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La calle de los cocodrilos

 

 

Bruno Schulz

 

 

Versión española de Ernesto Gohre

 

 

 

Estudio preliminar:

Elvio E. Gandolfo

 

 

 

 

BIBLIOTECA BÁSICA UNIVERSAL

CENTRO EDITOR DE AMERICA LATINA


 

 

 

 

 

BIBLIOTECA BÁSICA UNIVERSAL

 

Dirección: Jorge Lafforgue.

 

Secretaría: Margarita B. Pontieri.

 

Asesoramiento artístico: Oscar Díaz.

 

Diseño de tapa: Helena Homs. Selección de ilustración: Ricardo Fixjueira. Diagramación: Gustavo Valdés, Alberto Oneto, Diego Oviedo.

 

Coordinación y producción: Natalio Lukawecki, Juan Carlos Giraudo.

 

 

© 1982 Centro Editor de América Latina S. A. -Junín 981, Buenos Aires.

Hecho el depósito de ley. Libro de edición argentina. Impreso en octubre de 1982. Pliegos interiores: compuesto en Gráfica Integral. Av. Pueyrredón 538, 4to. piso, Buenos Aires; Impreso en Talleres Gráficos FA. VA. RO. SAIC y F, Independencia 3277/79, Buenos Aires. Distribuidores en la República Argentina: Capital: Mateo Cancellaro e Hijo, Echeverría 2469, 5to. C, Buenos Aires. Interior: Ryela SAICIF y A, Belgrano 624, 6to. piso, Buenos Aires.

 

ISBN 950-25-0544-1


 

 

 

Índice

 

ESTUDIO PRELIMINAR.. 4

AGOSTO.. 7

LA VISITACIÓN.. 12

LOS PÁJAROS. 16

LOS MANIQUÍES. 19

TRATADO DE LOS MANIQUÍES O EL SEGUNDO GÉNESIS. 22

FIN DEL TRATADO DE LOS MANIQUÍES. 24

LAS TIENDAS COLOR DE CANELA.. 27

EL SANATORIO DEL SEPULTURERO.. 33

EL JUBILADO.. 46

LA NOCHE DE LA GRAN TEMPORADA.. 54

MI PADRE, CAPITÁN DE BOMBEROS. 60

EL OTRO OTOÑO.. 64

LA CALLE DE LOS COCODRILOS. 67

 


ESTUDIO PRELIMINAR

 

Nacido en la Galizia austríaca en 1893, dentro de una familia judía, Bruno Schulz pasaría a ser polaco cuando su ciudad natal, Drohobycz, fue anexada a Polonia, después de la Primera Guerra Mundial. Diez años mayor que Gombrowicz, diez años menor que Kafka, su obra tiene más de un punto de contacto con la de estos autores, como así también con la de otros escritores de la cultura judía centroeuropea de esa época, como Gustav Meyrinck y Leo Perutz.

Su padre era dueño de una pequeña tienda de paños en la que Schulz pasó su infancia y adolescencia hasta 1915, fecha en que muere su padre, la figura principal de su breve ciclo narrativo. Después de sus primeros estudios, el muchacho asistió a la Escuela de Arquitectura del Politécnico de Lwow, y durante un cortó período a la Academia de Bellas Artes de Viena. Aunque no terminó sus estudios de dibujo, en su madurez dictaba clases y fue elaborando una obra plástica paralela a su actividad literaria, parte de la cual fue expuesta en Varsovia en 1973.

Los cuentos de su primer libro, Las tiendas color de canela (1934) fueron rechazados por críticos y editoriales hasta que llamaron la atención de Zofia Nalkowska, en ese entonces célebre. Sin obtener un éxito de público, Bruno Schulz pasó a integrar junto con el entonces debutante Witold/ Gombrowicz la vanguardia de la literatura polaca.

En ese entonces realiza breves viajes a Varsovia y París. En 1937 da a conocer una nueva recopilación de relatos, El sanatorio del sepulturero, y un año después la novela Kometa.

Cuando la guerra se abate sobre Polonia, Schulz comienza a sufrir el destino de la comunidad judía a la que pertenece. Logra sin embargo la protección de un miembro de la S.S. gracias a su habilidad de retratista, que había comenzado a ejercer durante la previa ocupación soviética de Drohobycz. Una simple disputa de su protector con otro integrante de la S.S. hace que este último se vengue matando a Bruno Schulz con dos tiros en la nuca, en una jornada en la que murió un centenar más de judíos en Drohobycz.

En Occidente su obra comienza a conocerse a partir de la traducción al francés de una selección de relatos de sus dos libros. Impulsado por su amigo Arthur Sandauer, el volumen fue incluido en 1961 en la colección "Les lettres nouvelles", dirigida por Maurice Nadeau, y las posteriores traducciones a lenguas occidentales se basan por lo general en esa primera versión. No conocemos traducción de su novela Kometa.

 

* * *

 

Los relatos de Bruno Schulz no son piezas diversas, y su unidad no depende sólo de preocupaciones simbólicas o estilísticas semejantes. Ambientados todos en la infancia del protagonista (con la excepción -sólo aparente- de "El sanatorio del sepulturero" y "El jubilado"), el niño que cuenta en primera persona, la criada Adela, el ambiente de la pañería y, sobre todo, la figura dominante (incluso en su ausencia) del padre, van entretejiendo un mundo autónomo, que no cuesta relacionar con una novela que en vez de desplegarse en capítulos lo hiciese mediante rodajas narrativas que se bastan a sí mismas pero al mismo tiempo necesitan de las demás para estructurar un todo que es muy superior a la suma de sus partes.

Los vínculos entre los distintos cuentos son además cronológicos, y la lectura gana si es sucesiva, no salteada. No sólo los tres relatos relacionados con los maniquíes forman un solo texto: el clima demencial de la temporada principal de ventas en la pañería ("La noche de la gran temporada"), tiene su contrapartida en la atmósfera de irritante ocio de la temporada veraniega ("El otro otoño"), en cuya lectura influye el conocimiento del relato anterior. La vigorosa comparación entre el padre y un cóndor (en "Los pájaros") está anticipada por la mención pasajera que Schulz hace en el cuento "La visitación" ("Frecuentemente subía hasta la cornisa de la ventana y se asomaba por ella, en simetría perfecta con el gran buitre disecado que colgaba al otro lado de la pared".)

Pero el factor esencial, de cuya presencia depende incluso el voltaje y sobre todo la estructura narrativa de cada relato, es la presencia del padre, uno de los personajes más ricos y logrados de la literatura de este siglo. La obra de Schulz tiene más de un punto de contacto, como ya dijimos, con la de Franz Kafka (no en vano le pertenece la traducción al polaco de El proceso, realizada en 1936). Pero una de las diferencias cruciales reside en el modo en que opera la figura paterna en cada uno de los dos. El padre kafkiano es impenetrable, implacable, lejano, siempre en fuga (recuérdese la imagen de Klamm en El castillo). El padre de Schulz, sin dejar de ser misterioso, es en cambio el macho a la vez imaginativo y perpetuamente derrotado por la eficacia femenina en su versión vulgar, de espesa sensualidad. Una y otra vez el extraño pañero, murmurante, entregado a confusos experimentos, teorías y cálculos, sometido a diversas metamorfosis, se enfrenta con Adela, la criada que puede hacerlo huir aterrorizado con sólo el gesto de hacer cosquillas (los gestos tienen en Schulz tanta importancia como en Gombrowicz o Rabelais), o humillarlo con sólo mostrarle la punta de un pie adornado con seda negra "como si fuera la cabeza de una serpiente".

El padre de Kafka es una figura del Antiguo Testamento, que jamás perdonará a su hijo, sin ningún motivo. El padre de Schulz es un Demiurgo de lo bajo, de la pacotilla, que ha obtenido la adhesión incondicional de su hijo por defender, con lo que tiene a mano y sin desfallecer, los derechos de la imaginación, sin dejar de apoyar sus actos con una teoría que plantea como un Segundo Génesis ("Tratado de los maniquíes"). Es el padre-comerciante que desprecia el comercio, que mientras contempla los desfiladeros de género de su tienda en el momento previo a la gran venta de otoño siente una honda melancolía, porque "le gustaba guardar intactas el mayor tiempo posible la reserva de colores almacenados. Temía mermar ese fondo de seguridad del otoño, trocarlo por dinero. "Es un padre que cambia de tamaño como un muñeco de goma, y cuya magnitud no depende de él: puede vérsele como débil y plano cuando parece enorme, y tanto más saludable y potente cuando se ha encogido, ya que el primer caso, aunque se enfrente a gritos con Dios es un "titán con la cadera destrozada" ("Agosto").

Su hijo Bruno tiene una aguda conciencia de su papel, tanto biográfico como literario. Luego de bautizarlo "improvisador incorregible", "estratega de la imaginación", "hombre extraordinario que defendía sin ninguna esperanza la causa de la poesía" (en "Los maniquíes"), describe el libro que estamos leyendo como "historias en las que mi padre es el héroe en el margen roído del texto".

Las imágenes de la felicidad no abundan en la literatura de este siglo. Kafka la hace aflorar en el jubiloso Gran Teatro de Oklahoma con que cierra América, lugar donde se consigue todo empleo posible. Schulz la comunica en el triunfo magistral de su padre sobre Adela, cuando recubierto de una armadura de bronce, y capitaneando a bomberos que parecen surgidos de una mezcla de Hoffmann con Mack Sennett, se impone en las palabras y en los hechos, y antes de partir a través de una ventana con una pirueta acrobática y dorada, puede decir claramente a su rival femenino: "Cerrada a los nobles vuelos de tu. fantasía, ardes con un inconsciente odio contra todo lo que se eleva por encima de lo común."

