volvía de la tienda, mi padre se animaba, la llamaba a su vera y le mostraba con
orgullo las bellas calcomanías con que había decorado el gran libro de cuentas.
Por esa época todos observamos casi
simultáneamente que mi padre se achicaba día a día, como una nuez que se deseca
en el interior de su valva.
Ese lento achicamiento no estaba
acompañado por una debilidad general; por el contrario, su estado de
salud, su humor, su facundia parecían ir mejorando.
Ahora tenía cortos accesos de risa, o bien se
desternillaba literalmente, o golpeaba en los maderos del lecho y a
continuación decía "pase usted", en diversos tonos, durante horas
enteras, sin cansarse jamás. De vez en cuando dejaba la cama, se subía al
armario y se ponía a arreglar las antiguallas llenas de moho y de polvo.
A menudo montaba sobre los respaldos de las
sillas que juntaba una contra otra y, balanceándose hacia adelante y hacia
atrás, buscaba con sus ojos radiantes un signo de aprobación en nuestros
rostros inexpresivos. Parecía perfectamente reconciliado con Dios. A veces,
durante la noche, el Demiurgo barbudo volvía a pegar su rostro fosforescente
contra los vidrios de la ventana del dormitorio, pero ahora se limitaba a
contemplar con benevolencia la silueta adormecida de mi padre, cuyos ronquidos
parecían vagabundear a lo lejos, en el universo desconocido del sueño.
Durante los crepúsculos de ese otoño
mi padre se refugiaba en los recodos más polvorientos de los desvanes, como si
buscara febrilmente alguna cosa.
Y a menudo ocurría que, a mediodía, cuando
nos sentábamos a la mesa, mi padre no acudía al llamado. Mi madre debía
entonces llamarlo repetidamente: "¡Jacob, Jacob!" y golpeaba
sobre la mesa con una cuchara, para que él, por fin, se dignara salir de un
armario, cubierto de polvo y de telas de araña, la mirada extraviada,
preocupado por problemas que él solo conocía.
Trepaba a menudo sobre el alféizar de la
ventana y se inclinaba hacia la calle, simétricamente al gran buitre disecado
que lucía en la pared de enfrente. En esta posición se mantenía inmóvil durante
horas, con la mirada turbia y una maliciosa sonrisa en los labios; y cuando
alguien entraba en la pieza, súbitamente agitaba los brazos como si fueran alas
y cacareaba como un gallo.
Poco a poco dejamos de prestar atención a
estos caprichos a los cuales se entregaba cada vez más. Parecía liberado de
toda necesidad física, no tomaba alimento alguno durante semanas, se dejaba
absorber más y más profundamente por sus extraños y complicados
problemas, que nosotros no llegábamos a comprender. Insensible tanto a nuestras
súplicas como a nuestros reproches, apenas si respondía con fragmentos de un
monólogo interior cuyo fluir nadie podía contener. Permanentemente atareado y
sobreexcitado, con sus mejillas teñidas de colores enfermizos, ya no se
dignaba mirarnos ni escucharnos.
Poco a poco nos habituamos a su inofensiva
presencia, a sus sordos gruñidos, a ese parloteo infantil vuelto hacia
adentro y que se situaba en una zona marginal de nuestro tiempo personal. En
esa época mi padre podía desaparecer durante varios días, extraviado por los
rincones perdidos del departamento, de tal suerte que se hacía inhallable. A
medida que esas desapariciones dejaron de impresionarnos y que, pasado un
tiempo, reaparecía, más delgado y unas pulgadas más bajo, el hecho no lograba
interesarnos. Pura y simplemente dejamos de prestarle atención: a tal punto se
había alejado de todo lo humano y real.
Lo poco que quedaba de él, esa envoltura
carnal y esos caprichos extravagantes, podía desaparecer un día u otro sin que
nos diéramos cuenta, como esos montículos de polvo gris acumulados en los
rincones y que Adela arrojaba cada mañana al tacho de residuos.
El invierno había llegado, con sus días
aburridos y amarillos. Una delgada alfombra de nieve, gastada y llena de
agujeros, recubría la tierra, que ahora era rojiza. No había bastante nieve
para cubrir toda la extensión de las techumbres, que aparecían negras y
mohosas. Techos de madera y arcadas que ocultaban los ámbitos obscurecidos de
los graneros, catedrales carbonizadas de flancos erizados de cabriadas,
carriolas y riostras, sombríos pulmones de las borrascas invernales.
Cada nueva aurora develaba nuevas chimeneas
crecidas durante la noche e hinchadas por los vientos nocturnos, tuberías de
órganos infernales. Los deshollinadores no podían quitarse de encima a las
cornejas que, como vivientes hojas negras, se instalaban en las ramas de los
árboles vecinos a la iglesia y volvían a salir un instante después batiendo sus
alas para luego posarse definitivamente, cada una en su lugar habitual; y por
la mañana huían en bandadas, como torbellinos de humo obscuro o copos de
hollín ondulantes y fantásticos que salpicaban con sus graznidos desiguales los
rayos amarillentos del alba. Los días se habían entumecido de frío y de
aburrimiento, como panes del año pasado, a los que se cortaba con malos
cuchillos, sin apetito, en una perezosa somnolencia.
Mi padre no salía de casa. Cuidaba las
estufas, estudiaba la naturaleza eternamente insondable del fuego, degustaba el
sabor metálico y salado, el olor seco de las llamas invernales, la fría caricia
de las salamandras que lamían el hollín brillante en la garganta de la
chimenea. Gozosamente emprendía todas las reparaciones necesarias en la parte
superior de la pieza. A cualquier hora podía vérsele encaramado en el extremo
de una escalera arreglando alguna cosa en el techo, en las cornisas de las
altas ventanas, en los colgantes y cadenas de las lámparas suspendidas. A la
manera de los pintores se servía de su escalera como de enormes zancos. Se
sentía bien en ese ámbito aéreo, en la proximidad de ese cielo pintado, ese
techo decorado con pájaros y arabescos.
Se apartaba cada vez más de la vida práctica.
Cuando mi madre, inquieta y entristecida por su estado, se esforzaba por
arrastrarlo a una conversación seria sobre nuestros negocios, sobre el pago del
próximo vencimiento, él escuchaba distraído, confuso, el rostro crispado y
ausente. Podía ocurrir que la interrumpiera de pronto, con un gesto perentorio,
para correr a un rincón de la pieza, pegar la oreja a una grieta del piso y
quedarse escuchando, mientras levantaba sus índices para hacernos comprender la
importancia capital del asunto. En esa época aún no comprendíamos el triste
trasfondo de esas extravagancias, el deplorable complejo que maduraba en las
profundidades.
Mi madre no tenía ninguna influencia sobre
él; en cambio Adela merecía todas sus atenciones y respetos. La limpieza de la
habitación era para él una importante ceremonia que no podía dejar de
presenciar, siguiendo todas las operaciones de la joven con una mezcla de temor
y de estremecimientos voluptuosos. Atribuía a cada uno de sus movimientos una
significación profunda, simbólica. Cuando Adela se entregaba, con movimientos
juveniles e insolentes, a pasar el escobillón por el piso, ya no podía
soportarlo: las lágrimas le acudían a los ojos, una risa silenciosa arrugaba su
rostro, y su cuerpo se sacudía en un espasmo voluptuoso. Era cosquilloso hasta
la locura: bastaba que Adela lo amenazara con el dedo fingiendo una cosquilla
para que escapara presa de un terror pánico, yendo de pieza en pieza y
golpeando las puertas a su paso. Llegado a la última habitación se arrojaba
boca abajo sobre la cama y se retorcía en una risa convulsiva provocada por un
imagen interior que no podía, dominar. La muchacha tenía sobre él una autoridad
casi sin límites. Fue entonces cuando observamos en él, por primera vez, un
apasionado interés por los animales. Al principio era tanto una pasión de
artista como de cazador, aunque también, quizás, más profunda y biológicamente,
existía en él la simpatía de una criatura humana por formas de vida diferentes,
una especie de experimentación sobre registros inexplorados de la vida. Pero
luego el asunto tomó otro cariz, extraño, complicado, esencialmente
malsano y contrario a la naturaleza; un aspecto que, en verdad, más valdría no
exponer en público.
Todo empezó cuando puso a empollar huevos de
pájaros. Con muchos desvelos y no menos gastos hizo traer de Hamburgo, de
Holanda, de ciertas estaciones zoológicas africanas, huevos que dio a empollar
a enormes gallinas belgas. También para mí era apasionante ver nacer a esos
pajarillos de formas y colores fantásticos. En esos monstruitos cuyos picos
enormes, inverosímiles, se abrían desmesuradamente, con silbidos de glotonería
que brotaban desde el fondo de las gargantas, en esas especies de reptiles de
cuerpo giboso, débiles y descarnados, era imposible prever futuros pavos
reales, faisanes, cóndores o simples gallos silvestres. Esta vida en germen
estaba depositada en nidos de algodón, en paneras; los animalitos alargaban sus
delgados cogotes, con esas cabezas de ojos ciegos, velados de blanco, y
contraían sus gargantas en un mudo piar.
Mi padre se paseaba por el criadero, vestido
con un guardapolvo verde, tal como lo haría un jardinero por un invernadero de
cactus, y extraía del vacío esas vejigas cerradas en las que palpitaba la vida,
esos vientres impotentes que solo percibían el mundo exterior bajo forma de
alimento, esas proliferaciones que iban a tientas hacia la luz. Unas semanas
más tarde, cuando esos embriones ciegos estallaban a la luz del día, los nuevos
habitantes llenaban las habitaciones con plumas cosquilleantes y gorjeos
inacabables. Ocupaban las varillas de las cortinas, los rebordes de los
armarios, anidaban en los arabescos abigarrados y en el ramaje de estaño
de las grandes arañas.
Cuando mi padre estudiaba en los gruesos
manuales de ornitología y hojeaba sus láminas coloreadas, esos fantasmas
parecían escapar de las páginas para animar la pieza con aleteos
pintarrajeados, jirones de púrpura, fragmentos de zafiro, de plata y de cobre
envejecido. Para recibir la comida formaban en el piso una plata banda
ondulante y coloreada, un viviente tapiz que, si alguien entraba sin tomar
precauciones, se dislocaba, se dispersaba en flores volantes y finalmente se
depositaba a una altura respetable.
Me ha quedado notablemente grabado en la
memoria cierto cóndor, enorme ave de cuello desplumado y cara arrugada cubierta
de excrecencias. Era como un asceta delgado, un lama budista que conservaba en
su comportamiento una dignidad imperturbable y observaba el rígido protocolo de
su noble raza. Frente a mi padre, petrificado en la actitud escultural de una
divinidad egipcia, con su ojo alterado por una catarata blancuzca que
desplazaba para cubrir su pupila y encerrarse en la contemplación de su augusta
soledad, me parecía, con su perfil pétreo, el hermano mayor de mi padre:
cuerpo, tendones, piel dura y arrugada, eran el mismo rostro huesudo y reseco,
las mismas órbitas profundas, de gruesa córnea. Hasta las manos de mi padre, largas,
delgadas, nudosas, de uñas muy curvadas, se parecían un poco a las
garras del cóndor. Me daba la impresión, al mirar al ave adormecida, de
hallarme ante la momia de mi padre, reducida por la desecación. Creo que esta
extraordinaria semejanza no había escapado tampoco a la observación de mi
madre, aunque nunca hablamos de ello. Es notable, además, que el cóndor y mi
padre utilizaban la misma taza de noche.
En tanto ponía a empollar nuevos especímenes,
mi padre organizaba en el granero bodas de pájaros; traía pretendientes,
colocaba en los rincones y en las grietas novias amables y languidecientes;
finalmente, el techo de la casa, un vasto techo a dos aguas, se convirtió en un
verdadero albergue de volátiles, un arca de Noé que reunía toda clase de pájaros
de países lejanos. Aún mucho después de la liquidación de este criadero,
permaneció entre las aves migratorias, grullas, pavos reales, pelícanos, la
tradición de posarse sobre esa techumbre.
Después de un deslumbrante pero corto
período, esta hermosa empresa tomó un giro enfadoso. Fue necesario transferir a
mi padre dos mansardas que servían de desvanes. Desde el amanecer se escuchaban
allí los chillidos conjugados de los pájaros. Como cajas de resonancia
amplificadas por la vasta extensión de los aleros, esas piezas estaban colmadas
de aleteos, llamados amorosos y gorjeos.
Durante varias semanas mi padre permaneció
casi invisible. De vez en vez bajaba a nuestras habitaciones y entonces
comprobábamos que estaba más delgado y como empequeñecido. Perdía el control
de sí mismo y se ponía de pie súbitamente, agitando los brazos como si fueran
alas y emitía un canto prolongado, con los ojos ausentes; luego, confundido,
reía con nosotros tratando de hacer pasar la cosa como una broma.
Un día, durante una época de limpieza
general, Adela apareció inopinadamente en su imperio alado. Plantada en el
umbral, se retorcía las manos horrorizada por la fetidez de los montones de
excrementos que cubrían el piso, las mesas y todos los muebles. Sin vacilar,
abrió la ventana y, con ayuda de un escobillón, se puso a espantar a los
volátiles. Un terrible torbellino de plumas y alas se elevó en medio de una
tempestad de chillidos. Como una ménade furiosa, detrás de los molinetes de su
tirso, Adela bailaba la danza de la destrucción. Tan espantado como los
pájaros, mi padre, agitando los brazos, trataba de volar también él. El
torbellino alado se despejó poco a poco y sobre el campo de batalla solo
quedaron Adela, jadeante y agotada, y mi padre, afligido y avergonzado, pronto
a todas las capitulaciones.
Un instante después, mi padre bajaba de sus
dominios, destrozado como un rey en el exilio que ha perdido su trono y su
reino ...
Esta aventura de mi padre con los pájaros fue
la última pero deslumbrante contraofensiva lanzada por ese incorregible
improvisador, ese estratega de la imaginación, contra las fortificaciones de un
invierno estéril y vacío. Sólo ahora comprendo su heroísmo: guerreó
solitariamente contra el enemigo infinito que entorpecía a la ciudad. Sin apoyo
alguno, incomprendido por los suyos, este hombre extraordinario defendía sin
esperanzas la causa de la poesía. En los engranajes de ese molino mágico se
abismaban las horas vacías y de allí resurgían perfumadas y coloreadas.
Habituados como estábamos a las brillantes
juglarías de ese prestidigitador metafísico, nos inclinábamos a ignorar el
valor de su magia soberana, que nos libraba de días y noches letárgicas. Nunca
le reprochamos a Adela su obtuso vandalismo. Por si contrario, experimentábamos
una especie de innoble satisfacción viéndola refrenar esas exuberancias que nos
gustaban sin reservas, pero cuya responsabilidad declinábamos con perfidia.
Había también en esa traición, quizás, un secreto homenaje a Adela victoriosa,
a quien atribuíamos vagamente alguna misión que emanaba de las fuerzas
superiores. Traicionado por todos, mi padre abandonó sin resistencia los
lugares de su antiguo esplendor. Exiliado voluntario, se retiró a una
habitación vacía al fondo del corredor y se atrincheró en su soledad. Fue
olvidado.
De nuevo el fúnebre gris de la ciudad nos
sitió por todos los flancos. En las ventanas florecía la sombría culebrilla de
las auroras, la lepra de los crepúsculos, velluda piel de las largas noches invernales.
Los empapelados, otrora entreabiertos al vuelo ligero de la raza alada, se
habían condensado y encerrado en sí mismos, confundidos en la monotonía de
amargos monólogos.
Las arañas se habían ennegrecido y
marchitado como viejos cardos; sus pendientes resonaban suavemente cada vez que
alguien se abría paso a través de la
penumbra de las habitaciones. En vano Adela había adornado su ramaje con
velitas de colores, sucedáneos desmañados, pálidos recuerdos de las
brillantes fiestas que habían iluminado esos jardines colgantes.
¿Dónde estaban –¡ay!– esas
floraciones chillonas, esos despliegues rápidos y fantásticos, esos ramilletes
de lámparas que emitían, como alados fantasmas, mazos de cartas mágicas que se
dispersaban en palmoteos coloreados, en escamas azules, verde pavo o verde
cotorra, metálicos dibujando curvas y arabescos, trazos centelleantes de
remolinos, abanicos pintarrajeados, batir de alas que, mucho después del vuelo,
persistían en un ambiente reverberante y enriquecido? Quedaban ecos, aún, en
las profundidades, pero ningún músico horadaba, con su flauta, las estremecidas
napas de aire.
Esas semanas transcurrían bajo el signo de
una extraña somnolencia. Las camas siempre deshechas, atestadas de
sábanas y de frazadas que tantos sueños pesados habían aplastado y
arrugado, se erguían como profundas barcas prestas a navegar hacia los húmedos
laberintos de una obscura Venecia.
Al amanecer Adela nos traía el café. Nos
vestíamos perezosamente en nuestras habitaciones frías, a la luz de una vela
muchas veces reflejada en los vidrios negros de las ventanas. Esas
mañanas estaban invadidas por un zafarrancho desordenado, búsquedas
languidescentes en cajones y armarios. Todo el departamento resonaba bajo el
chasquido de las pantuflas de Adela. Los dependientes encendían linternas,
recibían de mi madre las pesadas llaves de la tienda y salían a la obscuridad
densa y remolineante. Mamá no lograba concluir con su arreglo personal. Las
velas se consumían en los candeleros. Adela desaparecía en las piezas alejadas
o en el altillo, donde colgaba la ropa a
secar y no había manera de hacerla volver. Nuevo aún, sucio y turbio, el
fuego del hogar lamía en la chimenea las frías excrecencias del brillante
hollín. La vela se extinguía y entonces la pieza se sumergía en la obscuridad.
Nos dormíamos a medio vestir, la cabeza apoyada en la mesa, en medio de los restos del almuerzo. Pero nos
despertaba la ruidosa limpieza de Adela. Y mi madre no terminaba de acicalarse.
Antes de que acabara de peinarse, los dependientes volvían para almorzar.
La penumbra que cubría el mercado tomaba el
aspecto de un vapor amarillento. Por un instante se hubiera podido pensar que
de esa turbia humareda de color de miel y ámbar se desprendían todos los tintes
de las más suntuosas horas de la siesta. Pero el momento feliz pasaba, ese
esbozo de aurora se marchitaba, ese germen de día casi maduro caía en una
grisalla impotente. Nos sentábamos a la mesa; los dependientes se restregaban
las manos rojas de frío y, de pronto, la prosa de sus conversaciones nos
recordaba de golpe qué día era: un martes triste y vacío, sin tradición ni
rostro. Sólo cuando aparecían en la mesa, en medio de una fuente de gelatina
transparente, dos grandes pescados paralelos y en posición inversa como en la
figura zodiacal, reconocíamos en ellos el emblema de ese día, el atributo de un
martes anónimo. Los compartíamos apresuradamente, satisfechos de que esa
jornada hubiera tomado al fin su verdadera fisonomía.
Los dependientes comían ceremoniosamente,
llenos de unción. El olor de la pimienta se expandía por la pieza. Cuando con
un trozo de pan limpiaban en su plato los restos de la gelatina, evocando ya el
blasón del día siguiente, cuando en el plato sólo quedaban las cabezas de los
pescados, todos sentíamos que nuestras fuerzas conjugadas habían acabado con
ese día y que las próximas horas no debían ser tomadas en cuenta.
Estos restos abandonados a sí mismos, eran
ahora asunto de Adela. Ella los liquidaba con energía hasta la hora del
crepúsculo, con gran derroche de ruido de cacerolas y chorros de agua fría,
mientras mi madre se adormecía en el diván.
Mientras tanto se levantaba ya en el comedor
el decorado de la noche. Poldina y Paulina, las dos costureritas, se instalaban
lo mejor que podían con los útiles de su oficio. Conducida por ellas, una dama
silenciosa entraba en la pieza: era una criatura de tela y estopa con una bola
de madera negra a guisa de cabeza. Aunque arrinconada entre la puerta y la
estufa, esta divinidad tranquila se adueñaba de la situación. Sin moverse,
vigilaba en silencio el trabajo de las jóvenes. Acogía con aire crítico y
descortés sus esfuerzos por complacerla, cuando se arrodillaban frente a ella
para probar trozos de tela hilvanados con hilo blanco. Las chicas servían
pacientes y atentas a este ídolo sin voz al que nadie podía satisfacer, ese
Moloch inexorable, tan inexorable como sólo pueden serlo los Moloch femeninos,
que sin cesar les ordenaba volver al trabajo. Delgadas como husos, rápidas como
carreteles de madera desenrollándose, manipulaban graciosamente la masa de
telas y sedas, ingeniándoselas para cortar, en un chis chas de tijeras, los
paños de colores, haciendo zumbar la máquina de coser, cuyos pedales
accionaban con sus pies calzados con zapatos de charol. A su alrededor, retazos,
jirones y deshechos multicolores, cubrían el piso como cortezas o cascaras
abandonadas por dos grandes papagayos difíciles y derrochadores.
Sin prestar atención, las muchachas arrojaban
a sus pies esos restos de un carnaval posible, ese vestuario de una mascarada
abortada. Dejaban caer esos trozos de paño con risa nerviosa,
acariciaban los espejos con la mirada. Sus almas y la pronta magia de sus manos
no se hallaban en las tristes ropas que dejaban sobre la mesa, sino en esos
centenares de retazos, en esos recortes ligeros y volátiles con los que
hubieran podido salpimentar a la ciudad entera en un torbellino de nieve
coloreada.
De pronto sentían demasiado calor y abrían la
ventana para inspeccionar, al menos, en su soledad impaciente y su sed de
novedad, el rostro anónimo de las tinieblas que venían a pegarse en los
vidrios. Refrescaban así sus mejillas afiebradas frente a la noche que hinchaba
las cortinas, abrían sus escotes ardientes como rivales llenas de odio, prontas
a batirse por el Pierrot que depositara en la ventana un suspiro nocturno.
¡Ah, qué poca cosa exigían a la realidad! Lo tenían todo en sí mismas.
Les hubiera bastado un Pierrot sucio de hollín, que les dijera esas dos
palabras que ellas siempre habían esperado, para asumir el papel para el que se
hallaban preparadas desde hacía tanto tiempo y que se hallaba en suspenso como
sus labios, preñado de una amargura dulce y terrible, rico en impulsos
pasionales como las páginas de una novela de amor devorada durante la noche con
abundantes lágrimas que ruedan sobre mejillas febriles.
Durante el curso de una de sus expediciones
vespertinas por el apartamento, en ausencia de Adela, mi padre sorprendió una
de esas silenciosas sesiones. Con la lámpara en la mano, se detuvo un instante
en el vano de la puerta de la pieza contigua, encantado por ese cuadro lleno de
fiebre y de excitación, ese idilio de polvos de arroz, papeles de seda y
atropina, esa escena que tenía por fondo místico una noche de invierno que
respiraba en las cortinas infladas de las ventanas. Ajustándose los lentes se
aproximó unos pasos y caminó alrededor de las muchachas iluminándolas con su
lámpara. Una corriente de aire que se había filtrado por la puerta abierta
levantó las cortinas: las jóvenes se dejaron contemplar, ondulando las cinturas;
el esmalte de sus ojos brillaba tanto como el charol de sus zapatos y las
hebillas de sus ligas bajo las polleras que el viento había levantado. Los
trapos se pusieron en movimiento hacia la puerta como una manada de ratas.
Examinando a las jóvenes mi padre murmuró: "Genius
avium... Salvo error de mi parte, scansores
o psitacci... Dignas del mayor
interés".
Este encuentro fortuito marcó el comienzo de
una serie de reuniones en el curso de las cuales mi padre supo muy rápidamente
seducir a las dos jóvenes con su extraordinaria personalidad. A cambio de la
espiritual y galante conversación con que él llenaba el vacío de sus tardes de
trabajo, las dos personitas permitían a ese apasionado observador estudiar la
estructura de su superficial belleza.
Eso ocurría durante la conversación, con una
elegancia y una seriedad que quitaba todo aspecto equívoco a los momentos más
peligrosos. Mientras hacía deslizar la media de Paulina más abajo de la
rodilla, estudiaba con ojos enamorados la confección pura y precisa de la liga
y decía: "¡Qué encantadora y feliz es la forma de ser que usted ha
elegido! ¡Qué bella y simple es la tesis que le ha sido dado expresar por
medio de su existencia! Pero además, ¡con qué maestría y fuerza
desempeña usted esa tarea! Si, perdiendo todo respeto hacia el Creador,
quisiera divertirme criticando su creación, exclamaría: ¡Menos fondo, más
forma! ¡Ah, cuánto aliviaría al mundo una disminución del fondo!
¡Un poco más de modestia en los proyectos, un poco más de prudencia en
las pretensiones y el mundo sería perfecto, señores Demiurgos!" Así
se expresaba mi padre en el momento justo en que despojaba de su media a la
blanca pierna de Paulina.
De pronto Adela aparecía en la puerta del
comedor con la fuente de la cena. Era el primer encuentro entre las dos
potencias enemigas desde el gran conflicto por el asunto de los pájaros. La
presente circunstancia, de la que éramos testigos, nos alarmó; nos sentíamos
muy incómodos de tener que asistir a una nueva humillación de un ser humano ya
tan puesto a prueba. Mi padre, que estaba de rodillas, se puso de pie, muy
confundido; sucesivas oleadas de rubor colorearon su rostro. Pero, de manera
inesperada Adela se puso a la altura de la situación. Se acercó a mi padre
sonriendo y le dio un papirotazo en la nariz. A esta señal Poldina y
Paulina aplaudieron, patalearon alegremente, se colgaron de los brazos de mi
padre y le arrastraron a una ronda alrededor de la mesa. De esta manera,
gracias al buen corazón de las muchachas, el germen de un doloroso conflicto se
disipó en la alegría general.
Tal fue el comienzo de las muy curiosas
conferencias a las que se entregó mi padre, bajo la inspiración que fomentaban
en él los encantos de sus ingenuas oyentes, durante las siguientes semanas de
ese invierno precoz.
Era notable la manera con que todas esas
cosas, en contacto con ese hombre asombroso, volvían en cierta manera a la raíz
de su ser, reconstruían su manifestación fenoménica hasta su propio nudo
metafísico y retornaban, por así decirlo, a su idea primitiva, para apartarse
enseguida y derivar hacia zonas dudosas, ambiguas y azarosas a las que podría
llamarse, para simplificar, las zonas de la Gran Herejía. Nuestro heresiarca
iba entre las cosas como un magnetizador, contaminándolas y dándolas vuelta con
su peligroso encanto. ¿Deberé decir que Paulina fue también su víctima?
En esos días ella fue su alumna, al mismo tiempo que objeto de sus
experiencias.
Me esforzaré en exponer con toda la prudencia
necesaria y evitando el escándalo, la doctrina más heterodoxa que poseía a mi
padre y dominó todos sus actos durante largos meses.
TRATADO DE LOS MANIQUÍES
O EL SEGUNDO GÉNESIS
"El Demiurgo", dijo mi padre,
"no tuvo el monopolio de la creación; ella es privilegio de todos los espíritus.
La materia posee una fecundidad infinita, una fuerza vital inagotable que nos
impulsa a modelarla. En las profundidades de la materia se insinúan sonrisas
imprecisas, se anudan conflictos, se condensan formas apenas esbozadas. Toda
ella hierve en posibilidades incumplidas que la atraviesan con vagos
estremecimientos. A la espera de un soplo vivificador, oscila continuamente y
nos tienta por medio de curvas blancas y suaves nacidas de su tenebroso
delirio.
"Privada de iniciativa propia, maleable
y lasciva, dócil a todos los impulsos, constituye un dominio sin ley, abierto a
innumerables improvisaciones, a la charlatanería, a todos los abusos, a las más
equívocas manipulaciones demiúrgicas. Es lo más pasivo y desarmado que hay en
el universo. Cada cual puede amasarla y moldearla a su arbitrio. Todas las
estructuras de la materia son frágiles e inestables y están sujetas a la
regresión y la disolución.
"No hay ningún mal en traducir la vida a
nuevas apariencias. El asesinato no es un pecado. A menudo no es más que una
violencia necesaria aplicada a formas entumecidas y refractarias que han dejado
de ser interesantes. Puede incluso ser meritorio en el curso de una experiencia
curiosa e importante. Se podría hacer del asesinato el punto de partida de una
nueva apología del sadismo."
Mi padre no se fatigaba nunca en su
glorificación de este elemento extraordinario.
"No hay materia muerta",
enseñaba. "La muerte no es más que una apariencia bajo la cual se
ocultan formas de vida desconocidas. Su escala es infinita, sus matices
inagotables. Por medio de múltiples y preciosos arcanos, el Demiurgo ha creado
numerosas especies dotadas del poder de reproducirse. Se ignora si esos arcanos
podrán ser descubiertos un día, pero no es necesario, porque si esos procedimientos
clásicos nos fueron prohibidos de una vez para siempre, no por eso no habrían
de quedar muchos otros, una infinidad de procedimientos heréticos y
criminales."
A medida que de esas generalidades
cosmogónicas mi padre pasaba a consideraciones que le tocaban más de cerca, su
voz bajaba de tono para transformarse en un murmullo penetrante; su expresión
se hacía cada vez más difícil y confusa y se perdía en regiones progresivamente
riesgosas y conjeturales. Su gesticulación tomaba entonces una especie de solemnidad
esotérica. Entrecerraba un ojo, se llevaba dos dedos a la frente y su mirada se
volvía notablemente astuta. Subyugaba a sus interlocutores, penetraba con su
mirada sin par sus reservas más íntimas, y llegaba a lo más profundo, los hacía
retroceder hasta sus últimas trincheras, los entretenía con un dedo juguetón,
hasta que brotaba de ellos un destello de comprensión y de vida. Esta toda
resistencia manifestaba su acuerdo y su complicidad.
Las jóvenes permanecían sentadas, inmóviles;
la lámpara humeaba, ya hacía rato que la tela se había deslizado de la máquina
de coser, que había continuado girando un poco más dando puntadas era el tejido
interestelar que se desenvolvía hasta el infinito en la noche exterior.
"Hemos vivido demasiado tiempo aterrorizados
por el Demiurgo, continuaba mi padre, durante demasiado tiempo la perfección de
su obra ha paralizado nuestra propia iniciativa. Pero no podemos entrar en
competencia con él. No tenemos la ambición de igualarlo. Queremos ser creadores
en nuestra propia esfera, más baja. Aspiramos a los goces de la creación, en
una palabra, a la demiurgia."
No sé en nombre de quién o de qué proclamaba
esas reivindicaciones, pero la supuesta solidaridad con una colectividad, una
corporación, una secta o una orden no mencionadas hacía más patética sus
palabras. Por nuestra parte estábamos muy lejos de las tentaciones demiúrgicas.
Mi padre desarrollaba el programa de una
segunda Creación, de un Génesis heterodoxo que debía oponerse abiertamente al
orden de las cosas vigentes.
"No aspiramos", decía, "a
realizar obras de largo aliento, seres hechos para durar mucho tiempo. Nuestras
criaturas no serán héroes de novelas en varios volúmenes. Tendrán papeles
cortos, lapidarios, carácter sin profundidad. A menudo será sólo para que diga
una palabra o hagan un único gesto que nos tomamos el trabajo de llamarlos a la
vida. Lo reconocemos francamente: no pondremos el acento sobre la durabilidad o
la solidez de la ejecución. Nuestras criaturas serán provisorias, hechas para
servir una sola vez. Si se trata de seres humanos, les daremos, por ejemplo una
mitad de rostro, una pierna, una mano, la que sea necesaria para el papel que
le toque representar. Sería una pura pedantería preocuparse por elementos
secundarios si no estuvieran destinados a entrar en el juego. Por detrás
bastará simplemente con una costura, o una mano de pintura blanca.
Condensaremos nuestra ambición en esta arrogante divisa: un actor para cada
gesto. Para cada palabra, para cada actitud haremos nacer a un hombre especial.
Así nos place a nosotros y será un mundo a nuestro capricho.
"El Demiurgo estaba enamorado de los
materiales sólidos, complicados y refinados: nosotros daremos preferencia a la
pacotilla, a todo lo vulgar y ordinario. ¿Comprenden bien, preguntaba mi
padre, el sentido profundo de esta debilidad, de esta pasión por los trocitos
de papeles de color, por el papel maché, el barniz, la estopa y el aserrín? Y
bien, respondía él mismo, con una sonrisa dolorosa, es nuestro amor por la
materia en tanto tal, por lo que ella tiene de aterciopelado y de poroso, por
su consistencia mística. El Demiurgo, ese gran artista y maestro, la hace
invisible, la disimula bajo el juego de la vida. Nosotros, muy por el
contrario, amamos sus disonancias, sus resistencias, su grosera torpeza. Nos
gusta discernir bajo cada gesto, bajo cada movimiento, sus duros esfuerzos, su
pasividad, su rudeza de gran oso dócil."
Las jóvenes estaban fascinadas, con los ojos
vidriosos. Al ver sus rostros tensos
y estupefactos por la sostenida atención y sus mejillas afiebradas, uno podía
preguntarse si pertenecían a la primera o a la segunda creación.
"En una palabra", concluyó mi
padre, "queremos crear al hombre por segunda vez, a imagen y semejanza del
maniquí."
Debemos mencionar aquí, para mayor fidelidad
de nuestro relato, un banal incidente que se produjo entonces y al cual no
habíamos asignado ninguna importancia. Totalmente incomprensible y carente de
sentido en esta serie de hechos, este incidente podría interpretarse como una
suerte de automatismo fragmentario desprovisto de causas y efectos, como una
especie de malicia del objeto traspuesta al dominio psíquico. Aconsejamos al
lector que no le conceda más atención que la que nosotros le prestamos en su época.
En el momento en que mi padre pronunciaba la
palabra maniquí, Adela miró su reloj pulsera y le guiñó un ojo a
Poldina. Adelantó un poco su silla, levantó el ruedo de su pollera y extendió
lentamente un pie envuelto en seda negra que apuntaba como una cabeza de
serpiente.
Permaneció rígida en esta posición, mirando con sus grandes ojos de agitados párpados,
agrandados más aún por la atropina. Estaba sentada entre Poldina y Paulina, que
también miraban a mi padre con ojos muy abiertos. El tosió, se calló, se
inclinó hacia adelante y enrojeció de golpe. En un segundo, su rostro, hasta
entonces vibrante y profético, se ensombreció y tomó una expresión humilde.
El heresiarca inspirado se había replegado
bruscamente sobre sí mismo, se había descompuesto y encogido; su entusiasmo lo
había abandonado. Parecía haber sido reemplazado por otro, ese otro que
permanecía ahora petrificado, lleno de rubor y con los ojos bajos. Poldina se
acercó a él y, palmeándole el hombro, le dijo con tono de amable estímulo:
"Jacob será razonable, Jacob va a escuchar, Jacob no será testarudo...
¡Vamos, Jacob, Jacob!"
Siempre apuntando a mí padre, el zapato de
Adela temblaba un poco y brillaba como una lengua de serpiente. Siempre con la
vista baja, mi padre se levantó lentamente de su silla con la actitud de un
autómata y cayó de rodillas. En medio del silencio la lampara silbaba. El
empapelado se llenó de miradas elocuente murmullos venenosos, pensamientos
zigzagueantes.
FIN DEL TRATADO DE LOS MANIQUÍES
La noche siguiente mi padre volvió con
renovado ardor a su tema obscuro y complejo. La red enmarañada de sus
arrugas se había enriquecido y testimoniaba una refinada malicia. Cada surco de
su rostro ocultaba una ironía. Pero a veces la inspiración extendía los arcos
de sus arrugas que, cargadas de horror huían hacia las profundidades de la
noche invernal.
"Figuras de museo de cera, mis queridas
doncellas –comenzaba– maniquíes de feria, sí; pero aún bajo esta forma,
guardaos de tratarlos a la ligera. La materia no bromea. Siempre está imbuida
de una seriedad trágica. ¿Quién se atrevería a pensar que se puede jugar
con ella, que se la puede moldear por broma, sin que esta chanza no penetre, no
se incruste en ella como una fatalidad? ¿Presentís el dolor, el
sufrimiento obscuro y prisionero de ese ídolo que no sabe por qué es lo que es
ni por qué debe permanecer en ese molde impuesto y paródico?
¿Comprendéis la potencia de la expresión, de la forma, de la apariencia,
la arbitraria tiranía con la que se arrojan sobre un tronco indefenso y lo dominan
como si convirtieran a su alma, un alma autoritaria y altiva? Dais a una cabeza
de tela y estopa una expresión de cólera y la dejáis con esa cólera, esa
convulsión, esa tensión; la dejáis encerrada en una maldad ciega que no
consigue hallar salida. El vulgo ríe de esta parodia. Pero vosotras mejor
llorad, señoritas, por vuestra propia suerte, reflejada en esta materia
prisionera, oprimida, que no sabe qué es ni por qué, ni adonde conduce esta
actitud que se le ha impuesto para siempre...
"El vulgo ríe. ¿Comprendéis el
horrible sadismo de esa risa, su crueldad embriagante, demiúrgica? Más valdría
que llorarais por vosotras mismas, distinguidas señoritas, frente a la
suerte de la materia violentada, víctima de ese terrible abuso de poder. De
allí deriva la horrorosa tristeza de todos los golems bufones, de todos los
maniquíes perdidos en una meditación trágica sobre sus risibles muecas.
"Mirad al anarquista Lucchini, el
asesino de la emperatriz Isabel; mirad a la reina Draga de Serbia, diabólica e
infortunada; ved a ese joven de genio, esperanza y orgullo de los suyos y a
quien la funesta práctica del onanismo ha perdido... ¡Oh ironía de esos
nombres, de esas apariencias! ¿Hay realmente en este fantoche de madera
algo de la reina Draga, un sosias suyo, un reflejo de su persona, por más
lejano que sea? Esta semejanza y ese nombre nos tranquiliza y nos impiden
preguntarnos quién era para sí misma esa criatura. ¡Sin embargo,
señoritas, debe de ser alguien, alguien anónimo, amenazante, desgraciado,
que jamás ha oído hablar, en toda su triste vida, de la reina Draga!
"¿Habéis oído en medio de la
noche los aullidos atroces de esos monigotes de cera encerrados en los parques
de atracciones, el coro quejoso de esos troncos de madera y de porcelana que se
golpean contra los muros de su prisión?"
En el rostro de mi padre, trastornado por el
horror de las tinieblas que evocaba, apareció un torbellino de arrugas que iba
ahondándose y en el fondo del cual brillaba un ojo terrible de profeta. Su
barba se había erizado extrañamente, matas de pelo surgían de sus
verrugas, fosas nasales y orejas. Se mantenía rígido, la mirada ardiente,
temblando con la agitación interior de un autómata cuyo mecanismo se hubiera
atascado.
Adela se puso de pie, rogándonos que no prestáramos
demasiada importancia a lo que iba a suceder. Se acercó a mi padre y, poniendo
los brazos en jarra, en una actitud de ostensible firmeza, preguntó de manera
perentoria...
Las jóvenes continuaban endurecidas en sus
sillas, los ojos bajos, extrañamente confundidas...
Una de las noches siguientes, mi padre retomó
así su conferencia:
"No quería hablar de esos malentendidos
encarnados, señoritas, de los frutos de una grosera y vulgar
incontinencia, para prolongar mi discurso sobre los maniquíes. Tenía otra idea
en la cabeza."
Se puso entonces a trazar frente a nosotros
el cuadro de esta "generatio equivoca" que había imaginado:
generación de seres a medias orgánicos, especie de seudofauna y de seudoflora,
resultado de una fermentación fantástica de la materia.
En apariencia eran criaturas semejantes a
criaturas vivas, a vertebrados, crustáceos o antropoides, pero tal apariencia
era engañosa. En realidad se trataba de seres amorfos, desprovistos de
estructura interna, frutos de tendencias imitadoras de la materia que, dotada
de memoria, repite por hábito las formas adquiridas. Las posibilidades
morfológicas de la materia, son en general limitadas, y ciertas formas retoman
sin cesar a diversos estadios de la existencia.
Por su movilidad, esas criaturas reaccionaban
ante los estímulos, aunque quedando muy alejadas de la vida verdadera; se podía
obtenerlas suspendiendo coloides complejos en una solución de sal de mesa.
En los seres nacidos de esta materia se podía
comprobar la existencia de procesos de respiración y metabólicos, pero el
análisis químico no mostraba ningún rastro de albúmina ni de compuestos de
carbono.
De cualquier manera, esas formas primitivas
no eran en nada comparables, en cuanto a variedad y magnificencia, con esas
seudofloras y seudofaunas que aparecían a veces en ciertos ambientes bien
definidos: viejos departamentos saturados de emanaciones de existencias y
hechos múltiples; atmósferas fatigadas, enriquecidas sólo por los ingredientes
específicos de los sueños humanos; escombros en los que abundaban el
humus del recuerdo, de la pena, del hastío estéril. En tales terrenos, esta
falsa vegetación germinaba con gran rapidez y como vaporosamente. En su
parasitismo abundante y efímero producía breves generaciones que, luego de una
floración brillante, corrían a su extinción. En esos ámbitos, los empapelados
deben hallarse ya bastante perjudicados y abrumados por la incesante
alternancia de toda clase de ritmos. No es pues asombroso que se extravíen en
ensoñaciones peligrosas y lejanas. La médula y la sustancia de los
muebles deben de estar ya aflojadas, degeneradas y sensibles a las tentaciones
anormales. Entonces, sobre ese terreno enfermo, agotado y salvaje, se ve
madurar y florecer una erupción fantástica, un moho exuberante y coloreado.
"¿Sabéis, decía mi padre, que en los viejos apartamentos hay
estancias que han sido olvidadas? Abandonadas por sus habitantes desde hace
meses, perecen entre sus propios muros y ocurre que se cierran sobre sí mismas,
se cubren de ladrillos y, perdidas irremediablemente para nuestra memoria,
pierden poco a poco su existencia. Las puertas que conducen a ellas, sobre el
rellano de una ambigua escalera de servicio, pueden escapar durante tanto
tiempo a la atención de los inquilinos, que terminan por hundirse en la pared,
penetrando en ella hasta confundirse con la red de las grietas y ranuras.
"Una mañana de fines del invierno
y al cabo de meses de ausencia, rehice un trayecto a medias olvidado y quedé
sorprendido ante el aspecto de esas piezas.
"De todas las grietas del piso, de todos
los nichos y molduras, salían finos brotes que poblaban el aire gris con un
encaje centelleante de filigranado follaje, con una proliferación irregular que
evocaba un invernadero llenó de murmullos, de reflejos, de oscilaciones: una
especie de falsa y bienaventurada primavera. Alrededor de la cama, bajo la
araña, a lo largo de los armarios, se mecían arbustos delicados
surgiendo en fuentes de hojas de encaje que esparcían el aroma de la clorofila
hasta el firmamento pintado del cielorraso. En un acelerado proceso de
maduración, enormes flores blancas y rosadas habían crecido entre el follaje;
apenas brotaban, una pulpa rosada crecía en ellas; luego comenzaban a
inclinarse, a perder sus pétalos, a marchitarse.
"Me hacía feliz", agregó mi padre,
"esta floración inesperada, cuyo rumor intermitente y delicado se había
expandido como un puñado de papel picado entre los livianos ramajes.
Podía ver cómo los estremecimientos y la fermentación de ese aire demasiado
rico habían engendrado un desarrollo apresurado, una caída de hojas de
rododendro que había llenado la pieza en lentos torbellinos.
"Poco antes de la caída del sol",
concluyó, "ya no quedaba nada de esa brillante floración. Sólo era una
mistificación, un caso extraño de simulación de la materia, que trataba
de imitar a la vida."
Ese día mi padre se sentía
extrañamente animado. Su mirada aguda e irónica chisporroteaba de
fantasía y humor. Luego, poniéndose serio, volvió al estudio del ilimitado
abanico de las formas y de los matices que podía revestir la materia
polimórfica. Estaba fascinado por las formas límite, dudosas y problemáticas,
tales como el ectoplasma de los médiums o la seudomateria que emana del cerebro
en los casos de catalepsia y que, a veces, saliendo de la boca del sujeto
adormecido, llena toda una habitación con una especie de tejido proliferante,
una pasta astral intermediaria entre el espíritu y el cuerpo.
"¿Quién conoce", preguntaba,
"el número de las formas de vida fragmentarias, sufrientes, mutiladas, las
de las mesas y los armarios, hechas de cualquier manera, armadas a grandes
golpes de martillo? Muebles de madera crucificada, tristes mártires del cruel
ingenio humano, horribles injertos de diversas razas de árboles que se ignoran
o se odian entre sí y que, encadenadas unas a otras, conforman una
individualidad única y desgarrada...
"¡Cuánta vieja sabiduría
atormentada hay en los nudos barnizados, las líneas y las vetas de nuestros
armarios venerables y familiares! ¿Quién sabrá reconocer en ellos
rasgos, sonrisas, miradas que han sido lijadas y pulidas hasta perder toda
identidad?
Cuando terminó de hablar su rostro se cubrió
de dolorosas arrugas, que evocaban los nudos y el jaspeado de una vieja plancha
de madera a la que se le hubieran limado todos los recuerdos. Por un instante
tuvimos la sensación de que iba a caer en ese estado de postración que a veces
lo abatía; pero se reanimó y prosiguió de esta manera:
"Ciertas tribus místicas del pasado
embalsamaban a sus muertos. Sus cuerpos, sus cabezas, eran a veces embutidos en
las paredes de las habitaciones. En el salón, por ejemplo estaba el padre
disecado; bajo la mesa, su esposa, curtida, servía de alfombra. He conocido un
capitán que tenía en su camarote una lámpara confeccionada por embalsamadores
malayos con el cuerpo de su amante asesinada: le habían agregado, sobre la
cabeza, unos altos cuernos de ciervo. En la calma del camarote, esta cabeza,
tirada por los cuernos, movía suavemente las cejas; en su boca entreabierta
brillaba una delgada película de saliva quebrada a veces por un murmullo
silencioso. Pulpos, tortugas y enormes cangrejos colgados de las vigas del
techo como candelabros o arañas, agitaban sus patas y caminaban sin
salir de su lugar..."
El rostro de mi padre tomó de pronto una
expresión de tristeza y abatimiento, en el momento en que, por no se sabe qué
asociación de ideas, le venían a la mente nuevos ejemplos.
"Debo confesaros", dijo bajando la
voz, "que mi hermano, como consecuencia de una larga e incurable
enfermedad, se había transformado progresivamente en tripas de caucho, y mi
cuñada debía transportarlo noche y día sobre almohadones, cantándole las
inacabables canciones de cuna de las noches invernales. ¿Puede haber
algo más triste que un ser humano transformado en un tubo de caucho? ¡Qué
desencanto para sus padres, qué turbación de sus sentimientos, qué
desmoronamiento de todas sus esperanzas les depararía un joven que prometía
tanto! Sin embargo, el devoto amor de mi cuñada lo acompañó en su
metamorfosis."
"¡Ah, no puedo más, no puedo
escuchar eso!", gimió Poldina, "¡Hazlo callar, Adela!"
Las jóvenes se levantaron. Adela se acercó a
mi padre y lo amenazó con hacerle cosquillas. El quedó desconcertado, se calló
y, poseído por el terror, retrocedió ante el dedo de Adela. Esta seguía
avanzando, agitando su dedo con aire amenazador hasta que, paso a paso, lo hubo
echado fuera de la habitación. Paulina estiró los brazos y bostezó. Ella y
Poldina, apoyadas la una en la otra, se miraron a los ojos esbozando una
sonrisa...
En esa época del año en que los días
son más cortos y somnolientos, apresados entre los ribetes abrigados del alba y
del crepúsculo, cuando la ciudad se ramificaba en laberintos de noches invernales,
de cuya torpeza apenas alcanzaban a rescatarla las demasiado cortas
mañanas, mi padre estaba ya sometido, extraviado, entregado a otra
esfera...
Su cara y su cabeza entera se erizaban
salvajemente en una pelambre gris cuyos mechones surgían de las verrugas de las
orejas y de las fosas nasales, dándole el aspecto de un viejo zorro al acecho.
El olfato y el oído se le agudizaban. En la
expresión de su rostro silencioso y tenso se veía que sus sentidos lo mantenían
en contacto permanente con el mundo invisible de los rincones obscuros, los
agujeros de los ratones, el vacío bajo el entarimado carcomido y los conductos
de las chimeneas.
Todos los crujidos, los ruidos nocturnos, la
vida secreta y rechinante de los pisos encontraban en él un observador tan
vigilante como infalible, a la vez espía y cómplice. Esta tarea lo absorbía de
tal manera que se enfrascaba completamente en esta esfera para nosotros
inaccesible y de la cual ni siquiera intentaba informarnos.
A veces, cuando los caprichos de lo invisible
se tornaban demasiado absurdos, no podía abstenerse de chasquear los dedos o
reírse por lo bajo. Lanzaba miradas de complicidad al gato, también iniciado en
los misterios de ese mundo, que levantaba su cabeza cínica y fría, cubierta de
rayas, entrecerrando los ojos delgados y oblicuos, siempre sumido en la
indiferencia y el aburrimiento.
En mitad del almuerzo podía ocurrírsele, de
pronto, dejar el cubierto sobre la mesa, erguirse en actitud felina y
escurrirse en puntas de pies hasta la puerta de la contigua habitación vacía y
mirar con infinita precaución por el ojo de la cerradura. Volvía enseguida a la
mesa, un poco avergonzado, con una sonrisa incómoda y los gruñidos y
refunfuños del monólogo interior en el que estaba inmerso.
Por la tarde, para divertirlo un poco y
distraerlo de sus morbosas investigaciones, mi madre lo llevaba a pasear. La
acompañaba en silencio, sin resistencia, pero también sin convicción,
distraído, ausente. Una vez lo llevamos al teatro.
Nos encontrábamos en esa vasta sala mal iluminada,
llena de rumor somnoliento y de agitación desordenada. Pero luego de habernos
abierto paso a través de la batahola, vimos al fondo emerger, como un nuevo
firmamento, una enorme cortina azul pálido. Sobre ese ancho espacio de tela se
destacaban grandes máscaras pintadas, rosas y mofletudas. Ese cielo ficticio se
extendía y derramaba de un extremo al otro, inflado por un aliento de emociones
y grandes gestos, por la atmósfera de ese universo artificial y brillante que
se edificaba allá en el escenario, mientras se oía arrastrar los decorados. El
estremecimiento que agitaba al telón, la palpitación que hacía crecer y vivir a
las máscaras denunciaban la irrealidad de ese firmamento y evocaban, como en
las crisis místicas, los centelleos del misterio.
Las máscaras parpadeaban, sus labios rojos
murmuraban sin ruido y yo sabía que la tensión del misterio llegaría a su punto
culminante: entonces el cielo hinchado reventaría develando cosas maravillosas.
Pero no me fue dado permanecer allí hasta ese
momento. Mi padre comenzó a dar señales de inquietud, hurgó en sus
bolsillos y nos dijo que había olvidado en casa su billetera, que contenía
dinero y papeles importantes.
Después de una corta discusión con mi madre,
en el curso de la cual la probidad moral de Adela fue objeto de una apreciación
algo escueta, me propusieron que volviera a casa a buscar la billetera. En
opinión de mi madre faltaba mucho aún para el comienzo del espectáculo y dada
mi agilidad, podría estar de regreso a tiempo.
Salí a la noche coloreada por la iluminación
del cielo. Era una de esas noches serenas en que la bóveda estrellada es tan
extensa, tan ramificada, que parece haberse roto y dividido en un dédalo de
cielos diferentes y numerosos, capaces de cubrir con sus campanas plateadas todas
las aventuras, los carnavales y las rondas de todo un mes invernal.
Es una ligereza imperdonable enviar a un
muchacho, en una noche así, a cumplir una misión urgente, porque las calles se
multiplican, se embrollan y cambian de recorrido en las penumbras. En las
profundidades de la ciudad se abren calles dobles –sosias de calles, si así
puede decirse–, calles engañosas y mentirosas. La imaginación aberrante
y seducida recrea ilusorios planos de la ciudad que cree conocer, planos en los
que esas vías tienen su lugar y su nombre, mientras que en la noche, en su
inagotable fecundidad no puede más que continuar produciendo irreales
configuraciones. Esas tentaciones de las noches invernales comienzan
habitualmente por el inocente deseo de abreviar el recorrido tomando por un
atajo; para escapar a un recorrido complicado se busca un trayecto inédito.
Pero aquella vez fue diferente.
Apenas eché a andar me di cuenta de que había
salido sin abrigo. Por un instante pensé en volver atrás, pero luego me pareció
una pérdida de tiempo. La noche no era fría; por el contrario, estaba veteada
por corrientes de extraña tibieza, por el aliento de una primavera
irreal. La nieve se había hecho compacta, bajo la forma de blancos corderinos,
un vellón suave e inocente con aroma de violetas. El cielo también se rizaba.
La luna parecía desdoblarse y multiplicarse, exhibiendo todas sus posiciones y
faces.
Esa noche el cielo develaba su estructura
interna, exponiendo como sobre una mesa de autopsia las espirales y las volutas
de la luz, el corte de los bloques azules, el plasma de los espacios, los
tejidos de las divagaciones nocturnas...
Era imposible, en esas condiciones, seguir
por la calle de la Muralla, o cualquiera otra de esas calles obscuras que
rodean al Mercado, sin recordar que a esa hora tardía están abiertas todavía
esas tiendas tan particulares y fascinantes que, por el color obscuro de sus
revestimientos de madera llamaré las tiendas de color canela.
Esas casas realmente nobles, que cerraban muy
tarde, habían sido siempre para mí objeto de fervientes ensoñaciones.
Su interior mal iluminado, obscuro y solemne,
estaba impregnado de un fuerte olor de laca, de pinturas de incienso de
especias de países lejanos, de mercaderías raras. Allí era posible encontrar
luces de Bengala, estampillas de países desaparecidos hace mucho tiempo,
estampas chinas, índigo, colofonia de Malabar, huevos de pájaros exóticos,
loros y tucanes, salamandras y basiliscos, raíces de mandrágora, cajas de
música de Nuremberg, homúnculos embotellados, microscopios y largavistas y,
sobre todo, libros raros y especiales, viejos infolios llenos de grabados
maravillosos y de historias deslumbrantes.
Recuerdo a esos viejos y dignos comerciantes
que, con la vista baja, servían a sus clientes guardando un discreto silencio,
prudentes, llenos de comprensión hacia sus deseos más secretos. Entre esos
negocios había una librería donde una vez yo había visto unas ediciones
prohibidas y publicaciones de círculos clandestinos que revelaban misterios
tremendos y embriagadores.
Tan raras eran las ocasiones que tenía de
visitar esos negocios, sobre todo contando con algún dinero en el negocios, que
realmente no podía dejar escapar esta oportunidad, a despecho de la importante
misión que me había sido confiada.
Bastaba, según mis cálculos, tomar cierta
callecita y contar dos o tres transversales, para llegar a la zona de las
tiendas nocturnas. Me alejaría de mi lugar de destino, pero podría recuperar el
tiempo perdido volviendo por las salinas.
La necesidad de visitar las tiendas de color
canela me daba alas. Después de haber cruzado oblicuamente la calle me eché a
correr, cuidando sin embargo de no equivocar el camino. Crucé así tres o cuatro
calles transversales, sin encontrar la que buscaba. Además, la apariencia misma
del barrio no guardaba correspondencia con la imagen esperada. Las tiendas no
aparecían. Avanzaba por una calle cuyas casas no tenían puertas de entrada y
sólo mostraban ventanas herméticamente cerradas, enceguecidas por los reflejos
del claro de luna.
Sin duda el frente de estas casas da sobre la
calle que busco –pensé. Inquieto, apresuré el paso para llegar lo más rápido
posible a terreno conocido. Estaba casi al final de la calle y me pregunté,
turbado, adónde iría a parar. Desemboqué sobre una larga avenida con pocos
edificios, muy larga y recta. Sentí de pronto el hálito de los grandes
espacios. Bordeando la calle o en el fondo de los jardines se elevaban casas
pintorescas, construcciones elegantes de gente rica. En los intervalos
aparecían parques y huertos. El conjunto recordaba la parte baja de la calle
Lesznianska. El resplandor de la luna, que se disolvía en mil escamas
plateadas, era tan claro como el del día. Sólo los jardines y los parques
ponían manchas sombrías en ese paisaje blanco.
Luego de un maduro examen de esas
construcciones llegué a la convicción de que me hallaba frente a la parte
trasera del liceo, que nunca había visto desde este lado. Me acerqué a una
puerta que, para mi sorpresa, estaba abierta y daba sobre un vestíbulo
iluminado. Entré y me hallé sobre una alfombra roja. Esperaba poder
escabullirme a través del edificio sin ser descubierto y salir por la puerta
delantera, lo que acortaría bastante mi camino.
Recordé que a esta hora debería hallarse allí
el profesor Arendt dictando una de sus clases magistrales, a las que asistíamos
en invierno poseídos por el noble entusiasmo por el dibujo que debíamos a ese
excelente maestro.
Eramos unos pocos y estábamos como perdidos
en la vasta sala sombría. Sobre las paredes se quebraban las sombras inmensas
de nuestras cabezas iluminadas por pequeñas bujías que ardían en el
cuello de unas botellas. A decir verdad no dibujábamos mucho durante esas horas
suplementarias y el profesor era poco exigente con nosotros. Inclusive algunos
traían almohadas de sus casas y se echaban sobre los bancos para echar un
sueñito. Sólo dibujaban los más trabajadores, sentados cerca de las
velas, dentro del círculo dorado de su resplandor.
Por lo común debíamos esperar largo rato al
profesor, engañando a nuestro aburrimiento con somnolientas
conversaciones. Por fin la puerta de su habitación se abría y él entraba,
pequeño, con su hermosa barba, abundando en sonrisas esotéricas,
discretas reticencias y exhalando cierto perfume de misterio. Rápidamente
cerraba la puerta de su gabinete que, al abrirse un instante, había dejado
escapar una multitud de sombras de yeso, de fragmentos antiguos, de dolorosas
Níobes, Danaides o Tantálidas: todo un Olimpo estéril y triste que allí
languidecía desde hacía años. A través de la penumbra de esa habitación,
que ya era obscura en pleno día, ondeaban sueños de yeso, miradas
vacías, óvalos palidecientes y meditaciones que se perdían en la ambigüedad. A
menudo solíamos escuchar detrás de la puerta el silencio lleno de los suspiros
y murmullos de esas ruinas que se desmoronaban entre telas de araña, de
ese crepúsculo de los dioses que se disolvía hasta el hastío.