La imagen paterna está inextricablemente mezclada con el sol, es una paternidad solar, pero al mismo tiempo otoñal, decaída, de fecundidad dispersa y poco precisa, que se expresa en una teoría de una Segunda Creación concentrada más en la materia que en el espíritu, en lo que la materia tiene "de velloso y poroso, por su consistencia mística". El relato que describe el verano ("Agosto") es también aquel donde surge con más vigor simbólico el papel débil del macho y fuerte de la hembra (a través de una pareja de tíos), y de una fecundidad privada de conciencia, hundida en el paganismo de la naturaleza (a través de la idiota Tuia, que frota su costado contra el tronco del saúco, para incitarlo a "una fecundidad desnaturalizada"). Y el padre y el sol se funden, la identidad humana desaparece en "El otro otoño": "... permanecía de pie un momento, inmóvil, con los ojos cerrados, soportando el poderoso ataque del fuego solar. Y suavemente, la fachada lo absorbía hasta el aniquilamiento en su banalidad nivelada y pulida. Por un momento se convertía en un padre plano, se incrustaba en la pared".

Otro rasgo diferenciador de Schulz con respecto a los autores centroeuropeos que citamos, es su estilo. En el mismo hay un peculiar simbolismo, sesgado, pero que no desdeña el arrebato lírico o cósmico. También pesa su formación de dibujante. Al parecer tuvo que dedicar sus últimos años a la confesión de retratos que se ajustaban a los cánones del realismo socialista, reproduciendo fielmente el modelo, y los escasos dibujos de su mano que hemos visto en reproducciones, son sumarias ilustraciones de algunas de sus obsesiones (la mirada de los otros hacia su cabeza desproporcionada, las relaciones masoquistas con las mujeres). En su literatura, en cambio, sus imágenes suelen ser cercanas al cubismo: "el tembloroso silencio de los haces de aire, los rectángulos de luz soñando su febril sueño sobre el encerado parquet" ("Agosto"), "El cielo mostraba su estructura interna, exponiendo como en una mesa de autopsias las espirales y las volutas de la luz, el corte de los bloques azulados, plasma de los espacios, tejido de las divagaciones nocturnas." ("Las tiendas color de canela").

Así como mira con ojos nostálgicos la infancia, y defiende la vieja "diplomacia comercial" del padre, reserva su odio para una concepción nueva, norteamericanizada (el término es suyo) de las transacciones comerciales y humanas. Todo ese odio se concentra en "La calle de los cocodrilos". A ese barrio (una especie de Once centroeuropeo) le asigna en un mapa de la ciudad una zona en blanco que reproduce su esencial falta de personalidad. Y llega a defender los aspectos más turbios de su paraíso infantil: luego de insinuar el carácter afeminado de aquellos vendedores que parecen concentrados en la inutilidad total, de extraviarse y no poder encontrar la tienda ya visitada, se descarga incluso contra las prostitutas de ese barrio en el que hasta el sexo está privado de sentido, como un envase de plástico vacío: "En cuanto a las mujeres de la calle de los cocodrilos, su depravación es de la más mediocre (...) En esta ciudad de mediocridad no hay lugar ni para los instintos exuberantes ni para las pasiones obscuras e insólitas".

Esas pasiones obscuras e insólitas han quedado en la infancia. Aunque no poseemos fecha de escritura de los distintos cuentos, "La calle de los cocodrilos" parece un tránsito desagradable a la madurez, una madurez sombría porque se despliega en la Europa hitleriana, y que se impone en "El sanatorio del sepulturero", la clínica donde su padre (el pañero, el bombero, el autor de un Compendio de una sistemática general del otoño, el creador de pájaros y nuevos Génesis) está viviendo una vida prestada, en un sitio donde el tiempo es "desgastado, estropeado por los demás, raído, transparente, agujereado como un tamiz".

La hipersensibilidad de Schulz queda aterrada ante ese mundo muerto, prestado, pero su coraje y lucidez le hacen resistir hasta el fin, y describir un grupo de insurrectos "vestidos de negro con tiras de cuero blanco cruzadas sobre el pecho" que avanzan prontos a disparar contra la multitud. Para la vejez, sin embargo, se reserva una concreción total de esa segunda infancia: el jubilado del cuento homónimo consigue regresar a su época escolar (sin dejar de ser lúcido sobre el carácter ambiguo de la niñez: cuando el niño-viejo denuncia a un compañero afirma: "Me había convertido realmente en un niño"). Y en una epifanía definitiva, logra mediante la literatura que el viento lo arrebate y lo arrastre "cada vez más alto hacia los espacios inexplorados y amarillos del otoño", esa estación del año fundamental en la cosmogonía de Bruno Schulz.

 

Elvio E. Gandolfo

 


AGOSTO

 

I

En el mes de julio mi padre se iba a las termas y nos dejaba a los tres –mi madre, mi hermano mayor y yo– abandonados a las jornadas del verano, embriagadoras y blancas de fuego. Aturdidos por la luz, hojeábamos el gran libro de las vacaciones, cada una de cuyas páginas destellantes de sol conservaba en su fondo recóndito la pulpa de las peras doradas, azucarada hasta el éxtasis.

Durante esas luminosas mañanas, Adela, como una Pomona, volvía en ascuas del fuego del día y vaciaba su canasta repleta de coloreadas bellezas solares. Primero aparecían las brillantes cerezas, hinchadas de agua bajo su piel fina y transparente, las misteriosas guindas morenas, cuyo sabor no satisfacía, sin embargo, las promesas de su perfume; los damascos, en cuya pulpa dorada dormitaban largas y recalentadas tardes. A continuación, después de la pura poesía de los frutos, venían los enormes cuartos de carne, potentes y nutritivos, con sus teclados de costillas de ternera. Y por fin las legumbres, semejantes a plantas acuáticas, medusas muertas o cefalópodos. Todo ese material de comida todavía indeterminado y estéril, ingredientes vegetales y telúricos del futuro almuerzo, despedía un aroma salvaje y campestre.

El penumbroso apartamento del primer piso daba sobre la plaza del mercado, y cada día era atravesado de parte a parte por el gran verano: el silencio tembloroso de las corrientes de aire, los rectángulos de luz sumidos en un sueño febril sobre el piso encerado, una melodía de organillo arrancada a la napa dorada más profunda del día, dos o tres compases de un refrán tocado en algún piano y que vuelve sin cesar, para luego desvanecerse en el sol de las blancas veredas, perdiéndose en el fuego profundo del día.

Terminada la limpieza, Adela corría las cortinas de lino, sumiendo en las penumbras el apartamento. La intensidad de los colores disminuía entonces en una octava, las habitaciones se llenaban de obscuridad, como si se hundieran de pronto en la luz de las profundidades marinas reflejada por los verdes espejos del agua, y todo el calor tórrido de la jornada respiraba en las cortinas que se hinchaban ligeramente bajo los ensueños del mediodía.

Los sábados por la tarde mi madre me llevaba de paseo. De la penumbra del corredor se pasaba entonces, de sopetón, al baño solar del claro día. Los transeúntes, chapaleando en el oro, entrecerraban los ojos; sus párpados parecían untados de miel y sus belfos levantados dejaban al descubierto los dientes y las encías. Sus rostros exhibían esa mueca del calor como si el sol les hubiera impuesto una máscara de fraternidad solar, y cuando se cruzaban en la calle, jóvenes y viejos, mujeres y niños, se saludaban con esa máscara bárbara, insignia de un culto báquico, pintarrajeada con grandes trazos de oro sobre sus rostros.

La plaza del mercado estaba vacía, amarilla de fuego, y los vientos calientes la barrían como al desierto bíblico. Sólo las acacias espinosas desplegaban su claro follaje, maraña de filigrana verde finamente recortada, como la de los antiguos gobelinos. Llenos de afectación, esos árboles simulan el efecto del viento, desgreñando sus copas con gesto teatral, mostrando, en poses patéticas, la elegancia de sus abanicos de reverso plateado como las nobles pieles de los zorros. Sobre las viejas casas de muros pulidos por los vientos jugaban los reflejos de la atmósfera: ecos, recuerdos de tonos dispersos en el fondo del tiempo coloreado. Parecía como si generaciones enteras de jornadas estivales, rasqueteando los revoques mohosos de las viejas fachadas como pacientes albañiles, cascando su esmalte engañoso, hubieran desnudado su verdadero rostro, la fisonomía que su destino les había conformado desde el interior. Las ventanas, enceguecidas por la luz de la plaza vacía, dormían apaciblemente y los balcones confesaban al cielo su vacuidad. Los portones, totalmente abiertos, olían a frescura y a vino. Un grupito de niños harapientos, el único que había escapado, en un ángulo de la plaza, a la escoba tórrida del calor; atacaban a una pared con continuos disparos de botones y monedas, como si el oráculo de esos redondeles de metal pudiera revelarles la verdadera naturaleza de la pared, el sentido jeroglífico de sus fisuras y resquebrajaduras. Sólo esos niños quebraban el vacío de la plaza. Se podía esperar que, en cualquier instante, apareciera; saliendo de la sombra de las acacias, frente al portón del vinero atestado de barriles, el asno del Samaritano arrastrado por el freno, y que los servidores se precipitaran para traer al enfermo de la sala recalentada y lo llevaran por la fresca escalera hasta la planta baja, que olía a sabbath.

Así íbamos, mi madre y yo, bordeando la plaza, paseando nuestras sombras sobre los muros de las casas como sobre un teclado. Bajo nuestros arrastrados pasos el pavimento desfilaba lentamente, a veces de un tono rosa claro como el de la piel humana, a veces dorado o azul, muy liso, caliente, aterciopelado como un rostro solar, pisoteado por los transeúntes hasta el punto de hacerse irreconocible, dulcemente inexistente.