El profesor se paseaba, majestuoso, lleno de
unción, a lo largo de los bancos desocupados, entre los cuales, formando
pequeños grupos, dibujábamos en medio de los reflejos grisáseos de la
noche de invierno. La atmósfera era apacible y adormecida. Aquí y allá algunos
compañeros se preparaban para dormir. Las velas se consumían poco a poco
sobre sus botellas. El profesor se absorbía en la contemplación de una profunda
vitrina llena de viejos infolios, grabados e ilustraciones anticuadas. Con
gestos misteriosos nos mostraba viejas litografías que representaban paisajes
crepusculares, bosquecillos nocturnos, alamedas invernales, negras, en medio de
pálidos espacios lunares.
Imperceptiblemente, el tiempo corría entre el
sopor de nuestras conversaciones. En su fluir desigual, formaba a veces nudos
en el transcurso de las horas, absorbiendo no se sabe dónde, largos intervalos de
duración. Sorpresivamente, sin transición, nos hallábamos en camino de retorno,
sobre el sendero blanco de nieve, entre setos paralelos de zarzas negras y
secas. Recorríamos ese sendero erizado de sombra, rozando la pelambre de los
brezos que crujían bajo nuestros pasos en la clara noche sin luna, en la luz
lechosa e ilusoria de la madrugada. El blanco difuso de esta luz que rezumaba
nieve, aire pálido, espacios lácteos, evocaba algún gris grabado en el que los
espesos montes se hallaban trazados con profundos trazos negros. La noche
repetía así esa serie de estampas nocturnas del profesor Arendt, cuyas
fantasías desarrollaba.
Esta parte del parque, la más densa, estaba
poblada de breñas velludas y masas de arbustos secos. Aquí y allá había
huecos, nidos obscuros, profundos y aterciopelados, recorridos por gestos
misteriosos y furtivas miradas de convivencia. En esos nidos uno se sentía bien
y al abrigo. Allí nos sentábamos, metidos en nuestros abrigos de piel, sobre la
nieve suave y tibia, partiendo nueces, en la que abundaba ese primaveral
invierno. A través de los sotos se filtraban martas, comadrejas, mangostas,
animalitos olfateantes que olían a piel curtida. Suponíamos que en nuestro
gabinete de historia natural habría especímenes de estos animales que, aunque
destripados y medio pelados, deberían sentir en su interior hueco, en noches
como ésta, la voz atávica, el llamado del celo, y volverían a su lugar natal
por un instante de una ilusoria existencia.
Pero poco a poco la fosforescencia de la
nieve se enturbiaba y extinguía: se acercaba esa densa tiniebla que precede al
alba. Algunos de nosotros se adormecían sobre la nieve; otros alcanzaban a
tientas la puerta de sus casas y entraban a ciegas en aquellas habitaciones
obscuras, en el sueño de sus padres y hermanos, en los profundos
ronquidos en los que trataban de recuperar el tiempo perdido.
Dado el encanto que tenían para mí esas
reuniones nocturnas, no podía esta vez dejar de echar un vistazo a la sala de
dibujo, pero comprometiéndome a no emplear en ello más que un minuto. Sin
embargo, luego de haber subido unos rechinantes escalones de cedro, vi que me
encontraba en una parte desconocida para mí del edificio.–
El solemne silencio que reinaba allí no se
hallaba turbado por el más leve ruido. En esta ala del edificio los corredores
eran más anchos y elegantes y estaban recubiertos de tapices de terciopelo. Los
recodos estaban iluminados por pequeñas mariposas. Luego del último de
estos recodos entré en un corredor aún más fastuoso. Sus muros eran arcadas
vidriadas que daban a diversos aposentos. Se podía observar una serie de piezas
alineadas, todas dispuestas con magnificencia. Pasando entre tapicerías de
seda, espejos de marco dorado, muebles tapizados y arañas de cristal, la
mirada se hundía en esos interiores lujosos y aterciopelados, repletos de
remolinos coloreados y arabescos centelleantes, pimpollos de flores y
guirnaldas entremezcladas. La profunda calma de esos salones vacíos sólo estaba
animada por las miradas secretas que se intercambiaban los espejos y por el
espanto de los arabescos que se desarrollaban en los frisos a lo largo de los
muros y se perdían entre los ornamentos de estuco de los blancos techos.
Me detuve, embargado de respeto frente a
tanta suntuosidad, comprendiendo que mi escapada nocturna me había conducido,
de manera inesperada, al ala del director y frente a sus aposentos privados. Me
quedé allí, endurecido y con el corazón palpitante, dispuesto a huir ante el
menor ruido. Si me sorprendieran, ¿cómo justificar mi espionaje nocturno?
En uno de esos profundos sillones forrados de terciopelo podía muy bien estar
reposando la nieta del director, quien podía levantar la vista del libro que
estaba leyendo y fijar en mí esos ojos negros, tranquilos, sibilinos que
ninguno de nosotros podía soportar.
Pero me hubiera avergonzado retroceder a
mitad de camino, abandonando mi plan. Por otra parte un silencio total reinaba
en ese interior iluminado por una débil luz. A través de los vidrios de las
arcadas percibía, en el otro extremo del salón, una puerta también vidriada que
daba a una terraza. La calma que me rodeaba me dio ánimos. No me parecía
demasiado arriesgado descender algunos escalones y saltar sobre la alfombra
preciosa, para alcanzar la terraza, de donde podría pasar sin esfuerzo a la
calle, bien conocida por mí.
Tal fue lo que hice. Bajé al salón, entre las
altas palmas que se elevaban hacia los arabescos del techo y observé que me
hallaba ya en terreno neutral, pues esta habitación carecía de muro exterior.
Era una especie de vasta loggia, separada
solo por una breve escalinata de la gran plaza de la ciudad, de la que
constituía en realidad una prolongación un poco más elevada, al punto que
algunos de los muebles se hallaban directamente sobre el pavimento. Descendí
algunos escalones de piedra y me hallé en la calle.
Las constelaciones ya se habían puesto cabeza
abajo; todas las estrellas se habían dado vuelta, pero la luna, hundida en un
almohadón de nubéculas que iluminaba con su presencia invisible, parecía tener
por delante aún una ruta infinita y, absorbida por complejos trámites celestes,
no pensaba ya en la aurora.
En la calle se destacaban las masas sombrías
de algunos coches de plaza, viejos y desquiciados, con aspecto de cangrejos o
cucarachas estropeados y doblegados. Un cochero se inclinó hacia mí desde lo
alto de su asiento; tenía una carita roja y bondadosa. "¿Damos una
vuelta, joven señor?" –me preguntó. Subí, y tembló todo el cuerpo
del coche, de múltiples articulaciones. Al punto partimos, sobre ligeras
ruedas.
Pero, ¿quién puede, en semejante
noche, confiarse a los imprevisibles caprichos de un cochero? Entre el chirrido
de los ejes, el rechinar de la carrocería y el chasquido de la lona del techo,
mi voz no conseguía hacerse oír. A todo lo que yo le decía para indicarle el
camino respondía meneando la cabeza, en tanto daba vueltas por la ciudad,
canturreando.
Frente a una taberna, un grupo de cocheros
nos saludó con gestos amistosos. Mi cochero les respondió en tono jocoso; luego,
sin detener el coche, me arrojó las riendas sobre las rodillas, saltó de su
asiento y se reunió con sus camaradas. El caballo, un viejo y experto caballo
de coche de plaza, dio vuelta la cabeza un instante y luego continuó su trote
regular. En realidad, este caballo inspiraba más confianza y parecía más
prudente que su dueño. Pero como yo no sabía conducir, debía someterme a
su voluntad. Me llevó hasta una calle suburbana flanqueada de jardines. Poco a
poco los jardines dejaron lugar a parques poblados de grandes árboles y más
tarde, a verdaderos bosques.
Nunca olvidaré esa carrera luminosa en la
noche más clara del invierno. La carta en colores del firmamento se había
convertido en una enorme cúpula sobre la cual se acumulaban continentes y
océanos fantásticos recortados por las líneas de los torbellinos y las
corrientes estelares, trazos brillantes de la geografía celeste. El aire era
ahora ligero y luminoso como una gasa plateada. De la nieve, lanosa como un
vellón de astracán, salían anémonas temblorosas que se inclinaban con una
chispa de claridad lunar en sus cálices. El bosque parecía totalmente iluminado
por mil estrellas de claridad que el cielo de diciembre dejaba caer en
profusión. El aire exhalaba un indecible perfume de primavera; olía a nieve y a
violetas.
Habíamos llegado a un terreno accidentado. El
contorno de las colinas erizadas de árboles desnudos, se alzaban al cielo como
suspiros bienaventurados. Vi, sobre esos collados felices, grupos de gente que
recolectaban en el césped y las malezas estrellas húmedas de nieve. La
pendiente del camino se hacía cada vez más pronunciada, el caballo resbalaba y
arrastrar el vehículo le costaba un gran esfuerzo. Me sentía feliz. Respiraba a
pleno pulmón la brisa primaveral. Contra el petral del caballo se levantaba,
cada vez más alta, una barrera de espuma nevada. El animal perforaba con gran
dificultad esa masa fría y finalmente debió detenerse. Bajé del coche; con la
cabeza gacha, el caballo respiraba penosamente. Apreté su cabeza contra mi
pecho y vi que las lágrimas brillaban en sus grandes ojos negros. Entonces
advertí en su vientre la mancha negra de una herida. "¿Por qué no
me dijiste nada?", murmuré al borde de las lágrimas. El respondió:
"Era por ti, amigo mío..." Y se volvió tan chico como un caballito de
madera. Lo dejé allí. Me sentía maravillosamente feliz y ligero.
Me pregunté si iría a esperar el trencito
local que llegaba hasta ese lugar o si volvería a pie a la ciudad. Por fin
comencé a descender por un sendero que serpenteaba a través del bosque. Primero
marché a pasos rápidos y elásticos; luego tomé impulso y me lancé a una carrera
feliz que prontamente tomó la loca velocidad de un descenso en esquíes. Podía
regular mi velocidad y mi dirección por medio de ligeros movimientos.
Cerca de la ciudad detuve esta carrera
triunfal y retomé mi andar tranquilo de paseante. La luna continuaba muy alta.
Las transformaciones del cielo, las metamorfosis de sus múltiples bóvedas en
configuraciones cada vez más ingeniosas no habían concluido. Como un astrolabio
de plata, descubría su mecanismo en esa noche mágica y dejaba ver en sus
evoluciones infinitas las matemáticas resplandecientes de sus piñones y
resortes.
A la altura del Mercado encontré a gente que,
como yo, gozaba de ese tiempo excepcional. Todos estaban encantados por el
espectáculo nocturno y elevaban sus miradas al cielo. Dejé de preocuparme por
la billetera de mi padre. El, perdido en sus excentricidades, seguramente había
olvidado su pérdida. Mi madre, por su parte, no me preocupaba.
En una noche así, única en el año,
descienden hasta nosotros pensamientos felices, revelaciones, iluminaciones
repentinas del espíritu divino. Uno se siente tocado por el dedo de Dios. Lleno
de ideas y de inspiración, quería volver a casa, cuando me crucé con algunos
compañeros de estudios con sus libros bajo el brazo. Habían salido
demasiado temprano de la escuela, como despertados por la claridad de esa noche
que no quería terminar.
Nos paseamos por una calle en pendiente
abrupta en la que soplaba una brisa de violetas, sin estar seguros si todavía
duraba esa mágica noche plateada de nieve o si ya estaba amaneciendo.
I
El viaje fue largo. Sólo había dos o tres
pasajeros en esa línea secundaria, casi olvidada, que es recorrida por un único
tren semanal. Nunca había visto yo nada parecido a esos arcaicos vagones,
grandes como salones, sombríos y llenos de recovecos. En otras líneas ya hace
mucho tiempo que fueron retirados de la circulación. Esos pasillos oblicuos y
angulosos, esos compartimientos embrollados, vacíos y fríos, causaban una
impresión más bien espantosa por su extraño abandono. Fui de un vagón a
otro buscando un rincón confortable. El viento se colaba por todas partes; las
corrientes de aire atravesaban el tren de punta a punta. Aquí y allá algunas
personas estaban sentadas en el piso con sus petates, sin atreverse a ocupar
los bancos, demasiado altos. Por otra parte, esos asientos gibosos, recubiertos
de hule, estaban helados y su antigüedad los volvía viscosos. El tren
atravesaba pequeñas estaciones desiertas, en las que no subía ningún
nuevo pasajero. Proseguía su ruta sin ruido, sin pitadas, suavemente, como
arrastrado por un sueño.
Durante un rato tuve la compañía de un
hombre que vestía un deshilachado uniforme de ferroviario. Silencioso,
enfrascado en sus pensamientos, apretaba un pañuelo contra su rostro
inflado y doloroso. De pronto desapareció sin que yo lo advirtiera, en una
parada del tren. De él no quedó más rastro que la paja hundida allí donde había
estado sentado, y una pobre valija que dejó abandonada.
Continué deambulando entre los vagones,
tropezando en la paja y los montículos de basuras. Las puertas abiertas de los
compartimientos golpeaban sin cesar. Ni un solo viajero. Por fin encontré al inspector,
vestido con uniforme negro. Llevaba una gruesa bufanda al cuello y estaba
embalando sus enseres, su farol, su registro. "¡Llegamos,
señor!", me dijo, mirándome con unos ojos completamente
descoloridos. Sin ruido, el tren redujo su velocidad, como si la vida lo
abandonase lentamente con el último soplido de vapor. Se detuvo al fin: el
lugar estaba desierto y silencioso y no había edificio alguno. Al bajar, el
empleado me indicó la dirección del sanatorio.
Valija en mano, me eché a andar por un caminito
blanco que me condujo hasta un parque obscuro y espeso. Examiné el paisaje con
curiosidad. El camino llevaba hasta un promontorio poco elevado desde donde se
dominaba un vasto horizonte. La luz era débil y gris y, quizás bajo el influjo
de esa luz pesada y desleída se ensombrecía el inmenso paisaje, con su
decoración de bosquecillos y campos de labranza que, perdiéndose en la lejanía,
cada vez más grisáceos, descendían a derecha e izquierda en suave pendiente.
Todo ese paisaje sombrío y severo parecía fluir de manera imperceptible y
deslizarse como un cielo cargado de nubes que disimulan sus movimientos.
Las cintas ondulantes de los bosquecillos
parecían crecer rumorosamente, como el flujo de la marca de la marea que gana
poco a poco la tierra firme. En medio de la espesura, el camino blanco
serpenteaba como una melodía, en largos acordes, presionado de un lado o de
otro por poderosas masas musicales que finalmente lo absorbían. Recogí una rama
al borde del camino; sus hojas eran obscuras, casi negras, de un negro
extraordinariamente intenso, profundo y bienhechor como un sueño
reconfortante. Todos los tonos grises del decorado provenían de ese negro. Son
los tonos que, a veces, reviste el paisaje entre nosotros, durante los
crepúsculos veraniegos, nubosos y saturados de largas lluvias; es el mismo
renunciamiento profundo y calmo, el mismo embotamiento resignado, contrapartida
de la alegría de los colores.
El bosque estaba obscuro como la noche y yo
lo atravesaba a tientas pisando una alfombra de hojas de pino. Después los
árboles se hicieron más escasos y sentí resonar bajo mis pasos los troncos de
una pasarela. En el otro extremo, en medio de obscuros follajes, se dibujaba
vagamente la silueta del sanatorio. La doble puerta vidriada estaba abierta y
hacia ella conducía directamente la pasarela bordeada de flojos troncos de
abedul dispuestos a manera de barandas. En el corredor reinaban la penumbra y
un solemne silencio. Caminaba en puntas de pies de puerta en puerta, tratando
de descifrar los números. En un recodo del corredor topé con una mucama que
salía corriendo de una pieza, agitada y sin aliento, como si acabara de
librarse de unas manos ávidas. Apenas comprendió lo que le dije y debí
repetírselo.
¿Habían recibido mi telegrama? La
mucama hizo un gesto de impaciencia y esquivó mi mirada. Sólo esperaba una
oportunidad para saltar hacia la puerta entreabierta y escapar.
–Vengo de lejos y he telegrafiado para
reservar una pieza –dije con cierta impaciencia–. ¿A quién debo
dirigirme?
Ella no lo sabía.
–¿Podría usted entrar al comedor?
–dijo ella por decir algo–. Todos duermen en este momento. En cuanto el
Director se levante le anunciaré su llegada.
–¿Todos duermen? ¡Pero si
estamos en pleno día!
–Aquí se duerme continuamente. ¿No lo
sabía usted?
Me miró con curiosidad y agregó con cierta
coquetería:
–Por otra parte, aquí jamás es de noche.
Ahora ya no quería huir y se meneaba,
estirando los hilos de la puntilla de su guardapolvo.
La dejé allí y entré en el comedor, que se
hallaba casi a obscuras. Observé las mesas y una larga alacena que se extendía
a lo largo de toda una pared. Pasado un rato sentí apetito. Contemplé con
placer los pasteles y tartas que poblaban las estanterías de la alacena.
Las mesas no estaban ocupadas. Sobre una de
ellas deposité mi valija. Golpeé las manos: no hubo respuesta alguna. Eché un
vistazo a la sala vecina, más grande y mejor iluminada. Una larga ventana o
balcón daba sobre el paisaje que yo ya conocía y que, así encuadrado, mostraba
toda su tristeza y resignación como un fúnebre monumento. Sobre los manteles se
veían los restos del almuerzo, botellas a medio vaciar. Había incluso monedas
que habían sido dejadas como propina y que nadie había recogido. Volví a la
alacena atraído por las masas y pasteles. Me parecían muy apetitosos y me
pregunté si podría servirme yo mismo. Sentí crecer en mí una asombrosa
glotonería. Me engolosinaba especialmente cierto pastel de manzana. Iba a
sacarlo con la cuchara de plata, cuando sentí una presencia detrás de mí. Era
la mucama, que había entrado silenciosamente gracias a sus babuchas de fieltro
y que ahora me tocaba el hombro diciéndome, mientras examinada sus uñas:
–Señor, el Director lo espera.
Pasamos frente a decenas de puertas
numeradas. Ella caminaba delante, sin siquiera volver la cabeza, segura de la
atracción magnética que ejercía el movimiento de sus caderas, que se divertía
en reforzar, regulando sutilmente la distancia que nos separaba. El corredor se
hacía cada vez más obscuro. Cuando la obscuridad se hizo completa, la joven murmuró,
rozándome con un dedo:
–Esta es la puerta del Director. Entre.
El doctor Gottard me recibió de pie, en medio
de su despacho. Era un hombrecito rechoncho, de pelo negro.
–Recibimos ayer su telegrama –dijo–. Enviamos
el coche de nuestro establecimiento a la estación, pero usted no llegó en el
tren. Las comunicaciones por ferrocarril no son las mejores. ¿Cómo se
siente usted?
–¿Vive aún mi padre? –pregunté,
mirando con inquietud su rostro sonriente.
–¡Por supuesto que vive! –dijo
sosteniendo con serenidad mi mirada–. Evidentemente, dentro de los límites de
la situación dada –agregó con un guiño–. Usted sabe tanto como yo que,
desde el punto de vista de su familia, de su país, su padre ha muerto; lo cual
no es reparable por completo. Esta muerte arroja una sombra sobre su existencia
aquí.
–¿Pero él no sospecha nada? –pregunté
en voz baja.
Meneó la cabeza sin convicción.
–Esté usted tranquilo –dijo con voz ahogada–.
Nuestros pacientes no adivinan, no pueden adivinar... El sistema es simple –y
así diciendo aparentaba querer explicar con sus dedos el mecanismo–. Consiste
en esto: hemos retrogradado el tiempo. Lo retrasamos en un lapso que es
imposible determinar. Esto se vincula a una simple cuestión de relatividad. La
muerte que ha alcanzado a su padre todavía no ha llegado aquí.
–Siendo así –dije–, mi padre se halla
agonizando o casi...
–Usted no me comprende –respondió con
indulgente impaciencia–. Reactivamos el tiempo pasado con todas sus
posibilidades, comprendida la de la curación.
Me miró sonriente, acariciándose la barba.
–Pero quizás quiere usted ver ahora mismo a
su padre. Tal como usted lo deseaba, le hemos reservado Una cama en su
habitación. Voy a acompañarlo hasta allí.
En el corredor, el doctor Gottard bajó el tono
de su voz. Observé, además, que estaba calzado con babuchas de fieltro, como la
mucama.
–Dejamos que nuestros enfermos duerman cuanto
quieran –dijo entonces–. Controlamos así su energía vital. Por otra parte, no
tienen otra cosa que hacer.
Se detuvo frente a una puerta y, llevándose
un dedo a los labios dijo:
–Duerme. Entre sin hacer ruido. Acuéstese
usted también. Es lo mejor que puede hacer en este momento. Hasta luego.
–Hasta luego –murmuré, sintiendo que mi
corazón se hinchaba de emoción.
Apoyé la mano en la falleba y la puerta se
abrió sola, como una boca que se entreabre, desarmada, en mitad del
sueño. Entré. La habitación estaba desnuda, casi vacía. Sobre una camita
de madera ordinaria, cerca de una estrecha ventana, mi padre dormía, arropado
en sus frazadas. Su poderosa respiración arrojaba desde el más profundo
sueño, napas sucesivas de ronquidos, que parecían llenar toda la pieza
desde el piso hasta el techo, aunque admitiendo siempre otros nuevos. Miré
emocionado ese pobre rostro demacrado que acaparaba todo entero el trabajo de
roncar y que, habiendo abandonado su envoltura terrestre, se confesaba en
alguna parte, en otra orilla, en una ocasión lejana su existencia, cuyos
minutos enumeraba solemnemente.
No había otra cama en la pieza. Una corriente
glacial se colaba por la ventana. La estufa no estaba encendida.
–No parece que aquí cuiden mucho a los
enfermos –me dije. ¡Lo han abandonado en plena corriente de aire, en el
estado en que se halla! Y se diría que nadie hace la limpieza (una espesa capa
de polvo cubría el piso y la mesa de noche, sobre la que se veían los frascos
de remedios y una taza de café frío). ¡Hay montones de pasteles en la
alacena, pero a los enfermos sólo se les da café negro en vez de algo
nutritivo! Pero esto no ha de ser más que una bagatela en comparación con los
beneficios del tiempo retardado.
Me desvestí lentamente y me deslicé en la
cama junto a mi padre.
No se despertó, pero sus ronquidos, de tono
notablemente alto, bajaron en una octava, renunciando a su declamación
altanera.
A partir de entonces fueron ronquidos
privados, estructuralmente individuales. Acomodé un almohadón en torno a la
cabeza de mi padre para protegerlo de la corriente de aire y me quedé dormido.
II
Cuando desperté, la pieza continuaba en las
penumbras. Mi padre, ya vestido, estaba sentado a la mesa, mojando en su café
bizcochos dulces. Vestía un traje negro de paño inglés, que se había
hecho el verano pasado. El nudo de su corbata estaba algo flojo.
Cuando observó que me había despertado me dijo
con una sonrisa que iluminó su rostro empalidecido por la enfermedad:
–Tu llegada me ha alegrado muchísimo, José.
¡Qué sorpresa! Me siento tan solo aquí... Naturalmente, no puedo quejarme
de mi situación. Las he visto peores, y si quisiera hacer un balance... Pero no
importa. Imagínate que el primer día me sirvieron un filet de boeuf con hongos. Era una carne espantosa. Te lo
señalo para el caso de que quieran servirte filet de boeuf a ti también, Todavía me arde el vientre, a causa de
la diarrea que tuve. No sabía cómo salir de eso. Pero debo anunciarte una
novedad. No te rías, pero he alquilado aquí un negocio. ¿Qué me dices? Y
me felicito de esta idea. Como tú sabes, me aburría de lo lindo. No puedes
imaginarte hasta qué punto impera aquí el aburrimiento. Por lo menos, ahora
tengo una ocupación para entretenerme. Pero no vayas a imaginarte nada
extraordinario. No; el lugar es mucho más modesto que nuestro antiguo negocio.
Entre nosotros, te diré que en la ciudad hubiera sentido vergüenza de semejante
pocilga, pero aquí, donde hemos debido moderar de tal manera nuestras
pretensiones... ¿no es cierto, José? Y sonrió amargamente–. En fin, bien
o mal, se vive.
Estas palabras me causaron pena. Me sentí
incómodo por mi padre, que se daba cuenta de que había empleado una expresión
inadecuada.
–Veo que tienes sueño –me dijo al cabo
de un instante. Duerme un poco más y luego ven a buscarme al negocio.
¿Estás de acuerdo? Debo apresurarme, para ir a ver cómo andan las cosas.
No te imaginas cuánto me ha costado obtener créditos, qué desconfianza sienten
aquí por los viejos comerciantes qué, sin embargo, tienen un pasado
honorable... ¿Te acuerdas de la óptica frente al mercado? Nuestro
negocio está justo al lado. Todavía no hay ninguna insignia, pero de cualquier
manera no podrás equivocarte.
–¿Va a salir usted sin abrigo? –le
pregunté inquieto.
–Se han olvidado de ponerlo en mi equipaje,
date cuenta. No lo he encontrado en mi baúl, pero no tengo necesidad de él.
Este clima templado, este aire...
–Tome usted el mío –insistí yo.
¡Tómelo, por favor!
Pero él, poniéndose el sombrero, me saludó
con un gesto y salió de la pieza.
No, yo no tenía sueño. Había
descansado y sentía apetito. Recordaba con placer la alacena repleta de
pasteles. Mientras me vestía me preguntaba qué iría a elegir entre todas esas
buenas cosas. Daría prioridad al pastel de manzana, sin olvidar las excelentes
masas con cascara de naranja que también había observado. Me coloqué frente al
espejo para anudarme la corbata, pero su superficie, como la de un espejo
cóncavo, no reflejaba mi imagen, oculta en algún punto de sus turbias
profundidades. En vano traté de regular la distancia, acercándome y alejándome:
esa bruma plateada y movediza no dejaba escapar ningún reflejo.
–Debo pedir otro espejo –me dije al salir de
la pieza.
La obscuridad reinaba en el corredor. La
impresión que causaba el solemne silencio reinante estaba reforzada por el
destello azulado de un quinqué que ardía provisoriamente en un recodo. En ese laberinto
de puertas, nichos y recovecos no recordaba muy bien dónde se hallaba la
entrada del comedor.
–Iré a la ciudad. En alguna parte comeré;
quizás encuentre una buena confitería.
Apenas traspuse el gran portal sentí soplar
una brisa a la vez pesada, suave y húmeda, característica de ese extraño
clima. El habitual color gris de la atmósfera se había obscurecido. La luz
parecía filtrarse a través de un crespón.
No me cansaba de contemplar el paisaje,
compuesto como un nocturno, con ese negro fusible aterciopelado de las partes
más obscuras y la gama de grises mates, cenicientos, que se extendían en notas
apagadas. En sus pliegues profundos, el aire me rozaba la cara con cintas de
cuero blando. Tenía la dulzura un poco desabrida del agua de lluvia estancada.
¡Y de nuevo ese rumor de la sombría
espesura, que se envuelve sobre sí mismo, esos acordes profundos que turban los
espacios más allá del límite de lo audible! Me hallaba en el patio trasero del
sanatorio. Observaba los altos muros de la parte trasera del cuerpo principal
del edificio, construida en forma de arco: todas las ventanas estaban cerradas
con postigos negros. El sanatorio dormía profundamente. Pasé frente a un portal
de hierro forjado. A su lado se hallaba un nicho de grandes dimensiones, vacío.
De pronto, el bosque me absorbió. Caminaba a tientas en las tinieblas, como a
mi llegada. En un lugar más claro vi dibujarse entre los árboles las formas de
algunas viviendas. Unos pasos más me llevaron hasta el centro de una gran
plaza.
¡Qué extraña analogía con la
plaza del mercado de nuestra ciudad natal! ¡Cómo se parecen, en el fondo,
todos los mercados del mundo! Son casi siempre las mismas construcciones, las
mismas tiendas.
Las veredas estaban desiertas. Del cielo
descendía un amanecer miserable y tardío, y fuera del tiempo. Descifré
cómodamente las insignias y los anuncios, pero no me hubiera sorprendido si
alguien me hubiera dicho que era de noche... Sólo algunos negocios estaban
abiertos. Aquellos que tenían sus cortinas metálicas a medio cerrar se cerraban
repentinamente. Un aire vivo y fuerte, rico y denso, absorbía aquí y allá
alguna parte del escenario y borraba, como una esponja húmeda, algunas casas,
un reverbero, un trozo de letrero. A veces me resultaba difícil levantar los
párpados pesados de sueño. Me puse a buscar la óptica que mi padre había
mencionado. El había hablado como si yo estuviera al corriente de los hechos
locales. ¿Acaso no sabía que yo venía por primera vez? Sus ideas debían
embrollarse. Pero ¿qué se podía esperar de mi padre, que sólo a medias
era real y que vivía una vida tan relativa, limitada por tantas restricciones?
Era necesaria –¿para qué disimularlo?– mucha buena voluntad para
reconocerle una especie de existencia. Su vida era un lamentable sucedáneo, debido
a la indulgencia general, a ese consenso universal en el que abrevaba su
problemática motivación. Era evidente que esa triste apariencia solo podía
mantenerse en la realidad si todos estaban de acuerdo con cerrar los ojos ante
las definiciones chocantes y manifiestas de esta situación. La más ligera
oposición la hubiera hecho vacilar, el menor soplo de escepticismo la hubiera
echado por tierra. El sanatorio del doctor Gottard ¿podía, en su
atmósfera de invernadero, asegurarle esa tolerancia benévola, protegerla de los
vientos fríos de una atmósfera racional? Con todo derecho uno podía asombrarse
de que mi padre, en esa situación siempre amenazante, pudiera aún hacer tan
buen papel.
Me regocijó encontrar una confitería, cuya
vitrina estaba llena de bizcochos y tartas. Mi apetito se reanimó. Abrí la
puerta vidriada sobre la que se leía "helados" y penetré en un local
obscuro que olía a café y vainilla. De las profundidades del negocio salió una
joven cuyo rostro se diluía en la penumbra y que atendió mi pedido. Por fin,
después de tan larga espera, podía hartarme de deliciosos buñuelos que
humedecía en el café. En la obscuridad, rodeado por los torbellinos del
crepúsculo y tragando pastel tras pastel, sentía a esa sombra danzante
apoderarse furtivamente de mí con tibias pulsaciones, con un hormigueo de
delicadas caricias. Por fin, no hubo para mí, en medio de la más completa
obscuridad, más que la mancha grisácea del rectángulo de la ventana. En vano
golpeé con la cuchara: nadie vino a cobrar mi cuenta. Dejé sobre la mesa una
moneda de plata y salí a la calle.
La librería vecina estaba todavía iluminada.
Los empleados sacaban libros de los estantes. Les pregunté dónde estaba el
negocio de mi padre. "Es exactamente en la segunda casa" –me dijeron.
Un joven atento acudió para señalármela. La puerta de entrada era
vidriada, pero la vitrina estaba recubierta de papel gris. En seguida me di
cuenta de que el negocio estaba lleno de clientes. Mi padre estaba detrás del
mostrador, humedeciendo su lápiz con saliva, hacía sus cuentas. Un cliente,
inclinado sobre el mostrador, verificaba cada cifra, guiándose con el índice y
contando en voz baja. Los demás miraban en silencio. Mi padre me miró por
encima de los lentes y me dijo, apoyando un dedo sobre el artículo en que se
había detenido:
–Hay una carta para ti; está en el
escritorio, entre papeles.
Luego se entregó nuevamente a sus cálculos.
Por su parte, los dependientes levantaban las mercaderías vendidas, las
envolvían y ataban. Sólo en una parte de las estanterías había piezas de tela;
el resto estaba aún vacío.
–¿Por qué no se sienta usted?
–pregunté a mi padre–. No se cuida usted para nada, hallándose tan enfermo como
se halla.
Hizo un ademán de descargo, como si quisiera
apartar mis argumentos, y no interrumpió sus cuentas. Parecía sentirse muy mal.
Era indudable que solamente una excitación artificial, una actividad febril,
podían avivar sus fuerzas y que se retraerían en el instante de su derrumbe
definitivo.
Me acerqué al escritorio. La pieza que me
estaba destinada parecía más un paquete que una carta. Unos días antes yo había
escrito a una librería encargando un libro pornográfico y seguramente me lo
enviaban en ese paquete. Habían encontrado mi dirección, o más bien la de mi
padre, que apenas acababa de abrir su tienda, carente aún de insignia y de
anuncios. ¡Qué notable servicio de información, qué organización digna
del mayor elogio! ¡Y qué sorprendente rapidez!
–Puedes leer tranquilamente en la trastienda
–dijo entonces mi padre, echándome una mirada descontenta–. Ya ves que aquí no
hay lugar.
La trastienda estaba vacía. Un poco de luz
entraba por la puerta vidriada. En las paredes estaban colgados los abrigos de
los empleados. Abrí el paquete y bajo la débil luz que venía del negocio, me
puse a leer la nota que lo acompañaba. Me comunicaban que el libro
pedido no se hallaba, desgraciadamente, en depósito. Habían emprendido su
búsqueda, pero hasta el momento no habían tenido éxito. La firma se permitía
enviarme, entre tanto, y sin compromiso de mi parte, cierto artículo que,
pensaban, podría interesarme. Seguía la complicada descripción de un
"anteojo astronómico plegadizo" dotado de gran aumento y de otras
múltiples cualidades. Intrigado, quité el envoltorio del instrumento, hecho de
tela encerada negra, rígida, plegada en forma de acordeón. Siempre he tenido
debilidad por los telescopios. Desplegué el cuerpo del aparato, varias veces
plegado sobre sí mismo. En mis manos se extendió un enorme fuelle que,
sostenido por finas varillas, se desarrolló todo a lo ancho de la pieza, como
un laberinto de negras células o una larga serie de cámaras obscuras que
encajaran unas en otras. El conjunto evocaba la imagen de un largo carruaje de
tela pintada a la laca, o una especie de accesorio teatral que tratara de
imitar la masividad de lo real con su materia de papel y estopa. Acerqué el ojo
a la extremidad del aparato y percibí, en la otra punta, la fachada trasera del
sanatorio. Poseído por la curiosidad, me hundí más aún en el interior del
aparato. Podía ahora seguir, en el objetivo, a la mucama que caminaba, con un
plato en la mano, en la penumbra del corredor. La joven se volvió y sonrió.
"¿Me ve?", me preguntó. Una invencible somnolencia velaba mis
ojos de bruma. Estaba sentado en la cámara trasera del telescopio como si fuera
en un automóvil. Hice un ligero movimiento de palanca y el aparato se
estremeció como una mariposa de papel agitando las alas; sentí que se ponía en
movimiento y que me arrastraba hasta la puerta.
Como una gran oruga negra el telescopio llegaba
ahora al local iluminado. Parecía una enorme cucaracha de papel, de tronco
articulado, provista de dos imitaciones de faros. Los clientes retrocedieron en
desorden ante este dragón ciego; los dependientes abrieron de par en par la
puerta de calle y yo me fui, lentamente, en ese coche de papel, entre dos filas
de personas que seguían con mirada indignada esa partida realmente escandalosa.
III
Así se vive y así pasa el tiempo en este
lugar. La mayor parte del día se emplea para dormir, y no sólo en la cama. Nada
es difícil en este aspecto. En cualquier sitio y en cualquier momento uno se
encuentra dispuesto a echar un sueñito: sobre la mesa del restaurant, en
un coche o quizás de pie, en el vestíbulo de una casa cualquiera a la que se ha
entrado un momento con el solo objeto de satisfacer una irreparable necesidad de sueño.
Al despertar, embotados y tambaleantes,
retomamos la conversación interrumpida, proseguimos un penoso camino,
continuamos considerando un complicado asunto sin comienzo ni fin. Así, en
camino, desaparecen, no se sabe dónde, largos intervalos de tiempo: perdemos el
control sobre la continuidad de la jornada y dejamos finalmente de ocuparnos de
ella, abandonamos sin pena el esqueleto de una cronología interrumpida que el
uso y una severa disciplina nos habían habituado a vigilar atentamente. Hace
tiempo que hemos descuidado esa constante diligencia que poníamos en rendir
cuentas del tiempo transcurrido y esa manía escrupulosa de contabilizar las
horas gastadas que son la ambición y el orgullo de nuestra economía. Hace
tiempo que hemos renunciado a esas virtudes cardinales que no conocen
vacilación ni falta.
Algunos ejemplos pueden servir para ilustrar
esta situación. En un momento dado del día o de la noche (ciertos débiles
matices en el color del cielo permitían apenas establecer la diferencia) me
despierto cerca de la balaustrada del puentecito que conduce al sanatorio. Es
la hora del crepúsculo. Sin duda he debido errar largo rato por la ciudad,
muerto de sueño, inconsciente, hasta llegar aquí, mortalmente fatigado.
No puedo decir si me acompañaba el doctor Gottard, que ahora se
encuentra a mi lado y enuncia las ultimas conclusiones de un largo
razonamiento. Arrastrado por su elocuencia, me toma del brazo y me lleva con
él. Antes de haber atravesado del todo la pasarela de sonoras planchas, me
vuelvo a dormir. A través de mis párpados cerrados veo confusamente la
gesticulación persuasiva del doctor, que sonríe entre los pelos de su barba
negra. Me esfuerzo en vano por comprender ese argumento capital, ese arrastre
decisivo que corona su demostración con un triunfo que lo hace detenerse, con
las manos extendidas. No sé cuánto tiempo más caminamos uno al lado del otro,
enfrascados en una conversación
llena de malos entendidos, cuando de pronto retomé el control de mí mismo. El
doctor Gottard había desaparecido y, era de noche, pero solo porque tengo los
ojos cerrados. Cuando los abrí me encontré en la cama, en mi pieza, a la que
había entrado no sé de qué manera.
Otro ejemplo, aún más notable: entro para
comer algo en un restaurant de la ciudad, desordenado y lleno de confusos
ruidos de voces. ¿Y a quién encuentro, sentado a una mesa hundida bajo
el peso de las vituallas? Pues a mi padre. Todas las miradas se dirigen a él:
estaba radiante, excepcionalmente animado, se sentía en la gloria, inclinándose
a diestra y siniestra con gran afectación y sosteniendo una prolija
conversación con toda la concurrencia. Con una osadía artificial que no puede
dejar de inquietarme, sigue pidiendo nuevos platos, que se van acumulando sobre
la mesa. Se complace en juntarlos frente a él aunque aún no haya podido
terminar con el primero. Chasquea la lengua, mastica mientras habla y, al mismo
tiempo, con sus gestos y su mímica, subraya el vivo contento que le produce
este festín. Sigue con la vista a Adán, el mozo, a quien encarga sin cesar y
sonriendo tiernamente, nuevos manjares. Y cuando el mozo corre, agitando su
servilleta, a encargar los nuevos pedidos, mi padre implora la atención de
todos para que sean testigos del irrefutable encanto de esa Ganimedes.
–¡Es inestimable! –exclama
entrecerrando los ojos con una sonrisa beatífica. ¡Un ángel!
¡Reconozcan ustedes que es encantador!
Me retiro de allí muy disgustado, sin que él
haya notado mi presencia. Si hubiera estado allí contratado por la dirección
del hotel como motivo de publicidad, su manera de conducirse no hubiera sido,
sin duda; más provocativa y ostentosa. La cabeza embotada, titubeo por las
calles tratando de volver a mi pieza. Me detengo ante un buzón, apoyo en él la
cabeza y me duermo un ratito. Por fin, a tientas, encuentro en la obscuridad la
entrada del sanatorio. Mi pieza está a obscuras. Aprieto el interruptor, pero
no hay corriente eléctrica. Un soplo de aire frío viene de la ventana. La cama
cruje en las tinieblas. Mi padre levanta la cabeza y dice.
–¡Oh, José, José! Hace dos días que
estoy aquí sin que nadie se ocupe de mí, han arrancado las campanillas, nadie
viene a verme y mi propio hijo me abandona, a mí, gravemente enfermo, para ir a
la ciudad a correr detrás de las mujeres. Escucha cómo late mi corazón.
¿Cómo conciliar ambas cosas? Mi padre
está en el restaurant, entregado a una loca glotonería, o acostado en su pieza
retenido por una grave enfermedad? ¿O tengo dos padres? No se trata de
eso. La causa de todo se halla en esa rápida dislocación del tiempo, que no ha
sido vigilado severamente.
Todos sabemos que ese elemento indisciplinado
puede ser mantenido en regla, bien o mal, sólo gracias a cuidados continuos, a
una solicitud comprensiva, a una corrección atenta de todos sus extravíos.
Privado de esta tutela, se muestra de inmediato inclinado a las infracciones, a
extrañas aberraciones, a farsas imprevisibles, a deformes bufonerías. Se
siente cada vez más claramente la incompatibilidad de nuestros tiempos
individuales. El tiempo de mi padre y el mío no coincidían. Dicho sea entre
paréntesis, el reproche que él me hacía, a propósito de mis supuestas
costumbres disolutas, es una insinuación desprovista de todo fundamento. No me
he acercado aquí a ninguna muchacha. Tambaleando como un ebrio, de sueño
en sueño, apenas si prestaba atención a las mujeres en mis momentos de
sangre fría.
Por otra parte, la constante penumbra de las
calles casi no permite distinguir los rostros. Todo lo que pude observar, en
tanto soy joven y tengo, de alguna manera, interés por este asunto, es el
extraño andar de esas doncellas.
La suya es una manera de andar
inexorablemente rectilínea que no se arredra ante ningún obstáculo sólo obedece
a un cierto ritmo interior, a ciertas leyes que se diría desenredan al ritmo de
su trote en línea recta, lleno de precisión y gracia mesurada. Todas van su
regla individual, tensa como un resorte.
Cuando caminan así, en línea recta, serias y
concentradas, se diría que están poseídas por una sola preocupación: no
apartarse de esa regla severa ni un solo milímetro. Aparece entonces claramente
que lo que llevan consigo con tan atento recogimiento no es otra cosa que
cierta idea obsesiva de su propia perfección; elevada a la realidad por la sola
fuerza de la fe. Es una anticipación que asumen por su propia cuenta, sin
ninguna garantía, un dogma intangible contra el cual la duda no tiene asidero.
¡Cuántos defectos y lagunas, cuántas
narices aplastadas, cuántos granitos y manchas pueden disimular esas mujeres
bajo la máscara de la ficción! No hay fealdad ni vulgaridad que el impulso de
esta fe no pueda transformar en una ficticia perfección.
Gracias a esta fe, sus cuerpos cobran una
notable belleza, y sus piernas realmente bien torneadas y ágiles, los pies
calzados con irreprochables zapatos, explican, en el monólogo fluido y
centelleante de su andar, la riqueza que el rostro calla por orgullo. Llevan
las manos en los bolsillos de sus cortas y ajustadas chaquetas. En el café, en
el teatro, cruzan las piernas descubriéndolas hasta las rodillas, en un
elocuente silencio. Señalo, al pasar, una de las características de la
ciudad. Ya he hablado de su negruzca vegetación. Puedo citar especialmente una
especie de helecho negro que adorna por doquier cada casa, cada lugar público.
Es casi un símbolo de duelo, el emblema fúnebre de la ciudad.
IV
La vida en el sanatorio se hace cada vez más
insoportable. No se puede negar que hemos caído inocentemente en la trampa.
Salvo en el instante de mi llegada, en que habían desplegado las apariencias de
una cierta hospitalidad ante un recién llegado, la dirección no se esforzó en
lo más mínimo por darnos aunque fuera la ilusión de que se ocupaba de nosotros.
Estamos completamente abandonados a nosotros mismos. Nadie se ocupa de nuestras
necesidades. He constatado hace ya tiempo que los cables de los timbres
eléctricos se detienen justo sobre la puerta y no conectan con nada. La
servidumbre es invisible. Los corredores están obscuros y silenciosos día y
noche. Estoy persuadido de que somos los únicos huéspedes de este sanatorio y
la actitud discreta de la mucama cuando empuja una puerta no es más que una
mistificación.
A veces quisiera abrir de par en par las
puertas de todas las habitaciones y dejarlas así para desenmascarar esta
intriga deshonesta de la que somos víctimas. Sin embargo, no estoy del todo
seguro de mis sospechas. En medio de la noche puede suceder que me encuentre
con el doctor Gottard que, vestido con casaca blanca y esgrimiendo una jeringa,
atraviesa el corredor precedido por la mucama. Me resulta difícil, en tales
circunstancias, detener al doctor y arrinconarlo contra la pared.
Si en la ciudad no existieran el restaurante
y la confitería, nos moriríamos de hambre. A pesar de mis ruegos no he podido
obtener una segunda cama. Además, es imposible lograr que cambien las sábanas.
Hay que reconocer que el abandono general nos
ha ganado a todos. Meterse en la cama enteramente vestido y con los zapatos
puestos había sido siempre para mí algo incomprensible en una persona
civilizada. Pero ahora vuelvo tarde, ebrio de sueño; la pieza está
sumida en la obscuridad y una fría corriente de aire hincha la cortina de la
ventana. Entonces me arrojo sin más en la cama y me cubro con las frazadas.
Duermo por tiempo indeterminado: días enteros, semanas quizás, viajando por los
vacíos paisajes del sueño, recorriendo las pendientes de la respiración,
a veces descendiendo con paso elástico un ligero promontorio, otras escalando
con esfuerzo el muro vertical del ronquido. Llegado arriba, abarco con la
mirada el inmenso horizonte de ese desierto rocoso. En cierto momento, en medio
de lo desconocido, en el giro brusco de un ronquido, me despierto a medias
consciente y siento a mis pies el cuerpo de mi padre. Duerme hecho una bola,
menudo como un gatito. Vuelvo a dormirme, con la boca abierta, y un inmenso
panorama de montañas se desliza a mi lado en majestuosas olas.
En el negocio, mi padre desarrolla una gran
actividad, conduce con éxito las transacciones, moviliza toda su elocuencia
para convencer a los clientes. La animación enciende sus mejillas y pone brillo
en sus ojos. En el sanatorio permanece acostado, gravemente enfermo, como
durante las últimas semanas. Debo reconocer que está llegando a su fin. Me dice
a veces, con débil voz: "Deberías venir más a menudo por el negocio, José.
Los dependientes nos roban. Te das cuenta que no doy abasto. Hace semanas que
estoy clavado en la cama: los negocios andan a la buena de Dios y nada se hace.
¿No ha llegado ninguna carta de casa?"
Comienzo a arrepentirme de toda esta
aventura. No se puede decir que hayamos estado muy felices al traer aquí a mi
padre, seducidos por una ruidosa publicidad. El tiempo retardado... Sí, suena
bien, pero ¿qué significa esto en realidad? El que se encuentra aquí
¿es un tiempo bueno y válido, un tiempo justo, desentrañado de la
madeja con olor de novedad y color fresco? No; por el contrario, es un tiempo
gastado, usado por otro, macerado, transparente, agujereado como una criba.
Nada de asombroso hay en esto. Se trata, en
cierta manera, de un tiempo vomitado. Que se me comprenda bien: un tiempo que
ya ha servido. ¡Triste cosa, en realidad!
Y todas esas manipulaciones inconvenientes,
esas connivencias perversas, esa manera de interrumpir su mecanismo por detrás,
esa prestidigitación peligrosa jugando con los secretos íntimos del tiempo... A
veces tendría ganas de golpear la mesa con el puño y gritar a pleno
pulmón: "¡Basta! ¡No toquéis al tiempo! ¡No tenéis
derecho a provocarlo! ¿No os basta con el espacio? El espacio es del
hombre, en él podéis recrearos, holgar a voluntad, hacer cabriolas, echaros a
rodar, saltar de astro en astro. ¡Pero, por amor de Dios, no toquéis al
tiempo!"
Y por otra parte, ¿puede pedírseme que
rompa el contrato firmado con el doctor Gottard? Por más miserable que sea la
existencia de mi padre, al menos lo veo, estoy con él, le hablo. Ciertamente,
el doctor merece de mi parte un reconocimiento infinito.
Varias veces he querido conversar francamente
con él. Pero es imposible. Por ejemplo, la mucama me avisa que él se dirige en
este momento al comedor. En cuanto me dispongo a ir hacia allá, la joven corre
detrás de mí para decirme que se ha equivocado y que el doctor está en la sala
de operaciones. Subo rápidamente las escaleras, preguntándome qué clase de
operaciones hará allí, entro en una antecámara y me ruegan esperar: el doctor
va a salir en seguida; se está lavando las manos. Alcanzo a verlo por la puerta
entreabierta; dentro de su blusa flotante camina a zancadas y recorre apresuradamente
las salas del hospital. ¿Pero de qué me entero? El doctor Gottard no
había estado allí, donde desde hace años no se hacen operaciones. Duerme
en su habitación, con la barba al aire. Sus ronquidos llenan la pieza como
nubes que se hinchan, se acumulan y elevan en un torbellino a la cama con su
durmiente, siempre más y más arriba, en una patética ascensión sobre la marea
de ronquidos y las ondas de las sábanas desordenadas.
Ocurren aquí cosas aún más asombrosas, que
trato de no ver, cosas absurdamente fantásticas. Siempre que salgo de mi pieza
me parece que alguien se aleja rápidamente de la puerta y desaparece en el
corredor. O tal vez alguien camina delante de mí, sin volverse. ¡Sé quién
es! "¡Mamá!" –grito con voz trémula por la emoción. Ella da vuelta
la cabeza y me mira con una sonrisa implorante. ¿Dónde estoy?
¿Qué me pasa? ¿En qué trampa he caído?
V
No sé si es por lo avanzado de la estación,
pero los días toman una coloración cada vez más grave, más sombría, más
obscura, es como si se mirara el mundo con lentes ahumados. El paisaje de tinta
pálida sugiere el fondo de un inmenso acuario. Arboles, hombres y casas se
funden en siluetas negras que ondulan como plantas submarinas en ese abismo
penumbroso.
En los alrededores del sanatorio hay un hervidero
de perros negros de todos los tamaños y formas que, a la hora del
crepúsculo, recorren caminos y senderos enfrascados en sus asuntos de perros,
muy pegados a la tierra, mudos, concentrados y atentos.
Pasan de a dos o de a tres, con el cuello
tendido y las orejas en punta, dando pequeños aullidos plañideros
que se escapan de sus gargantas y delatan una extremada agitación interior.
Absortos y apresurados, siempre en camino, siempre en tensión hacia un objetivo
incomprensible, apenas prestan atención a los que pasan. A veces, sin embargo,
en su carrera, miran de costado con sus ojos negros e inteligentes que dejan
traslucir una rabia sólo frenada por la falta de tiempo. Puede ocurrir que
cedan a su maldad y se precipiten sobre nuestras piernas, con la cabeza gacha y
un gruñido de mal augurio; pero su detención dura apenas un instante y
retoman la marcha a grandes saltos.
¿Por qué diablos no se puede acabar
con esa plaga? La dirección del sanatorio mantiene encadenado a un perro lobo,
un espantoso animal, un verdadero monstruo salvaje.
Me estremezco cuando debo pasar cerca de su
casilla y lo veo de costado, inmóvil en el extremo de su corta cadena, con sus
largos pelos erizados, sus bigotes, su pelambre y su barba, con esa poderosa
boca erizada de colmillos. No ladra jamás, pero su rostro salvaje se hace aún
más terrible a la vista, de un ser humano; sus rasgos endurecidos toman, una
indescriptible expresión de furor y, levantando su terrible hocico, lanza un
aullido convulso, sordo y ardiente que emana de lo más profundo de su odio y
transparenta desesperación e impotencia.
Mi padre pasa indiferente cerca del animal
feroz cuando salimos juntos del sanatorio. En cuanto a mí, me siento
trastornado por esa horrenda manifestación de odio impotente. La estatura de mi
padre es ahora dos cabezas más pequeña que la mía cuando,
pequeñito y delgado camina a mi lado con su trotecillo de anciano.
Cuando nos acercamos al mercado notamos un
movimiento desacostumbrado. Las calles están pobladas de verdaderas masas humanas.
Nos comunican inverosímiles noticias sobre la entrada de un ejército enemigo en
la ciudad.
En medio de la consternación general la gente
se intercambia informaciones alarmantes y contradictorias. Todo es
incomprensible. ¿Cómo es posible una guerra sin previos trámites
diplomáticos? ¿Una guerra que interrumpe una bienaventurada paz, jamás
turbada por la necesidad; una guerra contra quién y por qué? Nos explican que
esta invasión enemiga ha dado impulsos al partido de los descontentos, cuyos
miembros han salido armados a la calle y atemorizan a los pacíficos ciudadanos.
Hemos visto a un grupo de insurgentes que, vestidos con bandas blancas cruzadas
sobre el pecho, avanzaban en silencio, apuntando con sus fusiles. La multitud
retrocedía a su paso, apretujándose en las veredas, bajo el ala de sus
sombreros de copa, arrojaban miradas sombrías e irónicas en las que se
reflejaba su sentimiento de superioridad, un destello de alegría maligna y una
especie de guiño sobrador, como si contuvieran una carcajada que, de
liberarse, denunciaría toda la mistificación. Algunos de ellos eran reconocidos
por la gente, pero las exclamaciones felices que se insinuaban eran reprimidas
ante la amenaza de los fusiles. Pasaron de largo sin interpelar a nadie. De
nuevo la calle se llenó de gente inquieta, silenciosa y mohína. Un confuso
murmullo recorría la ciudad afiebrada. Parecía oírse a lo lejos un estruendo de
artillería y el rodar de arcones.
–Es absolutamente necesario que llegue al
negocio –dijo mi padre, pálido y decidido. No es necesario que tú vengas
conmigo; no harías más que incomodarme. Mejor vuelve al sanatorio.
El llamado de la cobardía hizo que le
obedeciera de inmediato. Veo aún a mi padre abrirse camino entre la multitud y
desaparecer.
Huí por callejuelas estrechas hacia la ciudad
alta, para apartarme, por ese camino escarpado, del centro bloqueado por la
multitud.
En la parte alta de la ciudad el gentío era
menos numeroso y terminó por desaparecer. Avancé tranquilamente por las calles
desiertas, en dirección al parque municipal. Los reverberos ardían con su llama
opaca y azulada, como fúnebres asfodelos. A su alrededor danzaban nubes de
saltamontes, pesados como balas de fusil, que volaban de costado con sus alas
vibrantes. Los que habían caído a tierra arrastraban torpemente por la arenisca
su lomo curvado, caparazón endurecido sobre el que trataban de replegar las
delicadas membranas de sus alas abiertas. Por los senderos y el césped algunos
transeúntes conversaban despreocupadamente. Los últimos árboles se inclinaban
sobre los patios de las casas que se apoyaban en la muralla del parque. Caminé
paralelamente a esta, tan baja que apenas me llegaba al pecho pero que, del
otro lado caía hasta el nivel de los patios traseros en escarpaduras de la
altura de un piso.
En cierto lugar, una rampa de tierra
apisonada atravesaba los patios y volvía a la muralla. Franqueé sin dificultad
una barrera y, siguiendo la dirección de ese dique estrecho que atravesaba
bloques de edificios, me encontré de nuevo en la calle. Mis cálculos, que se
apoyaban en un feliz sentido de la orientación, se revelaron exactos: me
hallaba a la altura del sanatorio, del cual ya divisaba los fondos, de indecisa
blancura, sobre un fondo de árboles obscuros. Entré como de costumbre por el
patio trasero, atravesando la puerta metálica, y de lejos vi al perro en su
puesto. Como siempre, esta visión me provocó un estremecimiento de aversión.
Quise pasar adelante de su casilla lo más rápido posible, para no oír ese
gemido de odio que salía del fondo de su ser, cuando, horrorizado y creyendo
apenas a mi ojos, le vi apartarse de su casilla y correr hacia mí para
impedirme el paso, lanzando un ladrido sordo que parecía salir de una tumba.
Retrocedí, espantado, hasta el rincón más
alejado del patio y, buscando instintivamente un reparo, me refugié bajo una
pequeña glorieta, consciente sin embargo de la vanidad de mis esfuerzos.
La peluda bestia se acercó a los saltos; su hocico apareció en la entrada y
quedé atrapado. Más muerto que vivo, observé que arrastraba detrás de él toda
su cadena y que la glorieta se hallaban fuera del alcance de sus colmillos.
Estaba aterrorizado; me sentía muy mal, incapaz de lograr ningún alivio.
Vacilante y a punto de desvanecerme, traté de mirarlo. Nunca lo había visto tan
de cerca; ahora había abierto los ojos. ¡Qué poder tienen la prevención y
la sugestión del espanto! ¡Qué enceguecimiento! Era un ser humano. Un ser
humano encadenado que, sin darme cuenta, yo había tomado por un perro.
Compréndaseme bien. Era un perro, sin duda,
pero bajo forma humana. Lo que constituye la naturaleza canina es un dato
interior que exteriormente puede revestir una envoltura tanto humana como
animal. El estaba allí, en la entrada de la glorieta, frente a mí, frunciendo
el hocico y mostrando los dientes con un terrible gruñido. Era un hombre
de talla mediana, muy moreno. En su rostro amarillento y huesudo brillaban dos
ojos negros, malvados y desgraciados. A juzgar por su obscura vestimenta, su
barba bien recortada, hubiera podido tomársele por un intelectual, un sabio:
hubiera podido ser un hermano mayor del doctor Gottard mal desarrollado. Pero
esta primera apariencia era engañosa. A poco quedaba desmentida cuando
uno observaba sus manos sucias de cola, los dos surcos profundos a cada lado de
la nariz que se perdían en su barba, las arrugas horizontales, muy vulgares,
sobre la frente estrecha. Podía ser un encuadernador, quizás un orador de
barricada y activista violento, lleno de pasiones explosivas. Y es allí
justamente, en esa dentellada de las pasiones, en ese erizamiento convulsivo,
en esa furia demente ladrando con rabia a la punta del bastón, donde era perro
ciento por ciento.
Si saltara por encima de la barrera del fondo
–me dije– estaría fuera de su alcance y podría volver por el sendero hasta la entrada
del sanatorio. Estaba a punto de pasar la barrera, pero me detuve de pronto,
sintiendo que sería demasiado cruel partir, dejándolo abandonado a su furor sin
límites. Me imaginé su terrible decepción, su dolor inhumano, si me viera salir
de la trampa y alejarme para siempre. Me quedé allí, me acerqué a él y le dije:
"Cálmese, voy a desatarlo".
Al escuchar estas palabras, su rostro
convulsionado vibrante de gruñidos, se aflojó y tranquilizó, dejando
lugar a una expresión casi completamente humana. Me acerqué a él sin temor y le
solté el collar. Ahora caminamos uno al lado del otro. El encuadernador viste
un honorable traje negro, pero está descalzo. Trato de iniciar una
conversación, pero de su boca sólo sale un tartajeo ininteligible. Sin embargo,
en sus ojos negros elocuentes, descifro un signo amistoso que me libra del
temor. A veces tropieza en un guijarro o en un terrón de tierra. Por efecto del
choque su rostro se descompone, revelando un terror próximo a estallar y,
siguiendo a este, una rabia que de un momento a otro puede hacer de ese rostro
un nudo de víboras. Entonces lo llamo al orden con una ruda advertencia
camaraderil. Llego incluso a palmearle el lomo. Y a veces se ve esbozarse en su
cara una sonrisa asombrada, sospechosa, que duda de sí misma. ¡Ah, cuánto
me pesa esta terrible amistad! ¡Cómo me espanta esta singular simpatía!