Y por fin, en la esquina de la calle Stryj, entrábamos en la sombra de la farmacia. Un gran recipiente lleno de jarabe de frambuesa simbolizaba, en la vitrina, el frescor de los bálsamos bienhechores. Unas casas más allá la calle perdía su decoro, como un paisano que, de retorno a su casa, se despoja, en el camino de toda su elegancia ciudadana para transformarse poco a poco, a medida que se acerca a su aldea, en un miserable rústico. Las casitas de los barrios apartados zozobraban en la verdura, enterradas hasta las ventanas en la floración exuberante y loca de los pequeños jardines. Olvidados por la luz del día, la hierba, los cardos y las flores se expandían profusamente, felices de esa pausa que usufructuaban, soñando al margen del tiempo, en los bordes del día infinito. En el extremo de su tallo, un girasol atacado de elefantiasis esperaba en su duelo amarillo el fin de sus días, doblegado bajo el peso de su monstruosa corpulencia. Pero las ingenuas campanillas de los suburbios, las simples florecillas de percal, no podían hacer nada y se quedaban muy tiesas en sus corolas rosas y blancas, insensibles al gran drama del girasol.

 

 

II

Una espesa maraña de hierbas y cardos arde, crepitando, en el fuego de la tarde. La siesta perezosa del jardín está poblada por el zumbido estrepitoso de las moscas. Los tallos dorados aúllan al sol como una bandada de langostas rojizas, los grillos se desgañitan en la lluvia de fuego, las silicuas llenas de granos estallan silenciosamente con un susurro de cigarras. Hacia los setos la gruesa capa de hierbas se abulta como si el jardín se hubiera dado vuelta en sueños y su pecho robusto respirara el silencio de la tierra. Aquí el mes de agosto, en su incontinencia de hembra en celo, ha cavado enormes embudos de bardanas, ha plantado inmensas plantas velludas, extendido odiosas lenguas de carne verde. Allá, esas primaveras exorbitadas, se hinchaban acurrucadas, a medias devoradas por sus faldas en furia. El jardín vende a vil precio, al primero que llega, todas sus mercaderías: el saúco, los llantenes que huelen a jabón, el alcohol salvaje de la menta, en fin, toda esa pacotilla del mes de agosto. Pero del otro lado de los setos, más allá de ese ombligo del verano donde la exuberante torpeza de la hierba gozaba a sus anchas, había un gran montón de basura donde sólo crecían los cardos. Nadie sabía que allí el mes de agosto había resuelto ese verano festejar su gran orgía. Sobre ese montón de basuras, apoyado contra el seto y hundido en el follaje espeso del saúco estaba el lecho de una joven idiota, Tonia. Así la llamaban. Sobre un montón de residuos, cascotes y detritus, de viejas pantuflas y cacerolas agujereadas, se levantaba su cama de metal pintada de verde. Cuatro ladrillos le servían de patas.

Sobre el conjunto, el aire bullía, irradiaba calor, estriado por los resplandores de los brillantes tábanos irritados por el sol que rechinaban como agitados por invisibles carracas. El aire invitaba a la locura.

Tonia estaba acurrucada entre sábanas amarillas y andrajos. Su cabezota estaba erizada de cabellos negros. Su rostro se movía como el fuelle de un acordeón. A cada instante una mueca dolorosa lo ajaba en mil pliegues diagonales; luego el asombro los estiraba de nuevo, los distendía, descubría las pequeñas hendeduras de los ojos y las encías húmedas, los dientes amarillos bajo los labios carnosos en forma de hocico. Tonia parlotea a media voz, dormita, refunfuña y gruñe. Las moscas cubren su forma inmóvil con una capa pegajosa y, de golpe, ese montón de viejas prendas, de harapos y jirones, comienza a moverse como si toda una carnada de ratas se debatiera. Las moscas, espantadas, levantan vuelo formando una gran nube negra, llena de furiosos zumbidos, fulgores y chispas. Y mientras que los guiñapos caen por tierra y se esparcen sobre los desperdicios como ratas que huyeran en todas direcciones, una forma se recorta lenta, penosamente, en el montón de basuras: una joven idiota, semejante a un dios pagano, se yergue sobre sus piernitas infantiles, y su cuello, inflado por la cólera, su rostro obscurecido por el furor, en el que se distinguen, como pinturas primitivas, los arabescos de las venas hinchadas de sangre, dejan escapar un grito ronco, animal, arrancado de los bronquios y los tubos de órgano de ese pecho a medias animal, a medias divino. Los cardos aúllan al sol, las bardanas se inflan y se envanecen de su carne impúdica, los grandes llantenes escupen una baba venenosa, mientras que la joven idiota, lanzando gritos ahogados, frota convulsivamente sus caderas carnosas contra el tronco del saúco, que cruje silenciosamente bajo los ataques de su concupiscencia débil, incitándolo imperiosamente a una fecundidad desnaturalizada.

La madre de Tonia hace la limpieza en las casas de la vecindad. Es una buena mujer, pequeñita, amarilla como el azafrán, y es también con azafrán con lo que impregna los pisos, las mesas y los bancos de madera de abeto que lava durante todo el día en las casas de los pobres. Una vez fuí con Adela a casa de María. Era por la mañana y entramos en una piecita pintada de azul. Sobre el piso de tierra apisonada se pavoneaba el sol, amarillo claro, en el silencio matinal medido por el horrible rechinar de un reloj aldeano. María la loca estaba acostada en un cajón lleno de paja, blanca como una hostia y silenciosa como un guante que la mano ha abandonado. Y, como para aprovechar su sueño, el silencio era inagotable, ese amarillo silencio malvado y vocinglero charlaba, criticaba, arengaba en alta voz, en un vulgar soliloquio de maniático. Y el tiempo de María, el tiempo aprisionado en su alma, la había abandonado, y galopaba, horriblemente real, a través de la pieza. Ruidoso, se derramaba a baldazos desde el molino del reloj como si fuera harina, mala harina, harina friable, esa harina estúpida de los locos.

 

 

III

En una de esas casitas, rodeada por un cerco obscuro, hundida en la verdura proliferante, vivía la tía Ágata. Atravesando el jardín se llegaba a la puerta de entrada, coronada por grandes bolas de vidrio suspendidas de espigas metálicas. En esas bolas verdes, rosas y violetas había mundos enteros de luces y colores, encerrados como las imágenes felices contenidas en la inaccesible perfección de las pompas de jabón.

En la penumbra del vestíbulo, cuyas paredes estaban tapizadas de imágenes populares a medias corroídas por la humedad y ciegas de vejez, reconocíamos un olor familiar. Este olor contenía, en su fórmula de asombrosa sencillez, toda la vida de esa gente, el misterio de su raza, de su sangre y de su destino, confundidos inextricablemente en el flujo cotidiano de su tiempo personal. La vieja y sabia puerta, cuyos apagados suspiros acompañaban al ir y venir de la gente, las entradas y salidas de la madre, de las hijas y del hijo, se había abierto a nuestro paso sin ruido, como la puerta de un armario, dejándonos penetrar en su vida. Estaban sentados a la sombra de su destino y no luchaban más; sus primeros gestos torpes traicionaban su secreto. Por otra parte ¿no éramos sus parientes, ligados a ellos por los mismos lazos de la sangre y de la suerte?

Las pesadas cortinas de terciopelo azul veteado de hilos dorados preservaban la obscuridad de la pieza, pero aún aquí el eco de la llameante luz diurna, aunque filtrada por la espesa verdura del jardín, jugaba con reflejos cobrizos sobre los marcos de los cuadros, las fallebas de las puertas y los vidrios de los tabiques. La tía Ágata se levantó de su sillón. Era alta, abundante de carnes, carnes blancas como roídas por el moho. Nos sentamos a su vera, haciendo un alto al borde de su vida, un poco embarazados por la pasividad con la cual ella y sus hijos se ofrecían a nuestras miradas. Bebimos jarabe de rosas con agua, bebida extraordinaria que me parecía reunir en su aroma y sabor la esencia misma de ese tórrido sábado.

La tía Ágata renegaba. Era el tono general de su conversación, la voz misma de esa carne blanca y fértil que parecía desbordarle del cuerpo y experimentar la más grande dificultad para mantenerse dentro de los límites de una forma individual, pronta a hacerse pedazos en cualquier instante, a brotar, a proliferar.

Hubiérase dicho que su femineidad podía privarse cómodamente de la fecundación y bastarle un aroma algo masculino, un vago olor de tabaco o una broma relativamente picante, para ponerse a proliferar lujuriosamente. Y, en realidad, sus continuas recriminaciones a su marido y sus domésticos, su solicitud cargosa hacia los niños, no eran más que caprichos de su fecundidad insatisfecha, prolongación natural de esa coquetería insoportable, arisca, lacrimosa, con la que ponía a prueba a su marido. El tío Marcos, pequeño, encogido, de rostro perfectamente asexuado, parecía reconciliado con su insuficiencia y permanecía en la sombra de un desprecio infinito que debía parecerle muy confortable. En sus ojos grises se incubaba la brisa lejana del jardín, tamizada por los vidrios de la ventana. De tanto en tanto trataba tímidamente de protestar, de enfrentar a su mujer, pero la marea de la omnipotencia femenina barría con ese gesto insignificante e iba más allá, triunfalmente, ahogando bajo su flujo impetuoso esos débiles sobresaltos viriles. Había algo de trágico en esa fecundidad sin freno: la miseria de una criatura que se debatía entre la nada y la muerte, el admirable coraje de la hembra triunfante sobre la insuficiencia del macho. Pero la progenitura estaba allí para probar lo bien fundado de ese pánico maternal, de esa furia por parir que se agotaba en productos defectuosos, en una generación de fantasmas exangües.