¿De qué manera podré desembarazarme de este ser que camina a mi lado y
clava en mi rostro su mirada con todo el calor de su alma canina? Sin embargo,
no dejaré traslucir mi impaciencia. Saco mi billetera y le digo, con tono
objetivo. –Sin duda usted necesita dinero; puedo prestárselo de buen grado.
Pero a la vista del dinero toma un aire tan
terriblemente salvaje que guardo rápidamente mi billetera. Durante largo rato
no consigue calmarse ni dominar sus gestos, convulsionado por un aullido. De
cualquier manera, las cosas se han embrollado y no hay salida. El resplandor de
un incendio se eleva sobre la ciudad.
Mi padre en medio de la revolución, dentro de
su negocio en llamas; el doctor Gottard fuera de mi alcance y, para colmo, la
inconcebible aparición de mi madre, de incógnito, encargada de una misteriosa
misión ... Tales son las mallas de una vasta intriga incomprensible tejida en
torno a mi persona, ¡Huir, huir de aquí! No importa adonde. Rechazar la
horrible amistad de ese encuadernador que huele a perro y que no me quita los
ojos de encima. Estamos frente a la puerta del sanatorio.
–¿Me haría usted el placer de venir a
mi pieza? –le dije con un gesto amable.
Las maneras civilizadas lo fascinan y
adormecen su salvajismo. Lo hago pasar delante y le ofrezco una silla.
–Voy a buscar cognac al comedor –le digo.
Se yergue de un salto, lleno de pavor, para
acompañarme. Lo tranquilizo con dulzura y firmeza: –Quédese aquí y espéreme
tranquilo –le digo con voz profunda y vibrante en cuyo fondo yace un miedo
secreto.
Se tranquiliza con una vaga sonrisa, salgo y
avanzo lentamente por el corredor de abajo, franqueo la puerta, cruzo el patio,
cierro detrás de mí la verja y me echo a correr hasta perder el respiro, con el
corazón latiendo apresuradamente y las sienes afiebradas, por la sombría
alameda que lleva a la estación.
En mi cabeza se apretujan las ideas, cada
cual más espantosa que la otra. La inquietud del monstruo, su pavor, su
desesperación cuando comprenda que lo he engañado, la reaparición de su
furia, su explosión de rabia invencible... El retorno de mi padre, que golpea a
la puerta sin sospechar nada y que se encuentra cara a cara con la bestia
feroz...
Es una suerte que mi padre no viva realmente
y que todo esto no pueda dañarlo, me digo con alivio.
Justamente frente a mí hay una fila de
vagones a punto de partir. Subo a uno de ellos y el tren, como si sólo esperara
mi llegada se pone en marcha suave y silenciosamente... Por la ventanilla veo
otra vez el enorme plato del horizonte que se desliza, salpicado de bosques
sombríos y sonoros, entre los cuales se distingue la mancha blancuzca del
sanatorio. ¡Adiós, padre; adiós, ciudad que no volveré a ver!
Desde entonces vivo sobre ruedas; en cierta
manera he fijado domicilio en la vía férrea, y allí se me tolera que vagabundee
entre los vagones. Los coches, grandes como habitaciones, están llenos de paja
y residuos. Las corrientes de aire los atraviesan de un extremo a otro, a lo
largo de los días descoloridos.
Mis ropas desgarradas caen hechas jirones. Me
han dado un uniforme usado de ferroviario. Tengo la cara vendada a causa de un
carrillo hinchado. Me siento sobre la paja y sueño y cuando tengo hambre
voy al corredor de los compartimientos de segunda clase y canto. Entonces
alguien arroja unas monedas en mi gorra negra de ferroviario con su visera casi
desprendida.
Soy un jubilado, en el sentido literal y
total de la palabra. Un hombre que ha llegado muy lejos en esta cualidad. Sí,
seriamente adelantado. Un jubilado de alta calidad.
Puede ser, inclusive, que haya superado en
este aspecto ciertos límites definitivos y admisibles. No quiero callarlo; al
fin y al cabo ¿qué hay de tan extraordinario en eso? ¿Por qué
abrir así los ojos y mirarme con esa estima hipócrita y esa gravedad solemne
que contienen tanto placer secreto frente al perjuicio sufrido por el prójimo?
¡Cuántos carecen del tacto más elemental! Habría que admitir tales hechos
con actitud simple, con cierta distracción, con la ligereza inherente a esos
asuntos. Hay que pasar a la orden del día como yo lo hago perezosamente,
canturreando detrás de la barba; pasar por encima de esas cosas sin preocuparse.
Es quizás eso lo que me hace sentirme inseguro de mis piernas: debo apoyar los
pies lentamente, con precaución, uno delante del otro y prestar mucha atención
a la dirección que llevo. Es tan fácil desviarse en este estado de cosas... El
lector me comprenderá si no soy muy explícito. La forma de mi existencia
depende, en alto grado, de la perspicacia de los demás y exige en este aspecto
mucha buena voluntad. Apelaré a ella más de una vez, apelaré a sus muy sutiles
matices, que sólo pueden reclamarse con una discreta guiñada, cosa
particularmente difícil para mí a causa de la rigidez de mi rostro, que ha
perdido el hábito de la mímica. Por otra parte no me impongo a nadie, me
mantengo lejos de toda inclinación a derretirme de agradecimiento ante un asilo
que me fuese concedido en lo íntimo de la perspicacia de alguien. Y es así, si
emoción, fríamente, con una completa indiferencia, que os concedo este favor.
No me gusta que, con el beneficio de la comprensión, se me presente una nota de
agradecimiento. Lo mejor es tratarme con cierta liviandad, con una sana falta
de respeto, con buen humor y camaradería. A este respecto, mis colegas de la
oficina, bonachones y simples de espíritu, mis colegas más jóvenes en la
jerarquía, han encontrado el tono conveniente.
A veces, guiado por el hábito, visito todavía
la oficina, a principios de mes, y me detengo silenciosamente en la balaustrada
esperando que me vean. Entonces tiene lugar la siguiente escena: en un momento
dado el jefe de la oficina, el señor Kawalkiewicz, deja a un lado su
lapicera, guiña un ojo a sus empleados y dice de pronto, mirando al
vacío como si no me viera y llevándose la mano a la oreja: "Si mi oído no
me engaña, ¿es usted, señor consejero, la persona que se
halla aquí, entre nosotros, en algún lugar de la oficina?" Cuando habla
así, sus ojos en el vacío, por encima de mí, parecen atacados de estrabismo, y
su rostro sonríe graciosamente.
–He oído una voz en los espacios
interplanetarios y en seguida me he dicho que debía ser la de nuestro querido
señor consejero –grita muy fuerte, tenso, como si se dirigiera a alguien
muy lejano–. Señor, haga usted una señal cualquiera, mueva un
poquito el aire, allí donde se halle.
–Bromee usted cuanto quiera, señor
Kawalkiewicz –le digo en voz baja, mirándolo fijamente en los ojos– pero he
venido a cobrar mi pensión.
–¿Su pensión? –grita el señor
Kawalkiewicz mirando el aire con ojos desviados– ¿Usted ha dicho su
pensión? Usted bromea, querido señor consejero. Hace tiempo que ha sido
borrado de la lista de jubilados. ¿Durante cuánto tiempo más cree usted
que va a cobrar esa pensión, estimado señor?
Así bromean conmigo: de una manera cálida,
vivificante, humana. Esta jovialidad juguetona, esta manera de tomarme del
brazo sin ceremonias, me causan un extraño alivio. Salgo de allí
reconfortado y más alerta, y me apresuro a volver a casa, para aportar a mi
vivienda algo de ese agradable calor íntimo que está a punto de volatilizarse.
Por el contrario, otras personas...
¡Esa pregunta insistente, jamás formulada, que leo continuamente en sus
ojos! Imposible resistirse. Admitamos que sea así... ¿Por qué, de
pronto, esas caras alargadas, solemnes, ese silencio que parece en cierta
manera retroceder, a fuerza de respeto, esa circunspección temerosa? Para no
chocarme con ninguna palabra, para callar con delicadeza mi condición...
¡Ah, cómo conozco ese juego! No es otra cosa que una forma sibarítica de
sentirse cómodos, de deleitarse con la suerte de ser otro, de protegerse de una
situación como la mía, encerrándose violentamente en su fuero interno, pero
siempre ocultándolo hipócritamente. Se cambian miradas expresivas y se callan,
permitiendo a su complicidad ramificarse en el silencio. ¡Mi condición!
puede ser que no sea normal. Debe de albergar algún defecto, insignificante,
pero de naturaleza esencial. ¡Dios mío! ¿Y entonces? No es una
razón suficiente para ese deseo que experimentan, rápido y temeroso, de hacerme
concesiones. A veces siento tentación de estallar de risa cuando veo esa
comprensión que súbitamente se cambia en seriedad, esa aprobación solícita con
la que, por así decirlo, dejan lugar a mi condición. Como si ese fuera un
argumento irresistible, supremo, un argumento sin réplica. ¿Por qué
insisten tanto sobre este punto, por qué es de capital importancia para ellos y
por qué, comprobándolo, sienten esa profunda satisfacción que ocultan bajo la
máscara de una devoción exasperada?
Admitamos que yo sea, si así puede decirse,
un liviano pasajero; en efecto, de peso desmesuradamente liviano; admitamos que
ciertas preguntas me causan embarazo, por ejemplo: qué edad tengo, cuál es el
día de mi cumpleaños, etcétera. ¿Es esa una suficiente razón para
repetirlas sin cesar, como si con ellas se agotara la cuestión? No es que se
sienta vergüenza de mi condición. Nada de eso. Pero no soporto su exageración,
el alcance gigantesco que le dan ciertas cosas y toda esa deformación que, en
realidad, no es más gruesa que un cabello. Me causan risa con su falso porte
teatral, ese pathos solemne montado en torno de mi caso, ese momento, envuelto
de un túnica trágica de pompas fúnebres. Mientras que, en realidad... Nada más
privado que pathos, nada más natural, nada más banal en el mundo. Liviandad,
independencia, irresponsabilidad... Y musicalidad, una extrema musicalidad de
los miembros, si así puedo expresarme. No puedo pasar cerca de un organillo sin
ponerme a bailar. No de alegría, sino por que me da lo mismo y la melodía tiene
su propia voluntad, su ritmo porfiado. Entonces cedo a ella: "Mi
pequeña margarita, oh tesoro de mi alma..." Uno es tan frívolo, tan
poco refractario, que no puede resistirse; y por otra parte, ¿por qué
oponerse a una proposición tan tentadora y sin compromiso, tan desprovista de
pretensiones? Así pues, bailo o más bien doy unos pasitos siguiendo el ritmo de
la canción; con el trotecito de los jubilados, dando saltitos de tanto en
tanto. Por otra parte, son pocos los que pueden notarlo; cada uno se halla
ocupado de sí mismo en esa carrera que es la jornada cotidiana. Sin embargo
quisiera advertir aquí al lector que no se forje una muy alta opinión sobre mi
condición, les pongo en guardia, empeñosamente, contra cualquier
sobrestimación, o subestimación. Sobre todo, nada de romanticismo. Es una
situación como cualquier otra y está signada tanto por la comprensión más natural
como por la banalidad. Todo aspecto paradojal desaparece una vez que se ha
pasado de este otro lado del problema. Una gran desilusión: es así como se
podría llamar a mi condición; libre de toda carga, danzarina liviandad, vacío,
irresponsabilidad, nivelación de las diferencias, relajamiento de todos los
lazos, blanda distensión de todas las fronteras. Nada me retiene, nadie me
mantiene cautivo; una falta de resistencia, una libertad sin límites. Una
indiferencia singular, con la que me deslizo, ligero, a través de todas las
dimensiones de la existencia. Eso debiera ser más bien agradable, pero
¿acaso sé si lo es? Ese estado sin fondo, esa ciudadanía oblicua, esa
falta de preocupación y de interés por las cosas, esa falta de peso... No puedo
quejarme. Existe una expresión: no poder calentar ninguna silla. Y bien: yo
hace tiempo que no caliento ninguna silla.
Cuando desde la ventana de mi pieza contemplo
la ciudad, los techos, los muros y las chimeneas bañados en luz grisácea
de un amanecer otoñal, todo ese paisaje hormigueante de construcciones,
visto a vuelo de pájaro y apenas desembarazado de la noche, cuando el día
despunta de su palidez hacia los amarillos horizontes, lacerado en estrías
luminosas por las tijeras negras y ondulantes del graznido de las cornejas,
entonces lo siento: allí está la vida. En cuanto a los demás, cada uno de ellos
está sumido en sí mismo y en algún día en el que despierta, en alguna hora que
le pertenece, o solamente en algún instante. Allá, en alguna parte, en la
cocina a media luz, el café hierve: la cocinera ha salido, el reflejo turbio de
la lámpara danza en el suelo. El tiempo, engañado por el silencio,
reflota por un instante y luego retrocede. Durante esos instantes marginales la
noche vuelve a crecer bajo la piel ondulante del gato. Sofía, en el primer
piso, bosteza largamente y se despereza antes de abrir la ventana para empezar
la limpieza. Ha dormido hasta quedar satisfecha, roncando a más no poder; se
arrastra perezosamente hasta la ventana, la abre, y penetra lentamente en la
masa grisácea del día, opaca y humeante. La muchacha hunde sus manos con
reticencia en la ropa de cama, todavía caliente e hinchada por la levadura del
sueño. Por fin, con un último estremecimiento –los ojos llenos de noche–
sacude en la ventana el copioso edredón y el vello de las plumas vuela y cae
sobre la ciudad en pequeñas estrellas, suerte de semillas perezosas de
las ensoñaciones nocturnas.
Entonces sueño que me transformo en
repartidor de pan o en obrero de la compañía de electricidad o en cajero
del Seguro Social. O incluso en un simple deshollinador. Por la mañana,
casi al alba, uno entra por una puerta cochera apenas entreabierta y, a la luz
de la lamparita del portero, llevándose dos dedos a la gorra y con una broma
siempre a flor de labios, entra en el laberinto edificado para sólo abandonarlo
por la tarde, quizás en el otro extremo de la ciudad. Pasar todo el día de un
alojamiento a otro, mantener una única conversación embrollada, infinita,
distribuida en porciones entre los inquilinos; preguntar una cosa en un
departamento y recibir la respuesta en el siguiente, decir una chuscada en
cierto lugar y recoger largo rato después, en otro sitio, los frutos de la
risa. Filtrarse por puertas a punto de cerrarse, deslizarse por estrechos corredores,
por dormitorios ahogados por los muebles, volcar tazas de noche, chocar con
crujientes cunas en las que lloran bebés, agacharse a recoger los chupetes que
estos han dejado caer. Permanecer más de lo necesario en las cocinas y
antecámaras, dominio de atareadas sirvientas. Las muchachas están apuradas,
alertas, extendiendo sus jóvenes piernas, arquean el empeine del pie, juegan
con sus brillantes zapatos ordinarios o castigan el piso con sus fatigadas
pantuflas.
Tales son mis sueños en esas horas
irresponsables. No reniego de ellos, aunque advierta su falta de sentido. Todo
el mundo debiera conocer los límites de su condición y saber lo que le
conviene.
Para nosotros los jubilados, el otoño
es, en general, una estación peligrosa. Todo aquel que sepa con qué dificultad
se llega, en nuestra situación, a cierta estabilidad; y cuan difícil es evitar
la dispersión, evitar de soltarnos de nuestras propias manos, comprenderá que
el otoño, con sus borrascas, sus conmociones y confusiones atmosféricas,
no es favorable para nuestra existencia, ya de por sí tan amenazada.
Sin embargo hay en otoño otros días,
días llenos de paz y de ensueño, que son clementes para nosotros. A
veces llegan esos días sin sol, tibios, brumosos, todos de ámbar entre sus
aristas lejanas. En los intersticios que se abren entre las casas, de pronto se
descubre una vista en profundidad que da sobre un jirón de cielo en bajante,
siempre más bajo, que llega a ese tinte amarillento –último y blanduzco–de los
horizontes más lejanos. En esas perspectivas que se abren hacia el fin del día,
la vista se pasea como en el interior de los archivos de un calendario. Como en
un corte transversal, percibe la estratificación de los días, los registros
infinitos del tiempo que arrojan sus renglones sobre la amarilla y clara
eternidad. Todo eso se estaciona y se ordena en las formaciones salvajes y
perdidas del cielo, en tanto permanecen en primer plano el día actual y el
instante presente; y es raro ver a alguien levantar la cabeza hacia esos
remotos regalos de un calendario ilusorio. Por el contrario, apresurados y
mirando al suelo, evitan encontrarse y la calle está cubierta de los trazos que
dibujan sus itinerarios, sus encuentros y desencuentros. Pero en esos huecos de
las casas, por donde la vista vuela hacia la ciudad baja y sobre todo hacia ese
panorama arquitectónico iluminado por detrás por una línea luminosa que se
pierde en los extremos desvanecidos, hay una interrupción y una pausa en ese
tumulto. Allá, sobre la pequeña playa, los obreros parten y asierran
madera para la escuela comunal. Formando cuadros o cubos, se amontonan allí
quintales de madera sana, gruesa, que se deshacen lentamente en leños
bajo la acción de las sierras y las hachas. ¡Ah esa madera que espera ser
cortada, esa materia de lo real, confiada, buena, valiosa, leal de parte a
parte, encarnación de la honestidad y de la prosa de nuestra vida! Por más que
se ahonde en los intersticios de su médula, no se ha de encontrar algo que ya
no haya revelado en su superficie, simplemente y sin restricciones, la
superficie siempre igual en su sonrisa y clara, con esa claridad cálida y firme
que guarda su pulpa fibrosa, tejida a semejanza del cuerpo humano. En cada
nueva rotura de un leño partido aparece un nuevo rostro, que sin embargo
es siempre el mismo, sonriente y dorado. ¡Carnación asombrosa de la
madera, cálida sin exaltación, sana hasta el fondo, olorosa y agradable!
¡Están cortando madera! Es una
verdadera actividad sacramental, llena de severidad y de simbolismo. Podría
quedarme allí horas enteras, en ese radiante boquete tallado en el fondo de una
tarde, y contemplar esas sierras que actúan melodiosamente, ese trabajo regular
de las hachas. Existe aquí una tradición tan antigua como el hombre. En esa
brecha del día, en esa escapada del tiempo abierta sobre una eternidad amarilla
y mustia, se cortan quintales y quintales de madera de haya desde los tiempos
de Noé. Los mismos gestos patriarcales y eternos, los mismos impulsos, las
mismas posturas. Están allí, hundidos hasta el cuello en ese armazón dorado;
penetran en él, lentamente, con sus sierras y sus hachas, cada vez más
profundamente en la masa uniforme. Y a cada golpe un reflejo les ilumina loa
ojos, como si buscaran algo en la médula de la madera, como si esperaran llegar
a una salamandra de oro, a un pequeño ser ondeante y chillón que escapa
constantemente hacia el fondo de la médula. No; simplemente llenar los
depósitos para el invierno, acumular un sólido porvenir cortado en trozos
idénticos.
Unas semanas más y habrá pasado el período
crítico, durante el cual habrá de seguirse con el mismo ritmo, para enfrentar
las heladas matinales y el invierno. Adoro tanto la apertura del invierno en
que la nieve está ausente, pero el aire toma el aroma de los grandes fríos y de
las humaredas. Recuerdo esas tardes dominicales, en el otoño tardío.
Imaginemos que ha llovido durante la semana y que, impregnada de agua, la
tierra comienza por fin a secarse y en su superficie toma un color mate,
exhalando un frío sano y vigoroso. El cielo de la semana, con su capa de nubes
en harapos, se encuentra raído, como el lodo, sobre una pendiente de la bóveda
celeste, por la que se extiende en montoncitos obscuros, arrugado y deslucido.
Luego, desde el poniente, entran lentamente los colores sanos, preñados
de verdor, coloreando el nuboso paisaje. Y mientras el cielo se purga por el
oeste y segrega una claridad transparente, llegan las sirvientas endomingadas,
en grupos de tres o de cuatro, tomadas de la mano, y cruzan la calle vacía y
limpia, con toda su limpieza dominical, la calle que se reseca entre las
casitas coloreadas del suburbio, en esa tonalidad amarga del aire que enrojece
antes del crepúsculo. Allá van, tostadas, los rostros rozagantes, con paso
elástico calzadas con nuevos y estrechos zapatos. ¡Oh amable y conmovedor
recuerdo extraído del fondo de la memoria!
En los últimos tiempos iba casi todos los
días a la oficina. Puede ocurrir que alguien se enferme y me permitan
reemplazarlo en el trabajo. A veces alguien tiene que hacer una diligencia
urgente y necesita ser sustituido. Desgraciadamente, esta no puede ser una
ocupación regular, pero es agradable, aunque sea por unas horas, sentarse en
una silla con almohadón, tener a mano las reglas, los lápices y las plumas. Es
agradable, sí, ser empujado o zamarreado con camaradería por uno de los
colaboradores. Cuando alguien se dirige a uno le dice un chiste, hace una
broma, y uno se siente rejuvenecer por un instante. Os asís a algo, y vuestra
existencia vagabunda, vuestra hada, se aferran a lo vivo, a lo cálido. Ese otro
que se va no siente mi peso, no se da cuenta que voy montado sobre él, que por
un instante soy un parásito suyo...
Si hace buen tiempo suelo sentarme en el
banco de la plazoleta frente a la escuela primaria. De la calle vecina viene el
ruido del hacha; están cortando leña. Las jóvenes y las sirvientas
vuelven del mercado. Algunas de ellas, cuando pasan, miran amenazantes, bajo
sus severas pestañas de impecable diseño. Esbeltas y graves,
andan como ángeles hembras con sus canastas llenas de legumbres y carne. A
veces se detienen frente a las tiendas y se miran en las vidrieras. Y retoman
la marcha, arrojando miradas arrogantes hacia atrás o inspeccionando la punta
de sus zapatos. A las diez sale a la puerta el portero de la escuela y su
campana alborotadora llena de tumulto a la calle. Entonces el interior de la
escuela parece inflarse repentinamente en una violenta batahola que amenaza con
demoler el edificio. Los chicos andrajosos salen como prófugos. Vuelan,
vocingleros, por encima de los escalones de piedra para entregarse, cuando
recobran del todo su libertad, alocados saltos y locas empresas, improvisadas a
ciegas entre dos guiños. A veces, en esas carreras desbocadas llegan
hasta mi banco; al pasar con la velocidad del rayo me arrojan incomprensibles
injurias. Los rostros parecen salírseles de quicio bajo la acción de las
violentas muecas que me dirigen. Como un tropel de monos que comentaran,
parodiándolas, sus payasescas proezas, la banda pasa frente a mí y huye
gesticulando, en medio de un estrépito infernal. Veo entonces sus naricitas
respingadas, apenas esbozadas, incapaces de retener los mocos, sus bocas
desgarradas por los gritos y cubiertas de pústulas, sus puños cerrados.
También puede suceder que se detengan a mi lado y, cosa curiosa, me miren como
si tuviese su edad. Desde hace tiempo mi estatura disminuye; mi rostro flojo y
blando ha tomado el aspecto de un rostro infantil. Me siento algo incómodo
cuando me tocan sin ceremonias. Cuando por primera vez uno de ellos me golpeó
traidoramente en el pecho caí bajo el banco. Pero no me sentí ofendido. Me
sacaron de allí beatíficamente turbado y encantado de haber recibido un
tratamiento tan fresco y vivificante. El hecho de que no me sintiera ofendido,
fuera cual fuera la violencia de sus impetuosas costumbres, me valió, de parte
de ellos, una progresiva simpatía y una creciente popularidad. Es fácil
adivinar que, a partir de entonces, mis bolsillos se han ido llenando de
botones, guijarros, carteles, pedazos de caucho. Esto facilita enormemente el
intercambio de opiniones y constituye un puente natural cuando se trata de
establecer nuevas amistades. Además, atraídos por problemas objetivos, los
niños me prestan menos atención. La seducción que ejerce el arsenal
salido de mis bolsillos me libra de que su curiosidad y su indiscreción se haga
demasiado insistentes respecto de mi persona.
Finalmente he decidido llevar a la práctica
una idea que me frecuentaba obstinadamente desde hacía un tiempo. Era un día
sin viento, dulce, cargado de sueños, uno de esos días del fin del
otoño en que el año, que ha agotado todo su colorido y todos los
matices de la estación, parece volver a los registros primaverales. El cielo
sin sol se ordena en estrías y capas tranquilas de cardenillo, de cobalto, de
verdes claros, rodeados en los mismos bordes por una blancura limpia como el
agua. Un color de abril, inexpresable y olvidado desde hace mucho tiempo. Me
puse mis mejores ropas y salí, no sin cierta angustia. Caminaba rápidamente,
sin obstáculos, en el aire calmo del día, sin apartarme para nada de la línea
recta. Ya sin aliento llegué a los escalones de piedra. ¡Alea jacta est!, me dije al golpear a la puerta del director
de la escuela. Allí me detuve, con actitud modesta, frente al escritorio del
director, tal como convenía a mi nuevo papel. Estaba un poco turbado.
El señor Director abrió una caja de
tapa vidriada y sacó de ella un saltamontes atravesado por un alfiler que
acercó a sus ojos oblicuamente, a contraluz. Tenía los dedos sucios de tinta,
las uñas cortas y bien recortadas. Me miraba por encima de sus anteojos.
–¿El señor Consejero quiere
anotarse en el séptimo grado? –dijo–. Es muy loable y digno de estima.
Comprendo. Usted desea, señor Consejero, reconstruir su educación a partir de la base, de los fundamentos.
Siempre lo repito: la gramática y las tablas de multiplicar son las bases de la
instrucción. Por supuesto, no podemos tratar al señor Consejero como a
un alumno sujeto a la disciplina escolar, sino más bien como a un alumno
extraordinario, un veterano del abecé, por así decir, que al cabo de una vida
errante, navega, en cierta manera, hacia el banco escolar, que dirige su nave
desamparada hacia ese puerto, si así puedo expresarme. Sí, sí, señor
Consejero, no son muchos los que dan muestras de semejante agradecimiento hacia
nosotros, de semejante reconocimiento de nuestros méritos; aquellos que, al
cabo de largos años de trabajo y de penas, vuelven a nosotros y aquí se
quedan para siempre, voluntarios vitalicios de la repetición de las clases. El
señor Consejero gozará entre nosotros de derechos excepcionales. Siempre
he dicho...
–Dispénseme usted –lo interrumpí–, pera
quisiera hacer notar que, en cuanto a los derechos excepcionales, renuncio a
ellos por completo... No busco privilegios, al contrario... No quisiera
diferenciarme en nada de los otros; aspiro más bien a asimilarme lo mejor
posible y a desaparecer en la masa gris de la clase. Toda mi iniciativa
fracasaría si fuera, en relación con los demás, un privilegiado en cualquier
aspecto. Incluso si se trata del castigo corporal –dije, levantando un dedo–,
cuyo efecto saludable y moralizante reconozco por entero, estipulo claramente
que ninguna excepción debe interponerse en mi favor. –Es muy loable, muy
"pedagógico" –dijo el señor Director, aprobando mis palabras.
Y agregó– después de todo eso creo en efecto que su educación, luego de su
prolongado desempleo, deja ya aparecer algunas lagunas. A este respecto
habitualmente somos víctimas de ilusiones exageradamente optimistas que son
fáciles de disipar. Por ejemplo, ¿recuerda usted todavía cuánto es cinco
por siete?
–¿Cinco por siete? –repetí turbado,
sintiendo como mi turbación llegaba a mi corazón como una ola caliente y
beatífica, velando con su bruma la claridad de mis pensamientos. Deslumbrado por
mi propia ignorancia como por una revelación, maravillado de volver realmente a
la negligencia infantil, comencé a tartamudear y a repetir: cinco por siete,
cinco por siete.
– Y bien ya ve usted –dijo el Director– ya
era hora de que se reinscribiera en la escuela.
Y, tomándome de la mano, me condujo al aula.
De nuevo, como hacía cincuenta años,
me encontré en medio de ese murmullo, en esa sala hirviente y obscurecida por
el hormigueo de las cabezas en movimiento. Allí estaba yo, menudito, sin soltar
los faldones del señor Director, mientras que cincuenta pares de ojos
infantiles me contemplaban con la indiferente y cruel objetividad de animalitos
que miran a un individuo de su propia raza. Desde varias direcciones partían
hacia mí muecas, exhibían actitudes de rápida y corriente hostilidad, me
sacaban la lengua. Yo no reaccionaba ante tales provocaciones,
constreñido por la buena educación recibida a través del tiempo.
Consultando esos rostros inquietos, con sus muecas impotentes, recordaba la
misma situación cincuenta años atrás. Estaba al lado de mi madre,
mientras ella acordaba un trato con la maestra. Ahora, en lugar de mi madre,
era el señor Director quien murmuraba algo al oído del profesor el cual
meneaba la cabeza y me miraba atentamente.
–Es un huerfanito –dijo por fin a los
alumnos–, no tiene padre ni madre. No lo molestéis demasiado.