Lucía había entrado en la pieza. Su cuerpo aún infantil, de carne blanca y delicada, soportaba una cabeza prematuramente desarrollada. Me tendió su mano de muñequita y se ruborizó de inmediato. Disgustada por esos colores que traicionaban impúdicamente los secretos de sus reglas precoces, pestañeaba y enrojecía ante la pregunta más inocente, ya que ésta podía contener una alusión a su virginidad ultrasensible.

Emilio, el mayor de mis primos, lucía un bigotito rubio en su rostro deslavado e iba de un extremo a otro de la pieza con las manos hundidas en los amplios bolsillos de sus pantalones.

Su traje elegante y costoso era notoriamente exótico. Emilio acababa de llegar del extranjero. En su rostro confundido y mustio, que día a día parecía diluirse hasta semejar una blanca pared, una pálida red de venas dejaba transparentar aún, aquí y allá, los recuerdos de una vida tempestuosa y fracasada. Era un maestro en juegos de naipes, fumaba largas y elegantes pipas y olía a lejanas comarcas. Recorría sus recuerdos con la mirada ausente y contaba extrañas anécdotas cuyo hilo a veces extraviaba bruscamente, dejándolas inconclusas, disipadas en la ambigüedad.

Yo lo miraba ávidamente en la esperanza de distraer un poco su atención para que me ayudara a escapar del hastío de la siesta. Y me pareció, en efecto, que al salir de la pieza me había guiñado un ojo. Lo seguí, pues, a la habitación vecina. Se había sentado en un cosy-corner muy bajo y las rodillas le quedaban a la altura de la cabeza, calva como una bola de billar.

Aparentaba ser nada más que un traje amplio y arrugado, arrojado negligentemente sobre el apoyabrazos. Su rostro sólo era el aliento de un rostro, la huella que un desconocido, al pasar, hubiera dejado en el aire. Hurgaba en su billetera con sus manos de venas azules.

De la neblina de su cara emergió dificultosamente un ojo torvo que me hizo una seña de connivencia picaresca. Me sentí invadido por una desbordante simpatía hacia ese hombre. El me tomó en sus rodillas y, barajando con sus manos expertas las fotografías que había sacado de su billetera, me hizo admirar imágenes de hombres y mujeres en extrañas posturas. Estaba apoyado en él y miraba esos cuerpos humanos tan delicados, esos ojos lejanos que nada veían, cuando, de pronto, el fluido de la intensa turbación que había revuelto el aire me alcanzó y me hizo estremecer de inquietud, llevándome a una repentina comprensión. Mientras tanto, la bruma de esa sonrisa que se había dibujado bajo su indeciso bigote, el embrión del deseo que había alterado el latido de una vena de su sien, la tensión que había fijado por un instante los rasgos dispersos de su rostro, todo eso había desaparecido, y su rostro se hundió otra vez en la nada, se entregó, desapareció.

 


LA VISITACIÓN

 

I

Por aquella época nuestra ciudad tenía ya cierta tendencia a hundirse en la grisalla crónica del crepúsculo, a guarnecerse en las fronteras de una lepra obscura, una putrefacción velluda y mohosa de color ferroso.

Era así que, liberado de las brumas matinales, el día se columpiaba en una siesta color ámbar, se volvía transparente por un momento, y dorado como un vaso de cerveza negra, para descender en seguida bajo las bóvedas innumerables de la vasta noche coloreada.

Vivíamos en la Plaza del Mercado, en una de esas casas lóbregas de fachadas vacías y ciegas, imposibles de identificar. Esa era la causa de continuos errores. Porque una vez que alguien se equivocaba de puerta o subía por error una escalera que no era la indicada, entraba en un laberinto de alojamientos desconocidos, de galerías, de pasillos inesperados que le hacían olvidar poco a poco su destino inicial y sólo al cabo de varios días, luego de extrañas y tortuosas aventuras, recordaba con remordimientos, en un gris amanecer, la casa paterna.

Atestada de armarios, de canapés profundos, de espejos empañados y palmas artificiales nuestro gran departamento caía lentamente en el abandono al que lo arrastraba la indolencia de mi madre, que pasaba sus días en la tienda, y de la incuria de Adela, la de las finas piernas, que, sabiéndose poco vigilada, pasaba todo su tiempo acicalándose, abandonando por todas partes rastros de su coquetería, bajo la forma de mechones de pelo, peines, zapatos y corpiños abandonados negligentemente por el piso.

Ignorábamos el número exacto de nuestras habitaciones, pues no sabíamos cuántas habían sido subalquiladas a extraños. A veces nos ocurría que abríamos por casualidad la puerta de una de esas piezas olvidadas y la hallábamos deshabitada. Su inquilino la había abandonado hacía tiempo y, en cajones que no habían sido abiertos durante meses hacíamos entonces extraños descubrimientos.

Los dependientes de la tienda vivían en las habitaciones de la planta baja y a menudo nos incomodaban los gemidos emanados de sus pavores nocturnos. En invierno, y aún antes del amanecer, nuestro padre descendía a esas habitaciones frías y obscuras, espantando delante de él con su vela bandadas de sombras, e iba a despertar a esos soñadores de sus sueños de piedra.

En los rincones se refugiaban, inmóviles, inmensas cochinillas, agrandadas más aún por la sombra que la vela les proveía y que no los abandonaba siquiera cuando uno de esos informes cuerpos chatos se echaba a correr de pronto como un artrópodo cojo.

Por esa época la salud de mi padre comenzó a declinar. En las primeras semanas de ese invierno precoz pasaba días enteros en la cama, rodeado de frascos de remedios y de libros de cuentas que le llevaban de la tienda. El dolor amargo de la enfermedad se depositaba en el fondo de la pieza, donde el empapelado exhibía más claramente su enmarañado arabesco.

Por la noche, cuando mi madre volvía de la tienda, mi padre se reanimaba, sobreexcitado y propenso a las disputas, reprochándole su negligencia en la atención de las cuentas. Enrojecía y se trastornaba hasta llegar al borde del desmayo. Recuerdo que una vez, en medio de la noche, lo vi correr, descalzo y en camisa, de un extremo al otro del gran canapé de cuero, manifestando de esta manera su irritación ante mi desamparada madre.

Pero otras veces permanecía en calma durante días, silencioso, hundido en sus libros, completamente extraviado en los laberintos del cálculo.

Aún lo veo, a la luz de la humeante lámpara, acodado en sus almohadones, a la cabecera esculpida de su lecho, proyectando en la pared una inmensa sombra que se balanceaba en una embotada y silenciosa meditación.

A veces asomaba la cabeza por encima de sus libros de cuentas, como para respirar una bocanada de aire; abría la boca, revolvía con disgusto la lengua seca y áspera y miraba a su alrededor como si buscara algo. Podía suceder entonces que bajara subrepticiamente de la cama y corriera hasta cierto rincón de la pieza en el que se hallaba su instrumento de confianza. Era una especie de clepsidra o gran retorta de vidrio con divisiones y llena de un líquido negruzco. Mi padre se unía a este instrumento por medio de un cordón umbilical y se quedaba inmóvil, pleno de recogimiento. Su mirada se tornaba entonces más lóbrega, en tanto que en su pálido rostro aparecía una expresión de dolor o, quizás, de culpable voluptuosidad.

Después volvían los días de trabajo silencioso, sólo entrecortado por monólogos solitarios. Cuando se hallaba sentado bajo la luz de su lámpara de petróleo, entre los almohadones del gran lecho, y la habitación se llenaba de esa sombra que, a través de los vidrios, la ligaba a la noche cerrada, él sentía, sin mirar, que el espacio circundante lo rodeaba de una viviente multitud de pulsaciones, ruidos y roces. Percibía, sin mirar, toda una conjuración de guiños que se urdía entre los arabescos del empapelado. Le parecían, de golpe, orejas que escuchaban y bocas que sonreían.

Entonces fingía sumergirse más atentamente aún en su trabajo; contaba, sumaba, volvía a contar, temiendo dejar traslucir esa cólera que crecía en él, tratando rechazar la tentación de echarse hacia atrás y atrapar un manojo de esas orejas y bocas que la noche había hecho surgir de su seno y que extraían sin usar nuevos retoños y nuevos pimpollos de su ombligo de tinieblas. Sólo recobraba la calma cuando, con la retirada de la noche, el empapelado languidecía, perdía sus hojas y flores, dejaba entrever a través de sus ramas denudadas, la aurora lejana.

Entonces, entre el gorjeo de pájaros pintados en el alba amarilla del invierno, se entregaba por unos instantes, a un sueño negro y denso.

Durante esos días y semanas en que parecía sumergido profundamente en las complicaciones de sus cuentas corrientes, su pensamiento exploraba secretamente el laberinto de sus entrañas. Retenía el aliento y tendía las orejas. Y cuando su mirada volvía, empalidecida y turbada, de esos limbos, parecía reconfortarse con una sonrisa. Todavía no creía, y las rechazaba como absurdas las hipótesis que lo asaltaban.

De día eran taciturnas meditaciones, largos monólogos en voz baja entrecortados por interludios humorísticos y altercados regocijantes. Pero por la noche esas voces se hacían más apremiantes. Sus exigencias se hacían imperiosas y lo oíamos conversar con Dios, a veces suspirando, otras evitando o rechazando sus insistentes pretensiones.

Hasta que una noche su voz se elevó, inexorable, exigiendo a Dios que se expresara por su boca y sus entrañas. Y escuchamos al espíritu entrar en él; lo escuchamos levantarse, alto, descarnado, agrandado por toda su cólera de profeta, ahogándose con palabras de reproche que eyectaba como una ametralladora. Oímos el estrépito del combate y los gemidos de mi padre, titán con una cadena rota que aún osaba desafiar a los dioses.

Jamás he visto a los profetas del Antiguo Testamento, pero ante la visión de este hombre, derribado por la cólera de Dios, en cuclillas sobre un gran orinal de porcelana, recubierto por el viento de sus hombros, las nubes de su gesticulación que sólo dominaban su voz cascada y como extranjera, he comprendido la cólera divina de esos viejos venerables.

Ese lenguaje era amenazador como el de la pólvora. Los gestos desordenados de sus brazos despedazaban el cielo y por los agujeros de éste aparecía el rostro de Jehová hinchado de cólera y vomitando injurias. Sin mirar, veía a ese Demiurgo vengativo recostado sobre las tinieblas, como si fueran un monte Sinaí, o aferrado con sus manos poderosas a la cornisa de la ventana y pegando su inmenso rostro a los vidrios que deformaban su nariz atrozmente carnosa.

Yo oía su voz en los intervalos de la tirada profética de mi padre; oía los reproches de sus labios hinchados que hacían temblar los vidrios y se mezclaban a las amenazas, a las lamentaciones y a los insultos fulminantes de mi padre.

A veces ambas voces bajaban de tono hasta llegar a ser sólo un murmullo y su querella recordaba el parloteo monótono del viento en las chimeneas nocturnas; y de pronto volvían a estallar en un gran estrépito, en una tempestad de quejas y de insultos. Repentinamente, la ventana se abría en un hiato negro y un paño de obscuridad hacía irrupción en la pieza.

Al resplandor de un relámpago vi a mi padre, en camisón, con una blasfemia en la boca, arrojar violentamente el contenido de su taza de noche hacia las tinieblas que resonaban afuera como una gran caracola.

 

 

II

Mi padre se agotaba, se marchitaba a ojos vistas. Apoyado en sus cojines, la cabeza salvajemente erizada de mechones grises, conversaba consigo mismo, en voz baja, sumergido hasta el cuello en sus misteriosas especulaciones. Podía pensarse que su personalidad se había escindido en varios yo diferentes y hostiles, pues discutía rabiosamente con interlocutores imaginarios, sostenía conversaciones apasionadas, esforzándose por convencerlos, o bien suplicaba, para luego conciliar ambas partes, como si presidiera una asamblea de accionistas, con gran despliegue de suavidad y habilidad. Pero cada vez, esas asambleas tempestuosas en las que se derrochaba tanto apasionamiento, se disolvían en medio de maldiciones e injurias.

Luego sobrevenía un período de apaciguamiento, de calma y serenidad.

De nuevo los grandes libros de cuentas aparecieron sobre su cama, cubrieron la mesa y el piso y, a la luz pálida de la lámpara, una paz benedictina reinó sobre las sábanas blancas y la cabeza inclinada de mi padre.

Pero cuando, muy avanzada la tarde, mi madre volvía de la tienda, mi padre se animaba, la llamaba a su vera y le mostraba con orgullo las bellas calcomanías con que había decorado el gran libro de cuentas.

Por esa época todos observamos casi simultáneamente que mi padre se achicaba día a día, como una nuez que se deseca en el interior de su valva.

Ese lento achicamiento no estaba acompañado por una debilidad general; por el contrario, su estado de salud, su humor, su facundia parecían ir mejorando.

Ahora tenía cortos accesos de risa, o bien se desternillaba literalmente, o golpeaba en los maderos del lecho y a continuación decía "pase usted", en diversos tonos, durante horas enteras, sin cansarse jamás. De vez en cuando dejaba la cama, se subía al armario y se ponía a arreglar las antiguallas llenas de moho y de polvo.

A menudo montaba sobre los respaldos de las sillas que juntaba una contra otra y, balanceándose hacia adelante y hacia atrás, buscaba con sus ojos radiantes un signo de aprobación en nuestros rostros inexpresivos. Parecía perfectamente reconciliado con Dios. A veces, durante la noche, el Demiurgo barbudo volvía a pegar su rostro fosforescente contra los vidrios de la ventana del dormitorio, pero ahora se limitaba a contemplar con benevolencia la silueta adormecida de mi padre, cuyos ronquidos parecían vagabundear a lo lejos, en el universo desconocido del sueño.

Durante los crepúsculos de ese otoño mi padre se refugiaba en los recodos más polvorientos de los desvanes, como si buscara febrilmente alguna cosa.

Y a menudo ocurría que, a mediodía, cuando nos sentábamos a la mesa, mi padre no acudía al llamado. Mi madre debía entonces llamarlo repetidamente: "¡Jacob, Jacob!" y golpeaba sobre la mesa con una cuchara, para que él, por fin, se dignara salir de un armario, cubierto de polvo y de telas de araña, la mirada extraviada, preocupado por problemas que él solo conocía.

Trepaba a menudo sobre el alféizar de la ventana y se inclinaba hacia la calle, simétricamente al gran buitre disecado que lucía en la pared de enfrente. En esta posición se mantenía inmóvil durante horas, con la mirada turbia y una maliciosa sonrisa en los labios; y cuando alguien entraba en la pieza, súbitamente agitaba los brazos como si fueran alas y cacareaba como un gallo.

Poco a poco dejamos de prestar atención a estos caprichos a los cuales se entregaba cada vez más. Parecía liberado de toda necesidad física, no tomaba alimento alguno durante semanas, se dejaba absorber más y más profundamente por sus extraños y complicados problemas, que nosotros no llegábamos a comprender. Insensible tanto a nuestras súplicas como a nuestros reproches, apenas si respondía con fragmentos de un monólogo interior cuyo fluir nadie podía contener. Permanentemente atareado y sobreexcitado, con sus mejillas teñidas de colores enfermizos, ya no se dignaba mirarnos ni escucharnos.

Poco a poco nos habituamos a su inofensiva presencia, a sus sordos gruñidos, a ese parloteo infantil vuelto hacia adentro y que se situaba en una zona marginal de nuestro tiempo personal. En esa época mi padre podía desaparecer durante varios días, extraviado por los rincones perdidos del departamento, de tal suerte que se hacía inhallable. A medida que esas desapariciones dejaron de impresionarnos y que, pasado un tiempo, reaparecía, más delgado y unas pulgadas más bajo, el hecho no lograba interesarnos. Pura y simplemente dejamos de prestarle atención: a tal punto se había alejado de todo lo humano y real.

Lo poco que quedaba de él, esa envoltura carnal y esos caprichos extravagantes, podía desaparecer un día u otro sin que nos diéramos cuenta, como esos montículos de polvo gris acumulados en los rincones y que Adela arrojaba cada mañana al tacho de residuos.

 


LOS PÁJAROS

 

El invierno había llegado, con sus días aburridos y amarillos. Una delgada alfombra de nieve, gastada y llena de agujeros, recubría la tierra, que ahora era rojiza. No había bastante nieve para cubrir toda la extensión de las techumbres, que aparecían negras y mohosas. Techos de madera y arcadas que ocultaban los ámbitos obscurecidos de los graneros, catedrales carbonizadas de flancos erizados de cabriadas, carriolas y riostras, sombríos pulmones de las borrascas invernales.

Cada nueva aurora develaba nuevas chimeneas crecidas durante la noche e hinchadas por los vientos nocturnos, tuberías de órganos infernales. Los deshollinadores no podían quitarse de encima a las cornejas que, como vivientes hojas negras, se instalaban en las ramas de los árboles vecinos a la iglesia y volvían a salir un instante después batiendo sus alas para luego posarse definitivamente, cada una en su lugar habitual; y por la mañana huían en bandadas, como torbellinos de humo obscuro o copos de hollín ondulantes y fantásticos que salpicaban con sus graznidos desiguales los rayos amarillentos del alba. Los días se habían entumecido de frío y de aburrimiento, como panes del año pasado, a los que se cortaba con malos cuchillos, sin apetito, en una perezosa somnolencia.

Mi padre no salía de casa. Cuidaba las estufas, estudiaba la naturaleza eternamente insondable del fuego, degustaba el sabor metálico y salado, el olor seco de las llamas invernales, la fría caricia de las salamandras que lamían el hollín brillante en la garganta de la chimenea. Gozosamente emprendía todas las reparaciones necesarias en la parte superior de la pieza. A cualquier hora podía vérsele encaramado en el extremo de una escalera arreglando alguna cosa en el techo, en las cornisas de las altas ventanas, en los colgantes y cadenas de las lámparas suspendidas. A la manera de los pintores se servía de su escalera como de enormes zancos. Se sentía bien en ese ámbito aéreo, en la proximidad de ese cielo pintado, ese techo decorado con pájaros y arabescos.

Se apartaba cada vez más de la vida práctica. Cuando mi madre, inquieta y entristecida por su estado, se esforzaba por arrastrarlo a una conversación seria sobre nuestros negocios, sobre el pago del próximo vencimiento, él escuchaba distraído, confuso, el rostro crispado y ausente. Podía ocurrir que la interrumpiera de pronto, con un gesto perentorio, para correr a un rincón de la pieza, pegar la oreja a una grieta del piso y quedarse escuchando, mientras levantaba sus índices para hacernos comprender la importancia capital del asunto. En esa época aún no comprendíamos el triste trasfondo de esas extravagancias, el deplorable complejo que maduraba en las profundidades.