Las lágrimas me acudían a los ojos al
escuchar esta introducción, verdaderas lágrimas de ternura. El señor
Director, emocionado él también, me empujó hacia el primer banco.
A partir de entonces empezó para mí una nueva
vida. Inmediatamente la escuela me invadió por entero. Nunca, en otro tiempo,
me sentí tan absorbido por mil asuntos, intrigas y pretensiones. Mi vida estaba
completamente ocupada. Sobre mi cabeza se cruzaban mil intereses de toda clase.
Recibía señales, telegramas, me hacían signos de complicidad, me
chistaban, me guiñaban los ojos, de mil maneras me recordaban todas las
obligaciones que había suscripto. Me consumía esperando el fin de la lección,
durante la cual, por innata decencia, soportaba con estoicismo todos los
ataques, para no perder una sola palabra de las enseñanzas del profesor.
Pero cuando sonaba la campana, una banda chillona se echaba sobre mí, me
asaltaba con un ímpetu elemental, despedazándome casi. Los que llegaban por
detrás, atravesando las filas de bancos, haciendo resonar los pupitres bajo sus
pies, saltaban por encima de mi cabeza dando vueltas de carnero. Cada uno
aullaba sus querellas en mis oídos. Yo era el centro de todos los intereses;
las más serias transacciones, los asuntos más embrollados y escabrosos no
tenían curso sin mi participación. En la calle caminaba rodeado por una chusma
gritona que gesticulaba con vehemencia. Los perros nos acompañaban,
guardando cierta distancia, con la cola erguida. Los gatos saltaban por los
techos cuando nos acercábamos y los chicos solitarios que encontrábamos en el
camino se tapaban la cara con los brazos, con pasivo fatalismo, esperando lo
peor.
La enseñanza que recibía no había
perdido para mí nada de su encanto y novedad. Por ejemplo, el arte de
deletrear. El profesor apelaba simplemente a nuestra ignorancia, sabía hacerla
resaltar con mucha habilidad y astucia, arribaba a esa tabla rasa en que se
apoya todo el arte de la enseñanza. Y una vez que, de esta manera, había
arrancado de nosotros, anulándolos, todos los prejuicios y hábitos, comenzaba
su enseñanza desde lo más bajo. Con fatiga y esfuerzo dejábamos oír
melodiosamente las sonoras sílabas, respirando por la nariz en los intervalos,
siguiendo con el dedo las líneas del libro. Mi manual tenía las mismas marcas
de dedos, más obscuras en los puntos difíciles, que los de mis
compañeros.
Una vez, no recuerdo con qué motivo, el
señor Director vino a nuestra clase y, en medio del súbito silencio
provocado por su entrada, señaló con el dedo a tres de nosotros, uno de
los cuales era yo. Debimos seguirlo de inmediato a su despacho. Sabíamos lo que
eso significaba, y mis dos cómplices se pusieron de antemano a llorar como
terneros. Yo contemplaba con indiferencia su tardío arrepentimiento, sus caras
deformadas por el llanto como si, con las primeras lágrimas desaparecieran de
ellas los rasgos de su máscara humana y apareciera, desnuda, la pulpa informe
de la carne en lágrimas... En cuanto a mí, me sentía tranquilo, me dejaba
llevar por el curso de los hechos, con esa determinación de los caracteres
morales, inflamado de justicia. Estaba dispuesto a sufrir con estoicismo, las
consecuencia de mis actos. Esta forma de carácter, que se manifestaba como una
actitud endurecida, disgustó al señor Director cuando los tres culpables
nos hallamos frente a él. El señor Profesor asistía a la escena con su
varilla en la mano. Con indiferencia me solté el cinturón, y al ver esto el
Director exclamó: "¡Qué vergüenza! ¿Cómo es posible, a su
edad?" Y mirando escandalizado al Profesor: "Un extraño exceso
de la naturaleza" –agregó, con una mueca descorazonada. Luego despachó a
los chicos y me espetó un largo y severo sermón, lleno de despecho y
desaprobación. Pero yo no lo comprendía. Me mordía las uñas y miraba con
apatía hacia adelante, para terminar diciendo: "Señor Profesor, fue
Wacek quien escupió en el panecillo del señor Profesor". Me había
transformado realmente en un niño.
Para los cursos de gimnasia y dibujo íbamos a
otra escuela, cuyas salas estaban adaptadas para esas disciplinas y contaban
con aparatos especiales. Íbamos en filas de a dos, parloteando
encarnizadamente, introduciendo en cada calle en que entrábamos el súbito
tumulto de nuestras voces de soprano.
Esta escuela era una gran construcción de
madera, una sala de teatro reformada, vieja y con muchos anexos. La sala de
abajo parecía un inmenso establecimiento de baños. Bajo el techo,
sostenido por columnas de madera, corría en círculo una galería que tomábamos
inmediatamente por asalto, y a la que subíamos por una escalera que zumbaba y
resonaba bajo nuestros pies como una tormenta. Muchos recintos laterales se
prestaban maravillosamente para jugar a las escondidas. El profesor de dibujo
nunca veía y nosotros nos refocilábamos desmesuradamente. A veces el director
de la escuela entraba en la sala, mandaba a un rincón a los más barulleros,
retorcía las orejas a algunos otros entre los más salvajes; pero apenas se
había vuelto para ir hacia la puerta, la algazara recomenzaba a sus espaldas.
No oíamos la campana que anunciaba el fin de la clase. Afuera transcurría la
tarde otoñal, corta y coloreada. Algunas madres venían a recoger a sus
hijos y se los llevaban, rezongándoles y dándoles coscorrones. Pero para los
demás, privados de tan tierna asistencia familiar, la cosa no había finalizado.
Ya tarde, con el crepúsculo, el portero debía cerrar la escuela y nos echaba de
allí.
Por la mañana, a la hora en que íbamos
a la escuela, aún reinaba la obscuridad; la ciudad permanecía hundida en un
sueño de sordos. Avanzábamos a tientas, con las manos extendidas,
haciendo crujir bajo nuestros pies las hojas secas que ocupaban las calles en
grandes montones. Para no extraviarnos marchábamos pegados a las paredes. A veces,
en un hueco, palpábamos el rostro de un niño que venía en dirección
opuesta, ¡cuántas risas, adivinanzas, sorpresas! Algunos llevaban velitas
de sebo encendidas y la ciudad parecía recorrida por peregrinaciones de
luciérnagas que volaban bajo en un tembloroso zig zag, que se encontraban y
detenían para iluminar aquí un árbol, allá un círculo de tierra o un montículo
de hojas secas en que se podía encontrar castañas. Pero ya en ciertas
casas se encendían las primeras lámparas; una luz vacilante, crecida
desmesuradamente, se vertía a través de los vidrios de las ventanas en la noche
urbana, para depositarse formando grandes figuras sobre la plaza, el
ayuntamiento, las fachadas ciegas de los edificios. Y si alguien, con una
lámpara en la mano, va de una pieza a otra, esos inmensos rectángulos de luz,
por fuera, semejan las páginas de un libro enorme y la encrucijada parece
pasearse con todos sus adoquines y el emplazamiento de las sombras y de las
casas se desplaza como en los movimientos de un inmenso juego de cartas.
Por fin llegamos a la escuela. Las
luciérnagas se apagan, la obscuridad nos invade, y vamos a ciegas hasta
nuestros bancos. Luego venía el instructor, colocaba un cabo de vela en una
botella y comenzaba su aburridora interrogación sobre el vocabulario o las
declinaciones. Como la luz era escasa, la enseñanza era puramente oral y
basada en la memoria. Mientras uno de nosotros recitaba con voz monótona, los
otros intercambiábamos muecas o mirábamos las flechas doradas y los zigzags
enmarañados que surgían de la vela, que crujía como paja frente a
nuestros ojos entrecerrados. El profesor vertía tinta en los tinteros,
bostezaba, contemplaba la noche negra por la ventana baja. Debajo de los bancos
reinaba una profunda negrura, en la que nos hundíamos reventando de risa y
avanzando a cuatro patas, olfateando como animales; y allí, en la obscuridad,
en voz baja, hacíamos nuestras habituales transacciones. Nunca olvidaré esas
horas bienaventuradas en la escuela, mientras que detrás de los vidrios se preparaba
lentamente el amanecer.
Así llegó por fin la época de los vientos de
otoño. Ese día, ya desde la mañana, el cielo se puso amarillo,
moldeado por las líneas grises y borrosas de paisajes imaginarios, de grandes
desiertos nubosos que se retraían detrás de pequeños corredores hechos
de colinas y pliegues que se achicaban en perspectiva. O se hacían más gruesos,
para adelgazarse luego, a lo lejos, hacia el este, donde de pronto se
interrumpían, como la franja ondulante de un telón que se levanta y deja ver el
plano subsiguiente, un cielo profundo, una brecha de temerosa blancura:
¡la luz pálida y espantada de lo lejano más lejano! Una luz incolora, una
claridad diluida; sobre esta luz, como sobre un asombro, se terminaban y se
cerraba el horizonte. Y, como en los grabados de Rembrandt, se veían en esos
días, bajo las estrías luminosas, predios lejanos de expresividad microscópica
que, nunca vistos antes, se elevaban ahora por detrás del horizonte, bajo esa
hendedura clara del cielo e inundados de luz pálida, mediúmnica y pánica, como
si surgieran de otra época y de otro tiempo, como si fueran esa tierra
prometida que se aparece por un instante a los pueblos languidecientes. En ese
paisaje en miniatura se veía con singular claridad el trazo de una vía férrea sinuosa
recorrida por un tren hinchado de humo plateado que se desvanecía en el vacío.
Luego se levantó el viento. Parecía filtrarse
por esa hendedura brillante del cielo, remolinear y extenderse sobre la ciudad.
Era todo blancura y suavidad, pero en un rapto de megalomanía se puso brutal,
violento. Amasaba, daba vuelta y torturaba al aire, desfalleciente de beatitud.
De golpe se ponía tieso en el espacio, se encabritaba, se desplegaba como las
velas de un navío o inmensas sábanas tendidas que restallaran como látigos; se
retorcía en fuertes nudos, estremecidos por la tensión, como si quisiera
apretujar todo el aire contra el vacío; pero a continuación, tirando de un
extremo de la cuerda desataba ese falso nudo y, una legua más lejos, lanzaba
con un silbido su lazo estrangulador que no cazaba ninguna presa.
¡A cuántas locuras se entregaba,
jugando con la humareda de las chimeneas! El pobre mimo no sabía cómo evitar
sus reprimendas, cómo bajar la cabeza, a derecha o a izquierda, ante sus
golpes. Así imponía su ley en la ciudad, como si ese día quisiera, de una vez
por todas, dar un ejemplo memorable de su arbitrariedad ilimitada.
Desde la mañana yo tenía el
presentimiento de una desgracia. Con gran dificultad atravesaba la borrasca. En
las esquinas, en las encrucijadas de las corrientes de aire, mis
compañeritos me sostenían por los faldones. Avanzaba así por las calles
y todo andaba bien. Después fuimos al curso de gimnasia en la otra escuela. En
el camino compramos barquillos. La larga y doble serpiente de los alumnos
avanzaba chillando generosamente y entraba ya por la puerta cochera. Un
instante más y estaría a salvo, en lugar seguro, tranquilo hasta la noche. En
caso de necesidad podría, inclusive, pasar la noche en la sala de gimnasia.
Algunos fieles compañeros me acompañarían. La mala suerte había
querido que Wacek tuviera ese día un nuevo trompo y que lo arrojara con ímpetu
sobre el umbral de la puerta de la escuela. El trompo ronroneaba; hubo una
aglomeración cerca de la entrada y fui empujado a un costado de la puerta.
Entonces me atrapó un torbellino. "¡Socorro, queridos
compañeros!" –grité mientras me sentía elevado por los aires.
Alcancé a ver sus manos levantadas, sus bocas abiertas que gritaban. Luego di
un salto incontenible y partí volando, en una soberbia línea ascendente. Ahora
planeaba por encima de los techos. Volaba sin aliento, veía con los ojos de la
imaginación a mis camaradas que levantaban la mano en la clase, agitando los
dedos y gritándole al instructor: "Señor Profesor, se lo llevó a Szmcio".
El señor Profesor miró a través de sus
lentes. Se acercó calmosamente a la ventana. Contempló el horizonte
protegiéndose del sol con la mano. Pero no alcanzó a verme. Su rostro,
iluminado por los reflejos de un cielo feroz, se puso apergaminado. "Hay
que borrarlo del registro" –dijo en actitud severa, y se acercó a la mesa.
Pero ya me sentía llevado más arriba y cada vez más arriba, hacia los espacios
amarillos, inexplorados, otoñales.
Es bien sabido que, en medio de una serie de
años normales, ordinarios, ese viejo maniático que es el Tiempo, gusta a
veces engendrar otros, extraños y desnaturalizados, a los cuales se
agrega –como un sexto dedo de una mano– un décimo tercer mes falso.
Nosotros lo llamamos falso porque raramente
llega a la madurez. Como un hijo de la vejez, queda retardado, esmirriado. Es
un mes giboso, un retoño a medias marchitado, más conjetural que real.
Habrá que echar la culpa de esto a la
incontinencia senil del verano, a su vitalidad tardía y libidinosa. Ocurre a
menudo que, transcurrido el mes de agosto, el tronco ensanchado del verano
continúa por inercia produciendo frutos, segregando desde el fondo de su
carcoma días parásitos, días cizaña, estériles y estúpidos, que nos
arroja gratis, días suplementarios, vacíos y coriáceos, flacos, aturdidos,
inútiles.
Crecen irregulares, desiguales, informes y
pegados entre ellos, como los dedos de una mano contrahecha, granulosos y
aplastados como higos.
Algunos han comparado esos días a los textos
apócrifos interpolados subrepticiamente entre los capítulos del gran libro de
las estaciones, en los palimpsestos introducidos secretamente entre sus páginas
o incluso a esas hojas blancas, impolutas, que no han sido injuriadas por la
tinta de imprenta, en las que los ojos fatigados por la lectura y saturados de
sueño pueden dejar escurrir su exceso de imágenes y apagarse lentamente
–los colores son cada vez más inconsistentes– para, una vez repuestos de su
insignificancia, abordar los laberintos de nuevas aventuras y de nuevos
capítulos.
¡Ah esa vieja novela amarillenta del
año, ese gran libro del calendario que se va, despaciosamente, en
pedazos! Reposa olvidado en algún lugar, en los archivos del tiempo, mientras
que su contenido no cesa de inflarse hasta
hacer saltar la encuadernación,
irrigado por la cháchara continua de los meses, la proliferación prodigiosa de
los embustes, las chocheces y los sueños. Y acaso ¿mientras
transcribo estos relatos, mientras ordeno estas historias cuyo héroe es mi padre
en el margen roído del texto, no acaricio la esperanza secreta de verlos
integrarse un día, imperceptiblemente, a las páginas amarillentas de ese libro
de libros que poco a poco se disloca, verlos participar en el gran murmullo de
sus páginas que habrá de devorarlos?
Los hechos que voy a relatar acaecieron en
ese décimo tercer mes en cierta manera supererogatorio y postizo sobre la
docena de páginas y citas de la gran crónica del calendario.
En esa época, las mañanas eran
extrañamente ácidas y refrescantes. Por el ritmo frío y repentino y como
amortiguado del tiempo, por cierto olor nuevo del aire, por una consistencia
particular de la luz, se veía bien que habíamos entrado en una nueva serie de
días, en una nueva época del Año del Señor.
Bajo esos nuevos cielos la voz tenía
resonancias friables y musicales, como si resonara en un aposento nuevo, aún
vacío de muebles, rozando los barnices, la pintura, las cosas apenas iniciadas
y sin experimentar. Ensayamos el eco con una extremada emoción. Lo hacemos con
cierta ansiedad, de la misma manera que, en vísperas de un gran viaje, partimos
el pan del desayuno.
Mi padre se hallaba de nuevo detrás del
mostrador, en un pequeño reducto abovedado, de paredes cubiertas de
celdas, como una colmena de registros multicelulares de los que sobresalían, a
manera de escamas, capas superpuestas de papeles, cartas y facturas. Del
estremecimiento de las grandes hojas, del hojear constante de la papelería,
surgía la existencia, la vacuna y cuadriculada existencia de esa pieza,
mientras que el desplazamiento continuo de los sobres de las cartas renovaba,
en el aire sofocante, con las imágenes salidas de innumerables membretes
comerciales toda una apoteosis bajo la forma de una ciudad industrial erizada
de chimeneas humeantes, rodeada de múltiples hileras de medallas y presa entre
los adornos y entrelazados pretenciosos de los & y los Cía.
Allí permanecía mi padre como en una
pasajera, sentado en lo alto de un taburete, mientras que en el palomar de los
registros murmuraban los rollos de papel y en los nidos y el hueco carcomido
del árbol gorjeaban las cifras.
El antro ennegrecido del negocio se
enriquecía día a día con nuevas partidas de tela, de lana, de terciopelo y de
percal. Sobre los obscuros estantes –esos graneros o reservorios de los tonos
fríos del fieltro– maduraba lentamente, descantándose, la opaca coloración de
las cosas, aumentaba y se multiplicaba el poderoso capital del otoño.
Tomaba progresivamente más espacio sobre los estantes, empujando de uno y otro
lado, como en las graderías de un gran teatro, siempre completándose y
enriqueciéndose cada mañana con nuevas entregas que los mozos de cordel,
barbudos y quejumbrosos, oliendo a frío otoñal y a alcohol, cargaban
sobre sus espaldas de oso. Los dependientes se apresuraban a desembalar las
nuevas provisiones de telas saturadas de colores, rellenando cuidadosamente,
como si fuera con masilla, los menores huecos y vacíos de los altos armarios.
El conjunto era un inmenso catálogo de todos los colores del otoño,
dispuestos en capas, acomodados por matices, bajando y subiendo como una escala
musical, transitando todas las gamas y todas las octavas. Comenzaba bien abajo,
ensayando los semitonos desteñidos de una contralto, pasaba a las
cenizas lavadas de lo lejano, a los azules de los viejos gobelinos, trepando en
acordes cada vez más amplios, llegaba a los sordos turquesas, a los índigos de
las selvas desconocidas y a las felpas dulces de los parques sonoros para, por
fin, a través de los ocres, las sanguinas, los rojizos y los sepias, volver a
la sombra movediza de los jardines que se secan, penetrar hasta el olor lóbrego
de los hongos, el aliento de la madera apolillada en el fondo de la noche del
otoño, el sordo acompañamiento de los negros más profundos.
Mi padre pasaba revista a ese arsenal de
paños otoñales, clamaba a esas multitudes conjurando sus fuerzas
crecientes, los poderes tranquilos de la Temporada. Insistía en guardar
intactas el mayor tiempo posible esas reservas de colores almacenados. Temía
tocar ese fondo de seguridad del otoño, cambiarlo por dinero. Pero
presentía que llegaría el día en que el viento de la estación, un viento
desvastador aunque tibio aún, se pondría a soplar como una tromba por encima de
todos esos armarios y que, entonces, éstos se liberarían irremediablemente y
que nadie podría contener su exuberancia ni detener esos arroyos de colores que
inundarían en un instante la ciudad entera.
Se acercaba la Gran Temporada, las calles se
animaban. Hacia las seis de la tarde la ciudad experimentaba un aumento de
temperatura, las casas tomaban colores malsanos, la gente se sentía poseída por
un fuego interior y salía a la calle afrentosamente ataviada, con los ojos
brillando con la bella fiebre perniciosa de los días de fiesta.
En las callejuelas transversales, los
tranquilos callejones que huían hacia los barrios nocturnos, la ciudad estaba
vacía. Sólo algunos niños sofocados poblaban aún las plazoletas, al pie
de los balcones, entregados a sus juegos ruidosos e insensatos. Llevaban a sus
labios pequeños globos que inflaban, pero a veces se transformaban ellos
mismos en gruesas vejigas cloqueantes, o en máscaras de gallos rojos que
cacareaban, en monstruos horrorosos que también tenían los colores del
otoño, tan fantásticos como absurdos. Parecía que, así influidos de aire
y cacareando, no tardarían en despegarse del suelo en largas cadenas de colores
y sobrevolarían la ciudad como pájaros migratorios –extraña y fantástica
flotilla de papel estampado con los colores del aire otoñal–. O si no se
empujaban, gritando, sobre pequeñas carretas chirriantes, que
arrastraban una algazara de lanzas, radios y ruedas. Repletas de alegres gritos
infantiles, rodaban pesadamente, descendiendo la pendiente de la calle, hasta
el riachuelo vesperal de ondas amarillas. Y se hundían en él, despedazándose
con gran estrépito y quedaban reducidas a un montón de ruedas, ejes y clavijas
destrozadas.
Y a medida que los juegos de los niños
se hacían más y más tumultuosos y enrevesados, los colores malsanos de la
ciudad se ensombrecían de púrpura y el mundo entero comenzaba a ajarse, a
ennegrecerse, a segregar un crepúsculo tambaleante que lo contaminaba todo.
Traicionero y venenoso, ese contagio se extendía por doquier, iba de aquí a
allá y en cuanto tocaba alguna cosa, ésta se pudría y caía hecha polvo. Las
gentes huían del crepúsculo presas de un pánico sordo, pero esa lepra las
atrapaba de golpe, haciendo brotar en sus frentes una erupción negruzca.
Perdían sus rostros, que caían por tierra como grandes manchas informes y, si
continuaban caminando, lo hacían desprovistos de rasgos personales, sin ojos,
dejando a su paso una máscara tras otra, de manera que el crepúsculo se poblaba
de enjambres de larvas abandonadas en la huida. Pero prontamente la ciudad
comenzaba a vestirse con una rica cascara negra recubierta de costras y escaras
malsanas y, mientras a ras del suelo todo se disolvía y aniquilaba en silencio,
en medio de una rápida descomposición, en lo alto duraba aún y subía sin cesar
la alarma muda del poniente, estremecida por el piar de millares de campanillas
inaudibles, que palpitaban en el vuelo de millares de golondrinas rumbo a un
solo infinito plateado. Y de repente era de noche, la noche enorme, engrosada
aún más por el soplo del viento, que la inflaba por todos los costados. En su
múltiple laberinto había algunos nidos claros: los negocios, como farolitos
coloreados, repletos de mercancías y hormigueantes de compradores. A través de
los vidrios transparentes de esos farolitos se podía seguir el ritual ruidoso,
el ceremonial de las compras de temporada.
Esta gran noche del otoño, entre sus
pliegues, moviéndose entre sombras, amplificada por los vientos, encerraba
bolsas de claridad, pequeños sacos luminosos, llenos de coloreados
chocolates, masitas y productos importados. Esos pequeños comercios y
quioscos construidos como cajas de confites, estaban decorados interiormente
con reclames de chocolate, jaboncitos, pacotilla, cositas doradas, papeles
plateados, barquillos y bombones verdes de menta, un conjunto de cascabeles
indolentes colgados en la cortina negra de la inmensa noche laberíntica,
sacudida por los vientos.
Grandes multitudes avanzaban en la
obscuridad, en tumultuosa batahola, con el ruido de millares de pasos y el
murmullo de millares de labios, migración bullente y enmarañada fluyendo
por las arterias de la ciudad otoñal. Así corría ese río de rumores, de
miradas oblicuas o envidiosas, entrecortado por conversaciones en voz baja,
mechadas de bromas, cuentos, risas y gritos.
Se hubiera dicho que campos enteros de
cabezas de adormideras secas, a punto de perder el grano, se hubieran puesto en
marcha; eran cabezas-cascabeles, hombres-crótalos.
Mi padre, con el rostro rojo y congestionado,
los ojos extraordinariamente brillantes, se paseaba a zancadas por el negocio
iluminado, atendiendo a todo.
El murmullo lejano de la ciudad y el zumbido
contenido del gentío en marcha llegaban hasta allí atravesando las vidrieras.
En lo alto del local silencioso ardía la llama clara de una lámpara de petróleo
colgada en el centro de la bóveda y que perseguía despiadadamente con su
resplandor a las menores sombras que se refugiaban en los rincones. El piso
despejado crujía en el silencio interior y contaba, a la luz de la lámpara, las
losas de su damero, que conversaban entre ellas por medio de apagados
chirridos, a los que respondían, aquí y allá, algunos estallidos sonoros. Las
telas, por su parte, reposaban mudas en su inmovilidad aterciopelada y velluda,
intercambiándose apenas algunas miradas de complicidad cuando mi padre les daba
la espalda, o lanzando de estantería a estantería imperceptibles
señales.
Mi padre aguzaba el oído. Sus orejas parecían
alargarse desmesuradamente en el silencio crepuscular y salir al exterior como
un extraño coral, pólipo rojo ondeando en la hez de la noche.
Tendía la oreja y escuchaba. Escuchaba con
inquietud creciente la marea de la multitud que se acercaba. Recorría espantado
el negocio vacío, buscando con la mirada a los dependientes. Pero esos ángeles
pelirrojos o negros habían desaparecido misteriosamente. Se había quedado solo,
ofrecido como presa a esa multitud que iba a invadir sin dilación el negocio
hasta ahora silencioso y se repartiría, como en un remate, el rico otoño
amasado pacientemente durante años en esa granja austera.
¿Dónde diablos estaban los
dependientes? Esos hermosos querubines negros que debían ayudarle a defender
sus trincheras de tejidos, ¿qué había ocurrido con ellos? Una dolorosa
sospecha lo asaltó: debían de estar en algún lugar de la casa, más allá de la
trastienda, entregados al pecado, en brazos de mujerzuelas. Se quedaba inmóvil,
devorado por la zozobra, en el claro silencio del negocio, y escuchaba, con una
especie de oído interior, todo lo que ocurría en las profundidades de la casa,
en las piezas del fondo de ese gran farol. La casa se abría detrás de él, pieza
tras pieza; los tabiques se abatían y ofrecían a sus ojos el espectáculo de la
persecución de Adela a través de las piezas vacías y brillantemente iluminadas,
las corridas sofocadas y alocadas por las escaleras, hasta que Adela escapaba a
los dependientes y se atrincheraba detrás del aparador de la cocina.
Allí se quedaba, jadeante, brillosa y alegre,
aplaudiendo, sonriente, agitando sus negras pestañas. Los dependientes
bromeaban, agachados frente a la puerta. La ventana de la cocina estaba abierta
a la gran noche, llena de sueños enrevesados. En los negros vidrios
llameaba el reflejo de una lejana iluminación. Las cacerolas y vasijas
relucientes se mantenían quietas en sus puestos y brillaban en el silencio con
el esplendor graso de sus barnices. Adela asomaba prudentemente por la ventana
su rostro maquillado, de ojos estremecidos. Buscaba a los dependientes en el
negro patiecillo, oliendo una emboscada. De pronto los vio, desplazándose con
cuidado, uno detrás del otro, por la estrecha cornisa del primer piso, que
llegaba hasta la ventana. Mi padre dejó escapar un grito de desesperación y
rabia, pero en ese instante el ruido de las voces del exterior se amplificó y
los vidrios del negocio se poblaron de rostros convulsos por la risa, de bocas
enormemente abiertas y narices aplastadas. Mi padre se puso rojo de ira y saltó
sobre el mostrador. Y cuando el gentío se lanzó al asalto de la fortaleza y lo
cercó, él dio unos saltos y llegó hasta los más altos estantes. Desde allá,
balanceándose sobre la multitud, hacía sonar una gran trompa de alarma. Pero la
bóveda no resonó con el batir de alas de ángeles que vinieran en su socorro; a
cada gemido de la trompa respondía el coro chocarrero de la multitud.
–¡Venga, Jacob, venga a atenderme!
¡Vamos, Jacob, venga usted! –gritaban todos, y ese grito continuamente
repetido tomaba el ritmo de una melopea, transformándose poco a poco en un
refrán coreado por todas las gargantas. Entonces mi padre aceptó la derrota,
abandonó el alto parapeto al que había subido y, lanzando un grito atroz se
arrojó sobre las barricadas de tela. Engrandecido por la ira, con la cabeza
hinchada como un puño monstruosamente purpúreo, tal un profeta y
luchador, asaltó las trincheras y devolvió el ataque. Apoyado con todo su peso
sobre los grandes bultos de lana, arrancaba otros de los estantes, cargaba
sobre sus hombros inmensas piezas de tela y los arrojaba violentamente sobre el
mostrador, los fardos volaban por el aire esplegándose con el estrépito de
grandes estandartes; los estantes vomitaban llamas de tejidos, cascadas de
trapos, como si sufrieran el efecto del bastón de Moisés.
Así se vaciaban las estanterías y sus
provisiones violentamente arrojadas se derramaban en largos ríos. El contenido
secreto e inquietante de las estanterías se volcaba indefinidamente sobre el
mostrador y las mesas, inundándolos de mullidas riquezas.
En poco tiempo los muros del negocio
estuvieron a un tris de ser devorados por las formaciones de esa cosmogonía de
telas, por esas cadenas montañosas que surgían imponentes. Había
profundos valles tallados entre abruptas pendientes y las líneas de los nuevos
continentes tronaban en la calma patética de las altiplanicies. El espacio del
local se había ensanchado como un inmenso panorama otoñal, lleno de
lagos y lejanías brumosas. En ese decorado fantástico, mi padre caminaba a
zancadas, cruzando las planicies y los valles de esa fabulosa tierra de Canaán,
levantando las manos abiertas en un gesto de profeta, como si quisiera modelar
ese paisaje a golpes de inspiración.
Y muy abajo, al pie del monte Sinaí nacido de
la cólera paterna, el pueblo gesticulaba, sumido en su egoísmo, alababa a Baal
y comerciaba. La gente hundía las manos hasta los codos en los blandos pliegues
de la lana, se envolvía en trapos coloreados, se cubría los hombros con
improvisados dóminos o capas, sin dejar de hablar a tontas y a locas.