Mi madre no tenía ninguna influencia sobre él; en cambio Adela merecía todas sus atenciones y respetos. La limpieza de la habitación era para él una importante ceremonia que no podía dejar de presenciar, siguiendo todas las operaciones de la joven con una mezcla de temor y de estremecimientos voluptuosos. Atribuía a cada uno de sus movimientos una significación profunda, simbólica. Cuando Adela se entregaba, con movimientos juveniles e insolentes, a pasar el escobillón por el piso, ya no podía soportarlo: las lágrimas le acudían a los ojos, una risa silenciosa arrugaba su rostro, y su cuerpo se sacudía en un espasmo voluptuoso. Era cosquilloso hasta la locura: bastaba que Adela lo amenazara con el dedo fingiendo una cosquilla para que escapara presa de un terror pánico, yendo de pieza en pieza y golpeando las puertas a su paso. Llegado a la última habitación se arrojaba boca abajo sobre la cama y se retorcía en una risa convulsiva provocada por un imagen interior que no podía, dominar. La muchacha tenía sobre él una autoridad casi sin límites. Fue entonces cuando observamos en él, por primera vez, un apasionado interés por los animales. Al principio era tanto una pasión de artista como de cazador, aunque también, quizás, más profunda y biológicamente, existía en él la simpatía de una criatura humana por formas de vida diferentes, una especie de experimentación sobre registros inexplorados de la vida. Pero luego el asunto tomó otro cariz, extraño, complicado, esencialmente malsano y contrario a la naturaleza; un aspecto que, en verdad, más valdría no exponer en público.

Todo empezó cuando puso a empollar huevos de pájaros. Con muchos desvelos y no menos gastos hizo traer de Hamburgo, de Holanda, de ciertas estaciones zoológicas africanas, huevos que dio a empollar a enormes gallinas belgas. También para mí era apasionante ver nacer a esos pajarillos de formas y colores fantásticos. En esos monstruitos cuyos picos enormes, inverosímiles, se abrían desmesuradamente, con silbidos de glotonería que brotaban desde el fondo de las gargantas, en esas especies de reptiles de cuerpo giboso, débiles y descarnados, era imposible prever futuros pavos reales, faisanes, cóndores o simples gallos silvestres. Esta vida en germen estaba depositada en nidos de algodón, en paneras; los animalitos alargaban sus delgados cogotes, con esas cabezas de ojos ciegos, velados de blanco, y contraían sus gargantas en un mudo piar.

Mi padre se paseaba por el criadero, vestido con un guardapolvo verde, tal como lo haría un jardinero por un invernadero de cactus, y extraía del vacío esas vejigas cerradas en las que palpitaba la vida, esos vientres impotentes que solo percibían el mundo exterior bajo forma de alimento, esas proliferaciones que iban a tientas hacia la luz. Unas semanas más tarde, cuando esos embriones ciegos estallaban a la luz del día, los nuevos habitantes llenaban las habitaciones con plumas cosquilleantes y gorjeos inacabables. Ocupaban las varillas de las cortinas, los rebordes de los armarios, anidaban en los arabescos abigarrados y en el ramaje de estaño de las grandes arañas.

Cuando mi padre estudiaba en los gruesos manuales de ornitología y hojeaba sus láminas coloreadas, esos fantasmas parecían escapar de las páginas para animar la pieza con aleteos pintarrajeados, jirones de púrpura, fragmentos de zafiro, de plata y de cobre envejecido. Para recibir la comida formaban en el piso una plata banda ondulante y coloreada, un viviente tapiz que, si alguien entraba sin tomar precauciones, se dislocaba, se dispersaba en flores volantes y finalmente se depositaba a una altura respetable.

Me ha quedado notablemente grabado en la memoria cierto cóndor, enorme ave de cuello desplumado y cara arrugada cubierta de excrecencias. Era como un asceta delgado, un lama budista que conservaba en su comportamiento una dignidad imperturbable y observaba el rígido protocolo de su noble raza. Frente a mi padre, petrificado en la actitud escultural de una divinidad egipcia, con su ojo alterado por una catarata blancuzca que desplazaba para cubrir su pupila y encerrarse en la contemplación de su augusta soledad, me parecía, con su perfil pétreo, el hermano mayor de mi padre: cuerpo, tendones, piel dura y arrugada, eran el mismo rostro huesudo y reseco, las mismas órbitas profundas, de gruesa córnea. Hasta las manos de mi padre, largas, delgadas, nudosas, de uñas muy curvadas, se parecían un poco a las garras del cóndor. Me daba la impresión, al mirar al ave adormecida, de hallarme ante la momia de mi padre, reducida por la desecación. Creo que esta extraordinaria semejanza no había escapado tampoco a la observación de mi madre, aunque nunca hablamos de ello. Es notable, además, que el cóndor y mi padre utilizaban la misma taza de noche.

En tanto ponía a empollar nuevos especímenes, mi padre organizaba en el granero bodas de pájaros; traía pretendientes, colocaba en los rincones y en las grietas novias amables y languidecientes; finalmente, el techo de la casa, un vasto techo a dos aguas, se convirtió en un verdadero albergue de volátiles, un arca de Noé que reunía toda clase de pájaros de países lejanos. Aún mucho después de la liquidación de este criadero, permaneció entre las aves migratorias, grullas, pavos reales, pelícanos, la tradición de posarse sobre esa techumbre.

Después de un deslumbrante pero corto período, esta hermosa empresa tomó un giro enfadoso. Fue necesario transferir a mi padre dos mansardas que servían de desvanes. Desde el amanecer se escuchaban allí los chillidos conjugados de los pájaros. Como cajas de resonancia amplificadas por la vasta extensión de los aleros, esas piezas estaban colmadas de aleteos, llamados amorosos y gorjeos.

Durante varias semanas mi padre permaneció casi invisible. De vez en vez bajaba a nuestras habitaciones y entonces comprobábamos que estaba más delgado y como empequeñecido. Perdía el control de sí mismo y se ponía de pie súbitamente, agitando los brazos como si fueran alas y emitía un canto prolongado, con los ojos ausentes; luego, confundido, reía con nosotros tratando de hacer pasar la cosa como una broma.

Un día, durante una época de limpieza general, Adela apareció inopinadamente en su imperio alado. Plantada en el umbral, se retorcía las manos horrorizada por la fetidez de los montones de excrementos que cubrían el piso, las mesas y todos los muebles. Sin vacilar, abrió la ventana y, con ayuda de un escobillón, se puso a espantar a los volátiles. Un terrible torbellino de plumas y alas se elevó en medio de una tempestad de chillidos. Como una ménade furiosa, detrás de los molinetes de su tirso, Adela bailaba la danza de la destrucción. Tan espantado como los pájaros, mi padre, agitando los brazos, trataba de volar también él. El torbellino alado se despejó poco a poco y sobre el campo de batalla solo quedaron Adela, jadeante y agotada, y mi padre, afligido y avergonzado, pronto a todas las capitulaciones.

Un instante después, mi padre bajaba de sus dominios, destrozado como un rey en el exilio que ha perdido su trono y su reino ...

 


LOS MANIQUÍES

 

Esta aventura de mi padre con los pájaros fue la última pero deslumbrante contraofensiva lanzada por ese incorregible improvisador, ese estratega de la imaginación, contra las fortificaciones de un invierno estéril y vacío. Sólo ahora comprendo su heroísmo: guerreó solitariamente contra el enemigo infinito que entorpecía a la ciudad. Sin apoyo alguno, incomprendido por los suyos, este hombre extraordinario defendía sin esperanzas la causa de la poesía. En los engranajes de ese molino mágico se abismaban las horas vacías y de allí resurgían perfumadas y coloreadas.

Habituados como estábamos a las brillantes juglarías de ese prestidigitador metafísico, nos inclinábamos a ignorar el valor de su magia soberana, que nos libraba de días y noches letárgicas. Nunca le reprochamos a Adela su obtuso vandalismo. Por si contrario, experimentábamos una especie de innoble satisfacción viéndola refrenar esas exuberancias que nos gustaban sin reservas, pero cuya responsabilidad declinábamos con perfidia. Había también en esa traición, quizás, un secreto homenaje a Adela victoriosa, a quien atribuíamos vagamente alguna misión que emanaba de las fuerzas superiores. Traicionado por todos, mi padre abandonó sin resistencia los lugares de su antiguo esplendor. Exiliado voluntario, se retiró a una habitación vacía al fondo del corredor y se atrincheró en su soledad. Fue olvidado.

De nuevo el fúnebre gris de la ciudad nos sitió por todos los flancos. En las ventanas florecía la sombría culebrilla de las auroras, la lepra de los crepúsculos, velluda piel de las largas noches invernales. Los empapelados, otrora entreabiertos al vuelo ligero de la raza alada, se habían condensado y encerrado en sí mismos, confundidos en la monotonía de amargos monólogos.

Las arañas se habían ennegrecido y marchitado como viejos cardos; sus pendientes resonaban suavemente cada vez que alguien se abría paso a través de la penumbra de las habitaciones. En vano Adela había adornado su ramaje con velitas de colores, sucedáneos desmañados, pálidos recuerdos de las brillantes fiestas que habían iluminado esos jardines colgantes.

¿Dónde estaban –¡ay!– esas floraciones chillonas, esos despliegues rápidos y fantásticos, esos ramilletes de lámparas que emitían, como alados fantasmas, mazos de cartas mágicas que se dispersaban en palmoteos coloreados, en escamas azules, verde pavo o verde cotorra, metálicos dibujando curvas y arabescos, trazos centelleantes de remolinos, abanicos pintarrajeados, batir de alas que, mucho después del vuelo, persistían en un ambiente reverberante y enriquecido? Quedaban ecos, aún, en las profundidades, pero ningún músico horadaba, con su flauta, las estremecidas napas de aire.

Esas semanas transcurrían bajo el signo de una extraña somnolencia. Las camas siempre deshechas, atestadas de sábanas y de frazadas que tantos sueños pesados habían aplastado y arrugado, se erguían como profundas barcas prestas a navegar hacia los húmedos laberintos de una obscura Venecia.

Al amanecer Adela nos traía el café. Nos vestíamos perezosamente en nuestras habitaciones frías, a la luz de una vela muchas veces reflejada en los vidrios negros de las ventanas. Esas mañanas estaban invadidas por un zafarrancho desordenado, búsquedas languidescentes en cajones y armarios. Todo el departamento resonaba bajo el chasquido de las pantuflas de Adela. Los dependientes encendían linternas, recibían de mi madre las pesadas llaves de la tienda y salían a la obscuridad densa y remolineante. Mamá no lograba concluir con su arreglo personal. Las velas se consumían en los candeleros. Adela desaparecía en las piezas alejadas o en el altillo, donde colgaba la ropa a secar y no había manera de hacerla volver. Nuevo aún, sucio y turbio, el fuego del hogar lamía en la chimenea las frías excrecencias del brillante hollín. La vela se extinguía y entonces la pieza se sumergía en la obscuridad. Nos dormíamos a medio vestir, la cabeza apoyada en la mesa, en medio de los restos del almuerzo. Pero nos despertaba la ruidosa limpieza de Adela. Y mi madre no terminaba de acicalarse. Antes de que acabara de peinarse, los dependientes volvían para almorzar.

La penumbra que cubría el mercado tomaba el aspecto de un vapor amarillento. Por un instante se hubiera podido pensar que de esa turbia humareda de color de miel y ámbar se desprendían todos los tintes de las más suntuosas horas de la siesta. Pero el momento feliz pasaba, ese esbozo de aurora se marchitaba, ese germen de día casi maduro caía en una grisalla impotente. Nos sentábamos a la mesa; los dependientes se restregaban las manos rojas de frío y, de pronto, la prosa de sus conversaciones nos recordaba de golpe qué día era: un martes triste y vacío, sin tradición ni rostro. Sólo cuando aparecían en la mesa, en medio de una fuente de gelatina transparente, dos grandes pescados paralelos y en posición inversa como en la figura zodiacal, reconocíamos en ellos el emblema de ese día, el atributo de un martes anónimo. Los compartíamos apresuradamente, satisfechos de que esa jornada hubiera tomado al fin su verdadera fisonomía.

Los dependientes comían ceremoniosamente, llenos de unción. El olor de la pimienta se expandía por la pieza. Cuando con un trozo de pan limpiaban en su plato los restos de la gelatina, evocando ya el blasón del día siguiente, cuando en el plato sólo quedaban las cabezas de los pescados, todos sentíamos que nuestras fuerzas conjugadas habían acabado con ese día y que las próximas horas no debían ser tomadas en cuenta.

Estos restos abandonados a sí mismos, eran ahora asunto de Adela. Ella los liquidaba con energía hasta la hora del crepúsculo, con gran derroche de ruido de cacerolas y chorros de agua fría, mientras mi madre se adormecía en el diván.

Mientras tanto se levantaba ya en el comedor el decorado de la noche. Poldina y Paulina, las dos costureritas, se instalaban lo mejor que podían con los útiles de su oficio. Conducida por ellas, una dama silenciosa entraba en la pieza: era una criatura de tela y estopa con una bola de madera negra a guisa de cabeza. Aunque arrinconada entre la puerta y la estufa, esta divinidad tranquila se adueñaba de la situación. Sin moverse, vigilaba en silencio el trabajo de las jóvenes. Acogía con aire crítico y descortés sus esfuerzos por complacerla, cuando se arrodillaban frente a ella para probar trozos de tela hilvanados con hilo blanco. Las chicas servían pacientes y atentas a este ídolo sin voz al que nadie podía satisfacer, ese Moloch inexorable, tan inexorable como sólo pueden serlo los Moloch femeninos, que sin cesar les ordenaba volver al trabajo. Delgadas como husos, rápidas como carreteles de madera desenrollándose, manipulaban graciosamente la masa de telas y sedas, ingeniándoselas para cortar, en un chis chas de tijeras, los paños de colores, haciendo zumbar la máquina de coser, cuyos pedales accionaban con sus pies calzados con zapatos de charol. A su alrededor, retazos, jirones y deshechos multicolores, cubrían el piso como cortezas o cascaras abandonadas por dos grandes papagayos difíciles y derrochadores.

Sin prestar atención, las muchachas arrojaban a sus pies esos restos de un carnaval posible, ese vestuario de una mascarada abortada. Dejaban caer esos trozos de paño con risa nerviosa, acariciaban los espejos con la mirada. Sus almas y la pronta magia de sus manos no se hallaban en las tristes ropas que dejaban sobre la mesa, sino en esos centenares de retazos, en esos recortes ligeros y volátiles con los que hubieran podido salpimentar a la ciudad entera en un torbellino de nieve coloreada.

De pronto sentían demasiado calor y abrían la ventana para inspeccionar, al menos, en su soledad impaciente y su sed de novedad, el rostro anónimo de las tinieblas que venían a pegarse en los vidrios. Refrescaban así sus mejillas afiebradas frente a la noche que hinchaba las cortinas, abrían sus escotes ardientes como rivales llenas de odio, prontas a batirse por el Pierrot que depositara en la ventana un suspiro nocturno. ¡Ah, qué poca cosa exigían a la realidad! Lo tenían todo en sí mismas. Les hubiera bastado un Pierrot sucio de hollín, que les dijera esas dos palabras que ellas siempre habían esperado, para asumir el papel para el que se hallaban preparadas desde hacía tanto tiempo y que se hallaba en suspenso como sus labios, preñado de una amargura dulce y terrible, rico en impulsos pasionales como las páginas de una novela de amor devorada durante la noche con abundantes lágrimas que ruedan sobre mejillas febriles.

Durante el curso de una de sus expediciones vespertinas por el apartamento, en ausencia de Adela, mi padre sorprendió una de esas silenciosas sesiones. Con la lámpara en la mano, se detuvo un instante en el vano de la puerta de la pieza contigua, encantado por ese cuadro lleno de fiebre y de excitación, ese idilio de polvos de arroz, papeles de seda y atropina, esa escena que tenía por fondo místico una noche de invierno que respiraba en las cortinas infladas de las ventanas. Ajustándose los lentes se aproximó unos pasos y caminó alrededor de las muchachas iluminándolas con su lámpara. Una corriente de aire que se había filtrado por la puerta abierta levantó las cortinas: las jóvenes se dejaron contemplar, ondulando las cinturas; el esmalte de sus ojos brillaba tanto como el charol de sus zapatos y las hebillas de sus ligas bajo las polleras que el viento había levantado. Los trapos se pusieron en movimiento hacia la puerta como una manada de ratas. Examinando a las jóvenes mi padre murmuró: "Genius avium... Salvo error de mi parte, scansores o psitacci... Dignas del mayor interés".

Este encuentro fortuito marcó el comienzo de una serie de reuniones en el curso de las cuales mi padre supo muy rápidamente seducir a las dos jóvenes con su extraordinaria personalidad. A cambio de la espiritual y galante conversación con que él llenaba el vacío de sus tardes de trabajo, las dos personitas permitían a ese apasionado observador estudiar la estructura de su superficial belleza.

Eso ocurría durante la conversación, con una elegancia y una seriedad que quitaba todo aspecto equívoco a los momentos más peligrosos. Mientras hacía deslizar la media de Paulina más abajo de la rodilla, estudiaba con ojos enamorados la confección pura y precisa de la liga y decía: "¡Qué encantadora y feliz es la forma de ser que usted ha elegido! ¡Qué bella y simple es la tesis que le ha sido dado expresar por medio de su existencia! Pero además, ¡con qué maestría y fuerza desempeña usted esa tarea! Si, perdiendo todo respeto hacia el Creador, quisiera divertirme criticando su creación, exclamaría: ¡Menos fondo, más forma! ¡Ah, cuánto aliviaría al mundo una disminución del fondo! ¡Un poco más de modestia en los proyectos, un poco más de prudencia en las pretensiones y el mundo sería perfecto, señores Demiurgos!" Así se expresaba mi padre en el momento justo en que despojaba de su media a la blanca pierna de Paulina.

De pronto Adela aparecía en la puerta del comedor con la fuente de la cena. Era el primer encuentro entre las dos potencias enemigas desde el gran conflicto por el asunto de los pájaros. La presente circunstancia, de la que éramos testigos, nos alarmó; nos sentíamos muy incómodos de tener que asistir a una nueva humillación de un ser humano ya tan puesto a prueba. Mi padre, que estaba de rodillas, se puso de pie, muy confundido; sucesivas oleadas de rubor colorearon su rostro. Pero, de manera inesperada Adela se puso a la altura de la situación. Se acercó a mi padre sonriendo y le dio un papirotazo en la nariz. A esta señal Poldina y Paulina aplaudieron, patalearon alegremente, se colgaron de los brazos de mi padre y le arrastraron a una ronda alrededor de la mesa. De esta manera, gracias al buen corazón de las muchachas, el germen de un doloroso conflicto se disipó en la alegría general.

Tal fue el comienzo de las muy curiosas conferencias a las que se entregó mi padre, bajo la inspiración que fomentaban en él los encantos de sus ingenuas oyentes, durante las siguientes semanas de ese invierno precoz.

Era notable la manera con que todas esas cosas, en contacto con ese hombre asombroso, volvían en cierta manera a la raíz de su ser, reconstruían su manifestación fenoménica hasta su propio nudo metafísico y retornaban, por así decirlo, a su idea primitiva, para apartarse enseguida y derivar hacia zonas dudosas, ambiguas y azarosas a las que podría llamarse, para simplificar, las zonas de la Gran Herejía. Nuestro heresiarca iba entre las cosas como un magnetizador, contaminándolas y dándolas vuelta con su peligroso encanto. ¿Deberé decir que Paulina fue también su víctima? En esos días ella fue su alumna, al mismo tiempo que objeto de sus experiencias.