Mi padre aparecía de repente por encima de
las cabezas de los marchantes, agrandado por la ira, y fustigaba a los
idólatras con la espada de fuego de su palabra. Después, presa de la
desesperación, volvía a encaramarse sobre las altas galerías de estantes,
corría desenfrenadamente por los travesaños, por las planchas vacilantes
del andamiaje, perseguido por las imágenes de licencia que imaginaba se
desarrollaban a sus espaldas, en el fondo de la casa. En efecto, los
dependientes habían llegado al balconcito de hierro forjado que se hallaba
sobre la ventana de la cocina y, agarrados a la barandilla, habían tomado a
Adela por la cintura y la sacaban fuera de la cocina mientras ella parpadeaba y
arrastraba por tierra sus esbeltas piernas vestidas de seda.
Mientras mi padre, poseído por el horror del
pecado, se integraba con ademanes coléricos al espanto grandioso del paisaje,
abajo, el populacho negligente se entregaba a una alegría desenfrenada. Una
pasión paródica, una epidemia de risas estúpidas, agitaban a esa multitud
canallesca. Ese pueblo de crótalos y de cascanueces era incapaz del recogimiento
y la calma. ¿Se podía pedir que esos molinos parlantes tuvieran la menor
consideración por las graves preocupaciones de mi padre? Sordos y ciegos ante
los rayos de su ira profética, que restallaban por encima de sus cabezas, esos
comerciantes encapotados de seda se agachaban formando grupitos alrededor de
montañas de telas desplegadas, discutían encarnizadamente las cualidades
de las telas soltando sonoras carcajadas. Esa especie de bolsa negra
aprisionaba en las rápidas lenguas de la gente la noble sustancia del paisaje,
la desmenuzaba, la hacía picadillo con su parloteo y casi la tragaba.
Por otra parte, frente a esas cataratas de
tela clara estaban los judíos vestidos con levitas de color y grandes bonetes
de piel en la cabeza. Eran los miembros de la Gran Asamblea, hombres
majestuosos y llenos de recogimiento, que acariciaban sus largas y muy cuidadas
barbas, mientras conversaban parsimoniosa y diplomáticamente. Pero en esa
conversación ceremoniosa, en las miradas que intercambiaban, aparecían también destellos
de una sonriente ironía. Entre esos grupos altaneros circulaba una multitud
anónima e informe, un populacho desprovisto de rostros y de características
personales que parecía colmar todos los resquicios del paisaje, amueblar el
cuadro con los sonajeros y castañuelas de su banal charlatanería. Ese
trepidante gentío de arlequines y polichinelas, esa fauna grotesca no tenía la
menor intención de comprar nada; sólo estaba allí para trastornar con sus
bromas estúpidas las pocas transacciones que se insinuaban.
Sin embargo, fatigado bastante rápidamente de
sus propias bufonerías, ese populacho alegre se diluía en los confines más
lejanos del paisaje, desaparecía en las anfractuosidades rocosas y en los
valles. Esos pequeños holgazanes parecían perderse uno tras otro en las
hoquedades y repliegues del terreno, así como los niños cansados de
jugar desaparecen poco a poco en los rincones de una casa durante una noche de
fiesta. Mientras tanto, los ancianos de la ciudad, miembros del Gran Sanedrín,
se paseaban en pequeños grupos, llenos de dignidad, inmersos en sus
profundas discusiones en voz baja. Dispersos a lo largo de ese país inmenso y
rocoso, recorrían de a dos o de a tres los caminos más lejanos y abruptos. Sus
pequeñas siluetas negras poblaban toda esa altiplanicie desértica
cubierta por un cielo negruzco en el que se habían acumulado pesadas nubes
labradas por largos surcos paralelos, heridas blancas o plateadas que
descubrían en profundidad las capas superpuestas de su configuración interna.
La luz de la lámpara de petróleo dispersaba
una claridad artificial sobre este paisaje; era una iluminación extraña,
sin alba ni crepúsculo.
Poco a poco mi padre se iba calmando. Su
cólera se depositaba, se fijaba lentamente en las firmes hiladas de piedra del
paisaje. Estaba ahora sobre la galería alta de las estanterías, escrutando los
horizontes lejanos del otoño. A orilla de un brumoso lago asistía a
una escena de pesca; en las frágiles barcas había parejas de pescadores que
hundían sus redes en el agua obscura. En el ribazo había niños que
llevaban sobre sus cabezas canastas de mimbre, en las que relucía el botín
cosquilleante de la pesca.
Entonces vio a grupos de paseantes, en la
lejanía, que elevaban los ojos al cielo y señalaban alguna cosa con
gestos muy animados. En seguida el cielo se cubrió de una especie de erupción
rojiza, se pobló de manchas ondulantes que parecían crecer a ojos vistas y
madurar, llenando después el aire con un pueblo extraño de pájaros que
giraban en grandes espirales convergentes. De un horizonte al otro el cielo
estaba habitado por su alto vuelo, sus aleteos, las líneas majestuosas de sus
trayectorias. Algunos de ellos, quizás cigüeñas inmensas, navegaban
inmóviles, con las alas calmosamente extendidas; otros, como penachos de colores
o trofeos bárbaros, agitaban pesada y torpemente el aire, tratando de
mantenerse en él a favor del soplo ligero y templado del viento; otros, por
fin, informes conglomerados de alas, potentes patas y cuellos desplumados,
recordaban buitres o cóndores mal embalsamados que estuvieran perdiendo
abundantemente su relleno.
En la bandada de los pájaros bicéfalos y de
múltiples alas, había algunos enfermos que cojeaban en el aire, cuyo vuelo era torpe
o que sólo movían un ala. El cielo se asemejaba a un viejo frasco lleno de
extrañas figuras y de animales fantásticos que giraban, se entrecruzaban
y volvían de nuevo formando elipses coloreadas.
Mi padre, en lo alto de la estantería,
inundado por un repentino resplandor, levantó los brazos hacia los pájaros y
los llamó con una antigua invocación. Profundamente emocionado, los había
reconocido. Era, claro está, la progenie lejana y olvidada de esa generación
alada que Adela había expulsado otrora hacia los cuatro ángulos del cielo, y
que ahora volvía, desnaturalizada pero floreciente. Progenie artificial, casta
pajarera degenerada, reseca, vacía.
Estúpidamente desarrollados, inmensos hasta
la imbecilidad, esos pájaros estaban interiormente vacíos y privados de vida.
Toda su vitalidad residía en el plumaje, había degenerado en fantasía. Aquél
era un museo de especies retiradas de la circulación, como un cambalache del
Paraíso de los Pájaros.
Algunos volaban de espaldas y tenían gruesos
picos desmañados, semejantes a cerraduras o candados, con coloridas
callosidades en los flancos. Además eran ciegos.
¡Cómo emocionaba a mi padre ese retorno
inopinado! Estaba conmovido y embelesado ante el instinto de esos pájaros, ante
su apego por el Amo, apego que esta colonia rechazada debía de haber alimentado
en su alma como a una leyenda, para volver por fin, bajo la forma de esa
descendencia lejana y en vísperas de la extinción de su raza, al cielo de su
patria inmemorial.
Pero esos pájaros ciegos, de papel, ya casi no
podían reconocer a mi padre. En vano los llamaba, repitiendo antiguos conjuros,
en vano les hablaba en la lengua olvidada de los pájaros: no lo oían ni lo
veían.
De pronto, las piedras comenzaron a silbar en
el aire. Eran esos payasos, esos vagabundos, esa ralea estúpida y malsana, que
arrojaban sus proyectiles al cielo fantástico de los pájaros.
En vano mi padre los exorcizaba, en vano
trataba de envolverlos con gestos mágicos: no lo oían, no lo veían. Y caían.
Apenas rozados por un proyectil, caían derribados, pesadamente, embrutecidos, y
parecían agotarse en vuelo. Antes de llegar a tierra ya no eran más que
montones de plumas enmarañadas.
En un instante la planicie entera se cubrió
de esa extraña y fantástica carroña. Antes de que mi padre
pudiese llegar al lugar de la carnicería toda esa tribu admirable yacía exangüe
ya, desmenuzada sobre las rocas. Sólo entonces, al ver de cerca esos restos,
pudo mi padre comprobar la baja calidad de esa generación empobrecida, lo
ridículo de su anatomía de falsos oropeles.
Eran inmensos haces de plumas rellenados
malamente con carne vieja. En muchos de ellos no se podía siquiera distinguir
la cabeza, porque esa parte del cuerpo no ostentaba en ellos ninguno de los
símbolos del alma. Algunos estaban recubiertos de un pelo corto y rizado,
motoso como el de los bisontes, y hedían atrozmente. Otros recordaban a
camellos reventados, calvos y jorobados. Por fin los había fabricados
probablemente con algún papel especial ricamente coloreado, pero de interior
hueco. Otros más, vistos de cerca, sólo eran inmensas colas de pavos reales,
abanicos chisporroteantes a los cuales se había logrado insuflar, no se sabe
por qué medios, una apariencia de vida.
Presencié el triste retorno de mi padre. La
luz artificial tomaba lentamente los tintes del amanecer. En el negocio
saqueado, los estantes más altos se deslumbraban con la claridad del cielo
matinal. Entre los fragmentos dispersos del paisaje extinguido, en los
corredores destruidos del escenario nocturno, mi padre miraba a los dependientes
que despertaban de su sopor. Salían de entre los fardos de tela y bostezaban a
la luz del sol. En su cocina, con la tibieza del sueño y los cabellos en
desorden, Adela molía café en un molinillo que apretaba contra su blanco pecho,
comunicando a los granos molidos su brillo y su calor. Un gato se lavaba al
sol.
A principios de octubre, habitualmente,
volvíamos con mamá de nuestra residencia veraniega, situada en un condado
vecino, en el corazón del boscoso valle del Slotvinka, donde reina el murmullo
de fuente de mil arroyuelos. Con el oído aún lleno del rumor de los alisos
entretejidos con el parloteo de los pájaros, viajábamos en un antiguo coche
extrañamente cubierto por una enorme capota, que recordaba una sombría y
silenciosa sala de hostería. Comprimidos por nuestros equipajes, nos sentíamos
como en una profunda alcoba en cuya ventana venían a morir, lentamente, hoja
tras hoja, como en un juego de cartas, los cuadros de tonos vivos y claros del
paisaje.
Al anochecer llegamos a una gran planicie
barrida por el cierzo, vasta encrucijada asombrada de toda la región. Era una
rosa de los vientos multicolor, en equilibrio sobre el pivote de su cénit,
dominada por un cielo profundo y sin aliento. Allí estaba el último puesto de
control de la región, su última curva, y más allá se abría, hacía abajo, el
ancho y demorado paisaje otoñal. Allí estaba la frontera, con su viejo y
apolillado poste indicador, cubierto de borrosas inscripciones, que vibraba a
merced de los vientos.
Las viejas ruedas del coche se hundieron
chirriando en la arena; sus radios mariposeantes y ruidosos se callaron y sólo
la enorme capota continuó resonando en sordina, restallando apagadamente a
favor de los vientos cruzados de la encrucijada, como un arca varada en medio
de la estepa.
Mi padre pagó el peaje, la barrera de la
aduana se levantó, crujiente, y nuestro coche ingresó pesadamente en el
otoño.
Penetramos en la monotonía, la languidez
marchita de la llanura, en un pleno infinito de dulzona insipidez. Una
apariencia de eternidad, inmensa y retardada, levantaba, desde sus siniestras
lejanías, un espejismo cuyo único hálito era el viento descolorido que soplaba
sobre el horizonte color ocre. Cada vez más pálidas, más enervadas, sin
fuerzas, las páginas amarillentas del paisaje pagaban como las de una
envejecida novela, prontas a disolverse en un inmenso vacío poblado por el
viento. En ese vacío desmayado, en ese nirvana amarillo, hubiéramos podido
llegar más allá de cualquier realidad, fuera del tiempo, y permanecer para
siempre en la plenitud del paisaje, en medio de corrientes de aire estériles y
tibias: un coche inmóvil, apoyado en sus ruedas, presa de las nubes del
pergamino celeste, viejo grabado, estampa olvidada en un infolio descosido.
Pero nuestro cochero, con un último sobresalto, sacudió las riendas y,
arrancando al coche de su dulce letargo en medio de los vientos, lo hizo girar
bruscamente hacia el bosque.
El coche penetró en el césped, seco y denso
como el tabaco marchito. De inmediato, todo comenzó a obscurecer, haciéndose
íntimo y calmo como el interior de una caja de habanos. Secos y olorosos como
cigarros, los troncos de los árboles desfilaban frente a nosotros en esa
penumbra de cedro. Avanzábamos por el bosque, que se obscurecía más y más en
medio de un fino aroma de tabaco, para encerrarnos por fin en la caja reseca de
un violoncello sordamente templado por el viento. El cochero no podía encender
su linterna pues carecía de yesca; los caballos resoplaban en la negrura y no
lograban retomar el camino. El crepitar de las ruedas se hizo más lento, se
esfumó; gracias a sus llantas se deslizaban sin obstáculo sobre un lecho de
agujas olorosas. Mi madre se había adormecido. El tiempo fluía sin cálculo ni
medida, formando en su curso extraños atajos, nudos y elipses. Las
tinieblas subsistían, impenetrables; se escuchaba aún, por encima de la capota,
el seco rumor del bosque. Y de pronto el suelo se endureció bajo los cascos de
los caballos y se transformó en calle adoquinada.
El coche giró sobre sí mismo y se detuvo, tan
cerca del muro que casi lo rozó. Justo frente a la portezuela, mi madre
encontró a tientas la pared de nuestra casa. El cochero ya estaba descargando
las maletas.
Entramos al gran vestíbulo de múltiples
rincones oscuros. La penumbra reinaba allí, íntima y tibia como en un viejo
horno en las horas del amanecer, cuando apenas se han extinguido las llamas, o
bien como en un establecimiento de baños por la noche, cuando las
bañeras y los baldes abandonados van enfriándose en el silencio
nocturno, medido por las gotas de agua que caen. En la obscuridad un grillo
deshacía pacientemente ilusorios puntos de costura, dobladillos luminosos que,
sin embargo, no iluminaban nada. A ciegas encontramos los escalones. Llegamos
al codo de la escalera, sobre el rellano, que crujía bajo nuestros pasos.
"Vamos, José, despierta. No te puedes mantener en pie; solo faltan unos
pocos escalones..." Vencido por la fatiga, me apreté contra mi madre y me
dormí profundamente. De todo lo que vi aquella noche a través de mis párpados
cerrados, aplastado por un pesado sueño, cayendo continuamente en una
ausencia sorda y sin memoria, nunca he podido discernir, a pesar de las
variadas preguntas que hice a mi madre, cuál fue la parte de realidad y cuál la
que forjó mi imaginación. Lo cierto es que esa noche hubo una discusión, que
debió tener una importancia capital, entre mi padre, mi madre y Adela. En vano
me esfuerzo por atrapar el sentido de esa discusión, que siempre se escapa.
Debo acusar de ello a mi memoria, a esas capas ciegas de sueño que trato
de llenar a fuerza de variadas hipótesis. Sin poder ni conciencia, derivaba
continuamente hacia una ausencia muda, mientras que el aliento de la noche
estrellada tendida en la ventana totalmente abierta descendía sobre mis ojos
cerrados. Respirando con ritmos puros, la noche apartaba de pronto el velo
transparente de las galaxias, para deslizar en mi sueño una mirada de su
rostro eterno. Enredado en mis pestañas, el rayo de un astro lejano
extendía una capa plateada sobre la blancura ciega de mis ojos y, por la
hendedura de mis párpados percibía la sala, iluminada por una vela coronada por
una red vacilante de destellos y zigzags dorados.
Puede ser muy bien que esta escena haya
ocurrido otro día. Muchos datos parecen indicar que yo asistí a ella mucho más
tarde, una noche que, después de cerrar el negocio, volví a casa con mi madre y
los dependientes.
En el umbral del departamento mi madre lanzó
una exclamación de asombro y maravilla. Los dependientes quedaron estupefactos.
En medio de la sala había un espléndido caballero de bronce, un verdadero San
Jorge, realzado por su coraza, sus espaldares dorados y todos sus sonoros
arneses de metal brillante. ¡Con cuánta alegría, cuánta admiración,
reconocí en él los erguidos bigotes, la barba erizada de mi padre, que
aparecían bajo su pesado yelmo de pretoriano! La coraza se hinchaba, ondulaba
sobre su tórax vibrante, los anillos de cobre respiraban por todas las junturas
como el cuerpo de un inmenso insecto. Gigantesco dentro de su armadura,
resplandecía con todo el brillo de sus cascarones de oro; parecía el
archiestratega de los escuadrones celestes.
–Mi querida Adela –decía papá–,
desgraciadamente, nunca has comprendido las cosas de interés superior. Siempre y
a cada instante has contrariado mis hechos y gestos con tus estallidos de
cólera irreflexiva. Ahora que estoy forrado de cobre, me burlo de tus
cosquillas que, hasta hace poco, desarmado como estaba, me llevaban a la
desesperación. Un furor impotente anima ahora a tu lenguaje y llega hasta una
cierta inspiración, ciertamente deplorable, cuyo mal gusto sólo iguala a su
tontería. Créeme, tus accesos sólo me inspiran, ahora, un pesar mezclado con
piedad. Cerrada a los nobles impulsos de la fantasía ardes de odio inconsciente
contra todo lo que se eleva por encima de lo común.
Adela miró a mi padre de arriba a abajo, con
una expresión cargada de insondable desdén y luego, sin poder contener sus
lágrimas de cólera, se dirigió a mi madre, con una voz en la que vibraba la
indignación:
–¡Nos saca todo nuestro jarabe! Acaba
con nuestra buena provisión de jarabe de frambuesa en el que trabajamos las dos
durante todo el verano. ¡Quiere dárselo a beber a esos viciosos bomberos!
¡Y, para colmo, me humilla ahora con sus insolencias!
Y dejó escapar un breve sollozo.
–¡Capitán de bomberos! O mejor, diga
usted: de holgazanes –dijo mirando a mi padre con expresión airada–. ¡Los
hay por todas partes! ¡Por la mañana temprano, cuando quiero salir
a comprar el pan, me es imposible abrir la puerta! Naturalmente, dos de ellos
se han dormido como troncos, cruzados en el umbral, y me impiden el paso. Lo
mismo en la escalera: en cada escalón usted encuentra a uno de ellos que ronca
dentro de su casco de cobre. Me cargosean a cada instante para que los deje
entrar en la cocina; deslizan sus caras de conejos por la puerta entreabierta,
chasquean los dedos como los niños en clase y chillan con voz
mendicante: "¡Azúcar, un poco de azúcar, por favor!". Me quitan
el balde de las manos, van a buscar el agua, bailan en ronda alrededor de mí,
se hacen los presumidos y no sé cómo no menean la cola. Agitan sus párpados
enrojecidos y se relamen el hocico hasta dar asco. Y si miro a uno con mirada
penetrante, su rostro se hincha en seguida con una obscena turgencia de carne
violácea, como un pavo. ¡Ah, no! ¡Dar nuestro jarabe de frambuesas
a semejantes zánganos!
–Tu condición vulgar –respondió mi padre–
envilece todo lo que toca. De esos hijos del fuego has trazado un retrato digno
de tu espíritu obtuso. Esa infortunada tribu de salamandras, esas pobres
criaturas de la llama, tan desheredadas, cuentan con toda mi simpatía. La única
falta de esta raza, otrora ilustre, proviene de que se halla enrolada al
servicio de los hombres, vendida a los humanos por un miserable mendrugo de pan
terrestre. Y, para mayor injusticia, se le paga con el desprecio. La estupidez
de la plebe no tiene límites; ha reducido a la peor de las caducidades, a un
envilecimiento total a esos seres finos y sutiles. ¿Cómo
extrañarse si no les gusta la comida insípida y grosera que prepara la
portera de la escuela comunal tanto para ellos como para los presos de la
cárcel, en la misma marmita? Su paladar genial, delicado, templado por el espíritu
de fuego, necesita filtros nobles y severos, fluidos irisados, esencias
aromáticas. Así esta noche, durante la solemne velada, cuando en medio de la
ceremonia que hará vibrar de alegría la gran sala de la Estauropigia municipal
y lanzará sus rayos por las altas ventanas hacia los confines de la noche;
cuando –digo–, estemos todos sentados a las mesas cubiertas de manteles
inmaculados y, afuera, la ciudad entera se abrase en mil fuegos festivos, cada
uno de nosotros –embargado de piadoso respeto y entregado al arte de delectarse
que son propios de los hijos del fuego– humedecerá el pan en su copa de jarabe
de frambuesa y degustará con recogimiento el augusto y espeso brebaje. Es así
como se restaura el ser íntimo del bombero, cómo se regeneran los innumerables
colores que esa gente exhala bajo forma de cohetes, fuegos de artificio y luces
de Bengala. Sí, mi corazón se apiada de su miseria, de su inmerecida
degradación. Si he aceptado de sus manos el sable de capitán, es con la única
esperanza de arrancar del hundimiento a esta raza, de salvarla de su decadencia
y de desplegar por encima de sus cabezas el estandarte del nuevo ideal...
–¡Ya no eres el mismo, Jacob –dijo mi
madre–, ahora estás magnífico! Pero ¿no nos abandonarás ahora, durante
la noche entera? No olvides que, desde mi retorno, no hemos tenido aún una
ocasión para conversar. En cuando a los bomberos –agregó, volviéndose hacia
Adela– me parece que tienes hacia ellos una extraña prevención. Son, sin
embargo, muy buenos muchachos, aunque inútiles. Me causa gran placer verlos
pasar, vestidos con sus hermosos uniformes, quizás un poquitín apretados.
Tienen una gran elegancia natural y me parece conmovedor el desvelo –qué digo–
el ardiente celo que exhiben cuando se trata de hacer un servicio a una dama.
Si en la calle se me cae la sombrilla, o si el lazo de mi zapato acaba de
soltarse, de inmediato acude uno de ellos, alarmado y ardiendo en deseos de
sacrificarse por mí. ¿Tendría yo valor para desalentar semejante fervor
y tanta buena voluntad? No; me detengo, para darle tiempo a acercarse a
prestarme servicio, lo cual parece arrebatarlo de felicidad. Apenas se ha
apartado, luego de cumplir con sus deberes de caballero, cuando un grupo de sus
compañeros lo rodea, comentando animadamente el incidente, en tanto él,
el héroe, representa para los demás la manera como se desarrolló la escena. En
tu lugar, querida mía, pondría sin vacilar su galantería a tu servicio.
–¡En mi opinión –dijo Teodoro, el
dependiente principal–, esos bomberos son todos unos parásitos! Son infantiles
y tan irresponsable, que jamás los dejamos apagar los incendios. Para apreciar
el grado de madurez de sus cerebros de conejos basta verlos cómo, con los ojos
inquietos, se detienen cuando encuentran en su camino a un grupo de chiquillos
que juegan a los botones. Si en la calle os sorprenden los destellos de unos
juegos salvajes, se trata sin duda de uno de esos bomberos –guasones ansiosos,
fatigados y con la lengua afuera– que se agita en medio de una banda de
chiquilines, en una carrera desenfrenada que los lleva al borde del
desfallecimiento. ¡Un incendio los pone locos de alegría! Aplauden,
bailan rondas como los pieles rojas. Decididamente es imposible emplearlos en
caso de siniestro; para eso tenemos los deshollinadores y la milicia. Quedan
las kermeses, las fiestas populares; allí son irreemplazables. Por ejemplo, en
nuestras fiestas de otoño, durante lo que llamamos el asalto del
Capitolio: apenas amanece cuando, disfrazados de cartagineses, toman por asalto
la colina de los basilianos, mientras nosotros coreamos: ¡Hannibal, Hannibal ante portas! Después, hacia el fin del
otoño, caen presas de una pereza total; se duermen de pie, y a partir de
las primeras nevadas ya no encontraréis a uno solo. Un viejo deshollinador me
contó una vez que, mientras repara chimeneas, los halla acurrucados, como
larvas inmóviles, en los conductos enladrillados, vestidos con su uniforme
escarlata y su casco. Y así duermen, de pie, ahítos de jarabe, repletos de
pringosa dulzura y de llamas. Entonces hay que sacarlos por las orejas de las
chimeneas y arrastrarlos hasta el cuartel, ebrios de sueño y a medias
extraviados, a través de las calles aún rosadas por la escarcha. Los vagabundos
les arrojan piedras y ellos, con una sonrisa de vergüenza y de mala conciencia,
avanzan tambaleándose como borrachos.
–Diga usted lo que quiera –dijo Adela–: ellos
no tendrán mi jarabe. No me he arruinado el cutis sobre mis hornallas,
vigilando su elaboración, para permitir ahora que me lo tomen esos pícaros.
Por toda respuesta, mi padre se llevó el
silbato a los labios y lanzó una pitada estridente. Cuatro jóvenes que de
seguro estaban escuchando detrás de la puerta hicieron irrupción en la pieza y
fueron a alinearse contra la pared. El relumbrar de los cobres iluminaba la
sala, mientras ellos, hieráticos en su impecable posición de firmes, con sus
rostros, de bronce bajo los cascos brillantes, esperaban órdenes. A una
señal de mi padre, los dos primeros tomaron por las asas de mimbre una
gran damajuana llena de licor purpúreo y, antes de que Adela pudiera
impedírselo, echaron a correr escaleras abajo con su precioso botín. Sus dos
camaradas los siguieron, luego de hacer el saludo militar.
Por un instante pensamos que Adela se
entregaría a los peores excesos, tan vivo era el fulgor de sus bellos ojos. Mi
padre no prestó atención a este nuevo estallido de cólera. De un salto alcanzó
el parapeto de la ventana y abrió los brazos. Corrimos hacia él.
Resplandeciente, esmaltada de luces, la plaza del Mercado hormigueaba con una
multitud multicolor. Al pie de la ventana, ocho bomberos extendían la gran lona
circular. Por última vez, mi padre se volvió hacia nosotros y, fulgurante
dentro de su armadura, ejecutó en silencio un magistral saludo militar. Luego,
extendiendo los brazos, luminosos como un meteoro, saltó hacia la noche que
brillaba con mil fuegos.
El espectáculo nos pareció tan hermoso que,
enajenados de entusiasmo, aplaudimos en coro. Incluso Adela, olvidando sus
rencores, aplaudió ante una proeza cumplida con tanto brillo. Mi padre había
rebotado de la lona y se hallaba sobre la vereda. Sacudió vigorosamente el
sonoro conjunto de su armadura metálica y se puso al frente de su
compañía; ésta se estremeció, se estiró paulatinamente, pasó entre una
doble y obscura hilera de papanatas, y se alejó sin prisa, con todos los
fulgores de la hojalatería cobriza de sus cascos.
De todas las búsquedas, de todos los trabajos
científicos emprendidos por mi padre en los raros momentos de paz que
interrumpían la penosa serie de desgracias y catástrofes que afligieron su
tormentosa vida, los preferidos por él fueron, indudablemente, sus estudios de
meteorología comparada, consagrados al clima específico de nuestra provincia,
rica, como se sabe, en fenómenos climáticos únicos en su género.
Fue mi padre, y sólo él, quien echó las bases
de un análisis hábil y eficaz de las diversas etapas de nuestro clima. Su Sumario de una sistemática general del
otoño desentrañó para siempre la naturaleza íntima de una
estación que, en nuestra provincia, reviste una forma notoriamente crónica,
ramificada y parasitaria, y que, bajo la denominación de verano indio, se hunde, arrastrándose, hasta el seno de nuestros
inviernos multicolores.
Sí, fue mi padre, debo insistir en ello,
quien por primera vez explicó el carácter, secundario por excelencia, de una
formación larval, tardía, que sólo es, casi, una simple infección del clima,
debida a los miasmas de ese arte barroco y degenerante que desde hace siglos se
acumula en nuestros museos. Sabiamente descompuesto por el olvido y el hastío,
herméticamente encerrado en las salas, ese arte de museo acaba por congelarse
bajo la forma de vetustas confituras y dulcificaba exageradamente nuestro
clima. Fomentaba entonces ricas malarias, espléndidas fiebres, en el justo
medio de ese libertinaje, ese delirio de colores en que se consume el esplendor
de nuestro otoño.
–Lo bello –decía mi padre– es enfermedad,
escalofrío íntimo que anuncia la infección secreta, sombrío preaviso de
podredumbre rescatado de las entrañas de la perfección y que ésta misma
saluda con un suspiro de la más profunda felicidad.
Algunas observaciones preliminares sobre
nuestro museo provincial ayudarán, sin duda, a captar mejor el problema. Los
orígenes del museo, que se remontan al siglo XVIII, se deben a la admirable
pasión de coleccionistas de los padres basilianos, que dotaron por entonces a
nuestra ciudad de esta excrecencia parasitaria, que recargaba su presupuesto
con gastos tan exorbitantes como poco rentables... Más tarde, el tesoro de la
República adquirió por unas migajas de pan las colecciones de la empobrecida
orden, se arruinó tratando sostener un mecenazgo magnánimo, digno de una
residencia real. La nueva generación de ediles, más práctica y sobre todo más
consciente de la realidad económica, inició una serie de tratos con el director
de las colecciones del Archiduque, a la cual intentó –por otra parte sin
resultado alguno– transferir su museo. Se vieron obligados a cerrar el edificio
y disolver su comité, no sin haber asegurado una pensión vitalicia al último
conservador. En el curso de esas tratativas, los expertos se vieron forzados a
constatar, sin discusión posible, que el valor de las colecciones había sido
sobreestimado exageradamente por los patriotas de pura cepa... Muy crédulos,
nuestros monjes se habían dejado vender más de una falsa obra maestra. En las
paredes no había un sólo cuadro dé maestro; esas series de telas eran debidas a
pintores de tercera o cuarta categoría, pertenecientes a viejas escuelas de
provincia, esos callejones desolados de la historia del arte sólo conocidos por
los especialistas.
Los buenos monjes, cosa extraña,
tenían un acentuado gusto por los temas militares: la mayoría de esos cuadros
representaban escenas de batallas. Una penumbra dorada, de oro quemado,
iluminaba los crepúsculos de esas telas pasadas de moda, gastadas por el tiempo
y en las cuales vetustas armadas olvidadas, flotas enteras de carabelas y
galeras se hallaban varadas en el fondo de radas sin mareas y hamacaban en sus
velas, siempre infladas por el viento, la majestad de muertas repúblicas.
Apenas podían distinguirse en esos cuadros,
bajo barnices ahumados que viraban al negro, vagas escaramuzas de caballería.
En la vastedad vacía de las campiñas calcinadas, bajo un sombrío sol de
tragedia, largas cabalgatas, encuadradas por los blancos ramilletes de algunas
salvas de artillería, desfilaban apretadas, en medio de un silencio amenazante.
En las telas de la escuela napolitana, una
tarde de vapores dorados, vista como a través de una botella de vidrio verde
obscuro, envejece sin cesar en su halo de bruma. Frente a nosotros, en el fondo
de esos países perdidos, un sol ofuscado por las nubes parece marchitarse sin
prisa, en vísperas de un cataclismo cósmico. La declinación de todo un mundo se
trasluce en las débiles sonrisas, en los gestos fútiles de esas pescaderas
doradas que, no sin cierta gracia, ofrecen por docenas sus pescados a unos
cómicos de la legua. Todo este universo ya ha sido juzgado y hace mucho tiempo
que se ha esfumado y ha desaparecido. De allí la dulzura del gesto final,
solitario para siempre, que subsiste, extraño a él mismo y ya perdido,
siempre renovado y siempre inmutable.
Más lejos, aún más lejos, en el fondo de ese
país habitado por un pueblo indolente de arlequines y de pajareros, en ese país
sin peso ni consistencia alguna en el que unas jovencitas turcas amasan, con
sus manos regordetas, tartas de miel que ordenan sobre caballetes, dos chicos
con grandes sombreros napolitanos pasan llevando una jaula de palomas
parlanchinas por medio de una vara que apenas se curva bajo el peso de su carga
alada de arrumacos. Y más lejos, aún más al fondo, en el borde mismo del
horizonte y de la tarde, en los últimos escaños de la tierra firme, allá
donde, sobre los límites de un vacío color de oro turbio, una mata de acanto a
punto de secarse se mece aún, allá pues, tiene lugar la última partida de
cartas, la última jugada, la última apuesta humana antes de la gran Noche que
avanza.
Toda esa cambalachería, ese desván de belleza
arruinada que se acumula en nuestros museos, ha debido sufrir, bajo la presión
de largos años de hastío, un doloroso proceso de destilación.
–¿Podéis imaginar –preguntaba mi
padre– la desesperación de una belleza que se sabe condenada, su desamparo de
días y noches sin cuenta? Con sempiterno ímpetu, se arriesga a falaces
subastas, a simulacros de remates; multiplica las adjudicaciones, las posturas
tumultuosas, se apasiona por esos juegos de azar desenfadados y sin vergüenza,
juega a la bolsa y arroja todos sus fondos por la ventana; en suma: dilapida
sus riquezas, para recuperar un día el sentido y darse cuenta de lo inútil y
gratuito que ha sido todo eso. ¡Nada hará salir de su circuito a una
perfección condenada a sí misma, nada aliviará su dolorosa plétora! ¿Cómo
extrañarse de que tal esplendor, a la vez impaciente e impotente, haya
terminado por encarnarse en nuestro cielo y reflejarse en él como en un espejo,
abrasando los horizontes con un verdadero incendio hasta degenerar en una serie
de fantasmagorías, espejismos y engaños atmosféricos, en gigantescos
desfiles de carnaval, cabalgatas y marejadas de nubes enloquecidas, fenómenos
todos que yo llamo nuestro segundo, nuestro seudo otoño.
Sí, ese segundo otoño de nuestra
provincia nos parece el espejismo febril de un enfermo, que lanza nuestro
cielo, en una inmensa irradiación, la moribunda belleza confinada en nuestros
museos. El otro otoño no es más que un vasto teatro ambulante,
resplandeciente, chorreado de sueños poéticos y de mentiras; una hermosa
cebolla dorada que renueva el decorado exfoliándose, dejándose caer brizna tras
brizna. ¡Jamás, nunca jamás llegaréis al fondo! Detrás de cada bastidor,
de cada panel que acaba de envejecer, de apergaminarse, con un rumor de papel
arrugado, aparece uno nuevo, fresco y radiante que, al término del breve gozo
de un instante de vida verdadera, deja entrever, en el momento de extinguirse,
su naturaleza de simple papel de escenografía. ¡Sí, esas perspectivas son
en realidad ficticias, panoramas de utilería! Sólo el olor es real, ese relente
de bastidores que envejecen, de camarines en los que flotan los efluvios del
incienso y de los afeites. En seguida el crepúsculo –un desorden prodigioso– se
hace de la partida: es toda una mezcla de bastidores y de trastos destrozados,
de trajes que han sido quitados apresuradamente, en la que uno se hunde como en
un montón de hojas secas. El desorden reina en el escenario; todos quieren
correr el telón de boca y el cielo, el inmenso cielo del otoño, deja
colgar los oropeles de sus perspectivas laceradas, mientras en la bóveda
celeste resuena el chirrido de las poleas. Y coronando el conjunto, flota en el
aire esa especie de fiebre apresurada y desordenada, ese carnaval sin aliento y
como retrasado, pánico de sala de baile hasta el alba... Torre de Babel de
enloquecidas máscaras que no consiguen reunirse con sus trajes
correspondientes.
El otoño, claro está, el otoño,
época alejandrina del año, que acumula en sus gigantescas bibliotecas,
la estéril sabiduría de los 365 días del circuito solar. ¡Oh! mañanas
senescentes, amarillentas, apergaminadas, con la dulzura de la miel de su
sabiduría, casi veladas en retraso... Prólogo del mediodía con su sonrisa llena
de astucia, formada por estratos múltiples, como esos palimpsestos cargados de
sabiduría o esos viejos infolios ennegrecidos. ¡El día otoñal!
¡Ah, viejo bibliotecario sutil y astuto que va arrastrando por las
escaleras una bata raída y gusta todas las confituras amontonadas por las
civilizaciones y los siglos! ¡Cada pisaje es para él, el prefacio de alguna
novela de caballerías! Se divierte dejando que los héroes de las antiguas
gestas se paseen bajo el cielo de miel ahumada, en ese invierno apenas
iluminado por una dulzura morosa, pleno de bruma y de tristeza. Inclinémonos
sobre las nuevas aventuras del noble Hidalgo en alguna casa solariega de
Lituania... Sigamos los trabajos y los días de Robinson Crusoe vuelto ya a su
Romorantin natal...
En veladas moribundas, inmóviles y sin
aliento, o en el seno de un crepúsculo dorado, mi padre nos leía páginas de su
manuscrito. El vuelo triunfal de la idea le hacía olvidar por un momento la
presencia de Adela, siempre amenazante. Soplaron las brisas tibias de Moldavia,
levantando una monótona inmensidad de ocres insulsos, hálito estéril y dulzón
que venía de los países del sur... No, el otoño no se decidía a morir.
Diáfanas como pompas de jabón, las auroras nacían cada día más bellas y
etéreas; todas parecían tan perfectas, tan nobles, que cada uno de sus
instantes nos parecía un verdadero milagro que se prolongaba hasta los límites
del dolor.
En el recogimiento de esos días magníficos y
profundos, la esencia misma de las hojas cambiaba imperceptiblemente, y una
buena mañana los árboles despertaban nimbados por la llamarada de un
follaje inmaterial: de pie, con un esplendor arácneo e impalpable, permanecían
en medio de una multicolor lluvia de confetti, enjambre espléndido de pavos
reales y aves fénix al cual apenas bastaría un ligero aleteo para despojarse de
su maravilloso plumaje, más leve papel de seda ya humedecido, ya perfectamente
Inútil.
Mi padre conservaba en el cajón inferior de
su amplio escritorio un hermoso plano antiguo de nuestra ciudad. Era en
realidad todo un volumen en folio, de pergaminos que, unidos por medio de
cintas, formaban un inmenso mapa mural que representaba un panorama a vuelo de
pájaro.
Fijado a la pared, a la que cubría casi por
entero, dejaba ver todo el valle del Tysmienica, que serpenteaba como una cinta
pálida y dorada, el conjunto de los grandes lagos y pantanos y los últimos
contrafuertes de las montañas, cuyas ondulaciones huían hacia el Sur,
primero raras y distantes, luego reunidas en cadenas cada vez más numerosas, en
un damero de colinas redondeadas que se hacían más pequeñas y más pálidas
a medida que se acercaban al horizonte dorado y brumoso. Bajo esas periferias
empañadas y lejanas se destacaba la ciudad, que avanzaba hacia el borde
del mapa. Al principio bajo la forma de masas aún indiferenciadas, compacta
mezcla de casas cruzadas por los arroyos profundos de las calles; más cerca se
dividía en inmuebles individualizados, que habían sido dibujados con la misma
procesión con que se verían a través de unos prismáticos.
En esta parte, el artista había logrado fijar
la profusión tumultuosa de las calles y callejuelas, el diseño de las
cornisas, arquitrabes, arquivoltas y pilastras que brillaban en el oro sombrío
de un crepúsculo que hundía a los nichos y hoquedades en una sombra color ocre.
Esos espectros de sombra se extendían como rayos de miel, por las arterias de
la ciudad. Bañaban con su masa tibia y opulenta aquí la mitad de una
calle, allá un espacio entre dos casas, y orquestaban, en un clarobscuro triste
y romántico, la polimorfía arquitectónica del conjunto.
Ahora bien, sobre este plano, dibujado en el
estilo de los prospectos barrocos, los alrededores de la calle de los
Cocodrilos formaban una mancha blanca comparable a la que, en los tratados de
geografía, señala a las regiones polares o los países inciertos o
inexplorados. Sólo algunas calles estaban indicadas allí con líneas negras, con
sus nombres trazados en escritura corriente, mientras que las otras leyendas se
distinguían por la nobleza de sus caracteres góticos. Era evidente que el
cartógrafo se había negado a reconocer esta zona como parte legítima de la
ciudad y había manifestado su oposición por medio de ese tratamiento
superficial.
Para comprender su reserva, debemos describir
aquí la naturaleza particular de este barrio equívoco. Era un distrito comercial
e industrial de muy marcado carácter utilitarista. El espíritu de la época y
los mecanismos económicos no habían perdonado a nuestra ciudad y se habían
enraizado en su periferia, donde habían dado nacimiento a ese suburbio
parásito. Mientras que en la ciudad vieja reinaba aún un comercio nocturno,
semiclandestino y ceremonioso, aquí, en este barrio joven habían florecido toda
clase de métodos comerciales sobrios y modernos. Injertado en este suelo
agotado, cierto americanismo exuberante había producido un estilo soso e
incoloro, de una Vulgaridad presuntuosa. Se veían allí miserables edificios de
fachada caricaturesca, embozados en monstruosos ornamentos de estuco que se
desmoronaban fácilmente. A las viejas barracas suburbanas se habían agregado apresuradamente
portales cerrados que, si se los miraba de cerca, no eran más que una
lamentable imitación del estilo de moda. Las vidrieras sucias sobre las cuales
se quebraba en reflejos ondulados la imagen de la calle, la madera rugosa de
los portales, el tono gris uniforme de esos interiores estériles en los que las
altas estanterías y los muros agrietados se cubrían de telas de araña y
de capas de polvo, todo eso daba a los negocios del barrio el sello de un nuevo
Klondyke. Así se alineaban una al lado de otra, los tenduchos de los sastres de
confección, los depósitos de porcelanas, las droguerías, las peluquerías. En
los grandes vidrios grisáceos de sus frentes estaban pintadas oblicuamente o en
semicírculo, inscripciones en letras doradas: CONFITERÍA, MANICURA, KING OF
ENGLAND.
Los viejos habitantes de la ciudad se
mantenían apartados de esta zona, ocupada por un populacho sin carácter ni
cohesión, una verdadera pacotilla moral, una categoría inferior del ser humano
que, por sí mismos y ellos solos, engendraban tales ambientes dudosos y
efímeros. Pero en los días de abatimiento, en las horas de debilidad, podía
ocurrírsele a un ciudadano echar a andar por esa zona equívoca. Ni siquiera los
mejores escapaban a la tentación de degradarse alguna vez, de borrar las
jerarquías, de hundirse en ese cenagal de fácil promiscuidad. Ese barrio era un
Eldorado para esos desertores que renunciaban a su dignidad. Todo allí parecía
sospechoso y dudoso; todo, por medio de guiñadas discretas, gestos
cínicos y miradas furtivas, excitaba a la concupiscencia impura; todo tendía a
desencadenar los bajos instintos.
Un transeúnte desprevenido difícilmente
descubriría la extraña peculiaridad de estos lugares, donde los colores
estaban ausentes, como en esta aglomeración mediocre y apresurada nadie pudiera
permitirse ese lujo. Todo era gris, como en un folleto ilustrado o en las fotos
en blanco y negro. Esta semejanza iba más allá de la simple metáfora pues, por
momentos, si uno paseaba por esas calles, tenía la impresión de hojear un
insípido prospecto en el que, por inadvertencia, se hubieran deslizado
proposiciones equívocas, notas escabrosas, ilustraciones parásitas. Esos paseos
se revelaban tan estériles como los desbordes de una imaginación que se
arrastra entre las ilustraciones y los textos de una publicación pornográfica.
Si uno entraba, por ejemplo, en la tienda de
un sastre, para encargar un traje de dudosa elegancia, a tono con las
características del lugar, se encontraba en un local vasto y vacío, de techo
elevado e incoloro, hasta el cual se elevaban las grandes estanterías. Ese
andamiaje de estantes vacíos conducía nuestra mirada hacia las alturas, hacia
ese techo que podía ser también un cielo, un cielo mediocre y mustio como los
de ese barrio. Pero, por otra parte, las demás piezas, que es posible ver por
la puerta entreabierta, están llenas hasta el tope de cajas y cartones,
superpuestos como en un inmenso fichero que, allá arriba junto al vago
firmamento del techo, concluye en una geometría del vacío, una construcción
estéril de la nada. La luz diurna no atraviesa esas ventanas grises de
múltiples vidrios cuadriculados como las hojas de los cuadernos escolares,
porque todo el espacio del negocio está embebido en una luz indecisa e
indiferente que no proyecta sombra ni subraya los relieves.
Y ahora se nos aparece un joven
extremadamente servicial, esbelto y ágil, dispuesto a satisfacer todos nuestros
deseos y a aplastarnos bajo su fácil elocuencia de hortera. Sin dejar de
parlotear, despliega largas piezas de tela, mide, alisa las arrugas y da forma
a la onda infinita que corre entre sus manos, armando capotes o pantalones
imaginarios. Todas esas manipulaciones solo parecen una simulación, una
comedia, una máscara irónica que oculta el sentido verdadero de su actividad.
Las vendedoras son morenas y esbeltas, pero
la belleza de cada una de ellas tiene un pequeño deterioro, muy
característico de ese barrio de mala vida. Van y vienen por la tienda, o se
apostan en la puerta, vigilando si la operación comercial confiada al experto
dependiente está llegando a concretarse. El joven hace toda clase de ceremonias
y melindres; por momentos da la impresión de ser una mujer vestida de hombre.
Uno desearía acariciar su mentón o pellizcar sus mejillas, cuando, esbozando
una mirada cómplice, atrae discretamente nuestra atención sobre la etiqueta de
su mercadería, de transparente simbolismo.
Poco a poco la cuestión de la elección de una
tela queda relegada a un segundo plano. Ese joven corrompido y casi afeminado,
lleno de comprensión por los caprichos más íntimos del cliente, exhibe ante los
ojos de éste etiquetas muy particulares, toda una colección de marcas
registradas, la colección de un amateur refinado.
Entonces descubrimos que la sastrería no era más que una fachada que disimulaba
el gabinete de un librero, repleto de libros de tiraje reducido y escritos de
carácter licencioso. El joven diligente nos muestra reservas de libros,
grabados y fotografías que se apilan hasta el techo. Las viñetas y las
estampas superan nuestros sueños más osados: nunca hubiéramos imaginado
tales abismos de depravación, una desvergüenza tan refinada.
Las vendedoras, grises, color de papel, pasan
y vuelven a pasar, ahora con mayor frecuencia, entre las pilas de libros. Sus
rostros ya corrompidos tienen ese pigmento graso de las morenas que, agazapado
en el fondo de sus ojos, se lanza a veces a una carrera enloquecida de
cucaracha. En las manchas de rubor que colorean sus mejillas, en sus lunares
picarescos, en el impudor de su vello, se trasluce el ardor de su sangre negra.
Los libros, que ellas toman con sus dedos oliváceos, parecen conservar manchas
de esa sangre: sus colorantes muy intensos, al desteñirse sobre el
papel, soltaban en el aire como una lluvia de pecas, un reguero obscuro y
aromático, olor de café, de tabaco y de hongos venenosos.
Entretanto la licencia se generaliza. El
dependiente, que ha agotado sus facultades de convicción, se ha reducido
progresivamente a una femenina pasividad. Se ha tendido sobre uno de los
numerosos divanes que se hallan entre las estanterías; un escote femenino
entreabre su pijama de seda. Las vendedoras se muestran unas a otras las
figuras y posiciones de las estampas; otras se adormecen sobre lechos
improvisados. La presión sobre el cliente se debilita. Han dejado de importunarlo
y lo dejan librado a sí mismo; entregadas a sus conversaciones, ya no le
prestan ninguna atención. Sin embargo adoptan una actitud arrogante,
colocándose de espaldas o de perfil, y juegan coquetamente con la punta de sus
zapatos u ondulan sus cuerpos con flexibilidad de serpientes, provocando así
con indolente irresponsabilidad al espectador que fingen ignorar. El huésped se
siente así atraído, empujado por esa retirada estratégica que le deja si campo
libre para actuar. Pero mejor será aprovechar ese instante de distracción para
escapar a las imprevisibles consecuencias de nuestra inocente visita y salgamos
a la calle.
Nadie nos retiene. Nos escabullimos entre
corredores de libros, entre las largas estanterías de revistas e impresos;
logramos abandonar el negocio y nos hallamos de nuevo en el punto más alto de
la calle de los Cocodrilos, desde donde se puede observar todo su trazado,
hasta las construcciones interrumpidas de la estación. La luz es grisácea, como
siempre ocurre en estos parajes, y el paisaje recuerda una foto de vieja
revista ilustrada, a tal punto son descoloridos y vulgares los vehículos, las
casas y la gente. Esta realidad, delgada como el papel, denuncia por todas sus
grietas su carácter ilusorio. A veces uno tiene la impresión de que esa
esquinita que de pronto descubrimos ha sido arreglada especialmente para
ofrecer la imagen de una avenida de una gran ciudad. Pero de inmediato esa
mascarada improvisada se descompone: incapaz de sostener su ficción, se
desmorona, y sólo queda un montón de argamasa, los escombros de un teatro
inmenso y vacío recorrido a veces por los estremecimientos de una gravedad
tensa y patética.
Lejos está de nosotros la intención de
denostar este espectáculo. Aceptamos conscientemente que el encanto mezquino de
este barrio nos seduce. Por otra parte, no está desprovisto de cierto carácter
autoparódico. Las hileras de barracas suburbanas alternan con altos edificios
que se diría hechos de cartón, un conglomerado de insignias, ciegas ventanas de
oficinas, vidrieras opacas, chapas y anuncios. La multitud hormiguea al pie de
esas casas. La calle es tan ancha como una avenida urbana, pero la calzada, a
la manera de las plazuelas aldeanas, está hecha de arcilla apisonada, invadida
de hierbas silvestres, llena de pozos y charcos. La circulación de los peatones
es motivo de orgullo para los habitantes del barrio, y hablan de ella
exhibiendo miradas de suficiencia. La multitud descolorida, anónima, está en
sumo grado poseída de su papel y despliega todo el celo posible para contribuir
a crear la impresión de una gran ciudad. Sin embargo, a pesar de su aspecto
atareado y práctico, da la impresión de un cortejo somnoliento que circula
monótonamente y sin objeto. Toda la escena está impregnada de una curiosa
insignificancia. La multitud continúa errando en una ola monótona y, cosa
extraña, se la distingue apenas vagamente. Las siluetas se deslizan en
un tumulto suave y confuso, sin llegar a destacarse completamente recortadas.
Sólo de vez en cuando puede uno aislar, en esa maraña, alguna mirada
negra y viva, un sombrero muy calado, una mitad de rostro deformado por un
rictus y cuyos labios acaban de entreabrirse, una pierna que ha dado un paso y
queda endurecida para siempre en esa actitud.
Una de las particularidades del barrio son
los coches de plaza sin conductor, que ruedan solos por las calles, y no porque
falten cocheros, sino porque éstos, perdidos en la multitud y solicitados por
otros asuntos, no se preocupan por sus coches. En esta esfera de la apariencia
y del gesto vacío, no se preocupa uno demasiado por precisar el lugar de
destino y los pasajeros se confían a esos vehículos errantes con la indolencia
que se observa aquí en general. En ciertos cruces peligrosos se los ve, a
veces, asomados fuera de sus vehículos desencajados y efectuar, no sin
esfuerzo, riendas en mano, una maniobra complicada.
En el barrio hay también tranvías, que
constituyen el más brillante de los triunfos para los concejales municipales.
Pero el aspecto de esos coches de papel maché es lastimoso, con sus tabiques
deformados por el paso del tiempo. A veces hasta les falta la delantera, de
manera que se ve a los pasajeros sentados en el interior, rígidos y en actitud
muy digna. Estos tranvías son empujados por mandaderos municipales.
Pero lo más sorprendente es el sistema
ferroviario de la calle de los Cocodrilos. A veces, durante el fin de semana, a
horas variables, se puede observar a una multitud que espera el tren en una
parada. Ni la hora de llegada del tren, ni el lugar exacto donde habrá de
detenerse son seguros y ocurre a veces que la gente forma dos filas de espera,
pues no logran ponerse de acuerdo sobre el emplazamiento de la estación.
Esperan mucho tiempo, formando un grupo sombrío y silencioso a lo largo de las
vías trazadas vagamente. Vistos de perfil, sus rostros son como máscaras de
papel que la expectativa recorta con líneas fantásticas.
Por fin el tren llega. Sale de una callecita,
minúsculo, pegado a las vías, arrastrado por una locomotora jadeante. Ha
entrado en ese corredor obscuro y la calle se ennegrece bajo el polvillo de
carbón que esparcen los vagones. La respiración apagada de la locomotora, un
soplo de extraña severidad y lleno de tristeza, el gentío y el
enervamiento contenido transforman por un instante a la calle en un andén de
estación, en medio del breve crepúsculo invernal.
El comercio de billetes de tren es, junto con
la corrupción, la plaga de la ciudad. A último momento, cuando el tren se halla
ya en la estación, tienen lugar las negociaciones con los empleados de la
línea. Antes de que ellas concluyan, el tren se pone en marcha, acompasado por
una multitud lenta y desencantada que lo sigue largo rato y luego se dispersa.
La calle, reducida por un momento a ser esa
estación crepuscular, llena del aliento de las vías lejanas, se ilumina y se
ensancha de nuevo para dejar paso a la multitud indolente y monótona, que vaga
con su impreciso murmullo a lo largo de las vidrieras que, detrás de los sucios
cristales, exhiben toda clase de baratijas, grandes maniquíes de cera y
muñecas de peluqueros.
Vestidas con largas ropas de encaje pasan,
provocadoras, las prostitutas. Son quizás, por otra parte, las mujeres de los
peluqueros o de los músicos de las tabernas. Andan con un paso elástico de
animales feroces y llevan en sus rostros malvados y corrompidos una
pequeña deformación destructiva: sus ojos negros son estrábicos, tienen
la boca desgarrada o les falta la punta de la nariz.
Los vecinos están orgullosos de las
emanaciones viciosas de la calle de los Cocodrilos. No nos privamos de nada,
piensan satisfechos, podemos ofrecernos el lujo de un verdadero libertinaje.
Dicen que todas las mujeres del barrio son cortesanas. En efecto, basta mirar a
cualquiera de ellas para encontrar una mirara insistente, viscosa, que nos
hiela con su certidumbre voluptuosa. Hasta las escolares tienen un modo de llevar los moños, un cierto
defecto en los ojos, una manera de mover sus esbeltas piernas, en los que se
esboza su futura depravación.
Y sin embargo... Sin embargo, ¿será
necesario, aún, traicionar el último secreto de este barrio, el misterio
cuidadosamente conservado de la calle de los Cocodrilos? Varias veces, en el
curso de esta narración, hemos manifestado ciertos escrúpulos y expresado
discretamente nuestras reservas. El lector atento no se sorprenderá pues al
descubrir la incógnita del asunto. Hablamos del carácter mimético de este
barrio, pero este término tiene también un significado bastante claro para
expresar la esencia intermedia e indecisa del barrio.
Nuestro lenguaje no tiene vocablos que
permitan fijar los grados de la realidad o definir su densidad. Digámoslo sin
disimulo: la fatalidad de este barrio reside en que nada cobra realidad en él.
Todos los gestos insinuados quedan en suspenso, se agotan prematuramente y no
pueden trasponer ciertos límites. Hemos tenido la oportunidad de observar la
exuberancia y prodigalidad de las intenciones, de los proyectos y de las
anticipaciones: no se trataba de otra cosa que de una fermentación de deseos,
precoz y, por lo tanto, estéril.
En una atmósfera de facilidad excesiva todos
los caprichos germinan y la tensión más pasajera crece y se cubre de estériles
excrecencias, hierbas silvestres de la pesadilla, adormideras febriles y
descoloridas. Sobre todo el barrio se cierne un olor de pecado disoluto
y perezoso: gentes, casas y tiendas sólo parecen, a veces, un estremecimiento
de su cuerpo febril, un espasmo entre sus ensoñaciones. En parte alguna
como aquí se siente uno a tal punto amenazado por la proximidad de realización,
debilitado y paralizado por la aprehensión voluptuosa del hecho a cumplirse.
Pero todo termina allí.
Una vez superado cierto nivel, el flujo se
detiene y retrocede, la atmósfera pierde color, las posibilidades recaen en la nada,
las amapolas grises y enloquecidas de la excitación se disipan en cenizas.
Nunca nos abandonará el arrepentimiento de
habernos alejado de aquella sastrería. Sabemos que jamás volveremos a
encontrarla. Iremos de una insignia a otra y siempre nos equivocaremos.
Visitaremos decenas de negocios parecidos, caminaremos entre murallas de
libros, hojearemos centenares de publicaciones, mantendremos confusas
negociaciones con vendedoras de piel pigmentada y belleza defectuosa que no
comprenderán nuestros deseos. Caeremos en confusiones sin fin, hasta que
nuestra fiebre y nuestro desasosiego se agotarán, después de tantos esfuerzos
inútiles, tantas búsquedas infructuosas.
Nuestras esperanzas reposaban sobre un
equívoco; la ambigüedad del local era sólo una apariencia; la tienda era una
verdadera sastrería y el empleado no tenía ninguna intención oculta. En cuanto
a las mujeres de la calle de los Cocodrilos, su depravación es más bien
moderada y se ahoga bajo espesas capas de prejuicios. En esta ciudad de la mediocridad
no hay lugar para los instintos exuberantes ni para las pasiones obscuras e
insólitas.
La calle de los Cocodrilos era una concesión
de nuestra ciudad al progreso y a la corrupción modernas. Pero, como es
natural, sólo podíamos pretender edificar una imitación en papel maché, un
fotomontaje hecho con recortes de viejos periódicos amarillentos.
Ilustración de
tapa:
"El Cristo y
la pecadora".
Emil Noble.
Volumen simple (S)
Bruno Schulz (1893-1942)
nació en Drohobycz, mientras esta ciudad pertenecía a la Galitzia austríaca. Se
convirtió en ciudadano polaco sólo en 1918, cuando su ciudad natal pasó a
formar parte de Polonia. Estudió en Viena, para luego regresar a Drohobycz,
donde habría de dedicarse a la enseñanza del dibujo el resto de su vida.
Tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación de Polonia por
los alemanes, Schulz, como tantos otros judíos, sufrió persecución y hambre,
hasta que, finalmente, fue muerto por un miembro de las SS. Aunque sólo publicó
dos libros de cuentos –Las tiendas color
canela y El sanatorio del
sepulturero–, esta producción de exiguo volumen fue suficiente para llamar
la atención sobre su personalidad, y varios críticos vieron en él al inmediato heredero
de Kafka. La densidad lírica, la apertura fantástica, el tranquilo fatalismo se
ordenan en los cuentos de Bruno Schulz –de los que aquí se ofrece una amplia
selección– con magistral sobriedad, en torno a ese padre mitad real y mitad
mítico que preside casi todos sus relatos.
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