Me esforzaré en exponer con toda la prudencia necesaria y evitando el escándalo, la doctrina más heterodoxa que poseía a mi padre y dominó todos sus actos durante largos meses.

 


TRATADO DE LOS MANIQUÍES
O EL SEGUNDO GÉNESIS

 

"El Demiurgo", dijo mi padre, "no tuvo el monopolio de la creación; ella es privilegio de todos los espíritus. La materia posee una fecundidad infinita, una fuerza vital inagotable que nos impulsa a modelarla. En las profundidades de la materia se insinúan sonrisas imprecisas, se anudan conflictos, se condensan formas apenas esbozadas. Toda ella hierve en posibilidades incumplidas que la atraviesan con vagos estremecimientos. A la espera de un soplo vivificador, oscila continuamente y nos tienta por medio de curvas blancas y suaves nacidas de su tenebroso delirio.

"Privada de iniciativa propia, maleable y lasciva, dócil a todos los impulsos, constituye un dominio sin ley, abierto a innumerables improvisaciones, a la charlatanería, a todos los abusos, a las más equívocas manipulaciones demiúrgicas. Es lo más pasivo y desarmado que hay en el universo. Cada cual puede amasarla y moldearla a su arbitrio. Todas las estructuras de la materia son frágiles e inestables y están sujetas a la regresión y la disolución.

"No hay ningún mal en traducir la vida a nuevas apariencias. El asesinato no es un pecado. A menudo no es más que una violencia necesaria aplicada a formas entumecidas y refractarias que han dejado de ser interesantes. Puede incluso ser meritorio en el curso de una experiencia curiosa e importante. Se podría hacer del asesinato el punto de partida de una nueva apología del sadismo."

Mi padre no se fatigaba nunca en su glorificación de este elemento extraordinario.

"No hay materia muerta", enseñaba. "La muerte no es más que una apariencia bajo la cual se ocultan formas de vida desconocidas. Su escala es infinita, sus matices inagotables. Por medio de múltiples y preciosos arcanos, el Demiurgo ha creado numerosas especies dotadas del poder de reproducirse. Se ignora si esos arcanos podrán ser descubiertos un día, pero no es necesario, porque si esos procedimientos clásicos nos fueron prohibidos de una vez para siempre, no por eso no habrían de quedar muchos otros, una infinidad de procedimientos heréticos y criminales."

A medida que de esas generalidades cosmogónicas mi padre pasaba a consideraciones que le tocaban más de cerca, su voz bajaba de tono para transformarse en un murmullo penetrante; su expresión se hacía cada vez más difícil y confusa y se perdía en regiones progresivamente riesgosas y conjeturales. Su gesticulación tomaba entonces una especie de solemnidad esotérica. Entrecerraba un ojo, se llevaba dos dedos a la frente y su mirada se volvía notablemente astuta. Subyugaba a sus interlocutores, penetraba con su mirada sin par sus reservas más íntimas, y llegaba a lo más profundo, los hacía retroceder hasta sus últimas trincheras, los entretenía con un dedo juguetón, hasta que brotaba de ellos un destello de comprensión y de vida. Esta toda resistencia manifestaba su acuerdo y su complicidad.

Las jóvenes permanecían sentadas, inmóviles; la lámpara humeaba, ya hacía rato que la tela se había deslizado de la máquina de coser, que había continuado girando un poco más dando puntadas era el tejido interestelar que se desenvolvía hasta el infinito en la noche exterior.

"Hemos vivido demasiado tiempo aterrorizados por el Demiurgo, continuaba mi padre, durante demasiado tiempo la perfección de su obra ha paralizado nuestra propia iniciativa. Pero no podemos entrar en competencia con él. No tenemos la ambición de igualarlo. Queremos ser creadores en nuestra propia esfera, más baja. Aspiramos a los goces de la creación, en una palabra, a la demiurgia."

No sé en nombre de quién o de qué proclamaba esas reivindicaciones, pero la supuesta solidaridad con una colectividad, una corporación, una secta o una orden no mencionadas hacía más patética sus palabras. Por nuestra parte estábamos muy lejos de las tentaciones demiúrgicas.

Mi padre desarrollaba el programa de una segunda Creación, de un Génesis heterodoxo que debía oponerse abiertamente al orden de las cosas vigentes.

"No aspiramos", decía, "a realizar obras de largo aliento, seres hechos para durar mucho tiempo. Nuestras criaturas no serán héroes de novelas en varios volúmenes. Tendrán papeles cortos, lapidarios, carácter sin profundidad. A menudo será sólo para que diga una palabra o hagan un único gesto que nos tomamos el trabajo de llamarlos a la vida. Lo reconocemos francamente: no pondremos el acento sobre la durabilidad o la solidez de la ejecución. Nuestras criaturas serán provisorias, hechas para servir una sola vez. Si se trata de seres humanos, les daremos, por ejemplo una mitad de rostro, una pierna, una mano, la que sea necesaria para el papel que le toque representar. Sería una pura pedantería preocuparse por elementos secundarios si no estuvieran destinados a entrar en el juego. Por detrás bastará simplemente con una costura, o una mano de pintura blanca. Condensaremos nuestra ambición en esta arrogante divisa: un actor para cada gesto. Para cada palabra, para cada actitud haremos nacer a un hombre especial. Así nos place a nosotros y será un mundo a nuestro capricho.

"El Demiurgo estaba enamorado de los materiales sólidos, complicados y refinados: nosotros daremos preferencia a la pacotilla, a todo lo vulgar y ordinario. ¿Comprenden bien, preguntaba mi padre, el sentido profundo de esta debilidad, de esta pasión por los trocitos de papeles de color, por el papel maché, el barniz, la estopa y el aserrín? Y bien, respondía él mismo, con una sonrisa dolorosa, es nuestro amor por la materia en tanto tal, por lo que ella tiene de aterciopelado y de poroso, por su consistencia mística. El Demiurgo, ese gran artista y maestro, la hace invisible, la disimula bajo el juego de la vida. Nosotros, muy por el contrario, amamos sus disonancias, sus resistencias, su grosera torpeza. Nos gusta discernir bajo cada gesto, bajo cada movimiento, sus duros esfuerzos, su pasividad, su rudeza de gran oso dócil."

Las jóvenes estaban fascinadas, con los ojos vidriosos. Al ver sus rostros tensos y estupefactos por la sostenida atención y sus mejillas afiebradas, uno podía preguntarse si pertenecían a la primera o a la segunda creación.

"En una palabra", concluyó mi padre, "queremos crear al hombre por segunda vez, a imagen y semejanza del maniquí."

Debemos mencionar aquí, para mayor fidelidad de nuestro relato, un banal incidente que se produjo entonces y al cual no habíamos asignado ninguna importancia. Totalmente incomprensible y carente de sentido en esta serie de hechos, este incidente podría interpretarse como una suerte de automatismo fragmentario desprovisto de causas y efectos, como una especie de malicia del objeto traspuesta al dominio psíquico. Aconsejamos al lector que no le conceda más atención que la que nosotros le prestamos en su época.

En el momento en que mi padre pronunciaba la palabra maniquí, Adela miró su reloj pulsera y le guiñó un ojo a Poldina. Adelantó un poco su silla, levantó el ruedo de su pollera y extendió lentamente un pie envuelto en seda negra que apuntaba como una cabeza de serpiente.

Permaneció rígida en esta posición, mirando con sus grandes ojos de agitados párpados, agrandados más aún por la atropina. Estaba sentada entre Poldina y Paulina, que también miraban a mi padre con ojos muy abiertos. El tosió, se calló, se inclinó hacia adelante y enrojeció de golpe. En un segundo, su rostro, hasta entonces vibrante y profético, se ensombreció y tomó una expresión humilde.

El heresiarca inspirado se había replegado bruscamente sobre sí mismo, se había descompuesto y encogido; su entusiasmo lo había abandonado. Parecía haber sido reemplazado por otro, ese otro que permanecía ahora petrificado, lleno de rubor y con los ojos bajos. Poldina se acercó a él y, palmeándole el hombro, le dijo con tono de amable estímulo: "Jacob será razonable, Jacob va a escuchar, Jacob no será testarudo... ¡Vamos, Jacob, Jacob!"

Siempre apuntando a mí padre, el zapato de Adela temblaba un poco y brillaba como una lengua de serpiente. Siempre con la vista baja, mi padre se levantó lentamente de su silla con la actitud de un autómata y cayó de rodillas. En medio del silencio la lampara silbaba. El empapelado se llenó de miradas elocuente murmullos venenosos, pensamientos zigzagueantes.


FIN DEL TRATADO DE LOS MANIQUÍES

 

La noche siguiente mi padre volvió con renovado ardor a su tema obscuro y complejo. La red enmarañada de sus arrugas se había enriquecido y testimoniaba una refinada malicia. Cada surco de su rostro ocultaba una ironía. Pero a veces la inspiración extendía los arcos de sus arrugas que, cargadas de horror huían hacia las profundidades de la noche invernal.

"Figuras de museo de cera, mis queridas doncellas –comenzaba– maniquíes de feria, sí; pero aún bajo esta forma, guardaos de tratarlos a la ligera. La materia no bromea. Siempre está imbuida de una seriedad trágica. ¿Quién se atrevería a pensar que se puede jugar con ella, que se la puede moldear por broma, sin que esta chanza no penetre, no se incruste en ella como una fatalidad? ¿Presentís el dolor, el sufrimiento obscuro y prisionero de ese ídolo que no sabe por qué es lo que es ni por qué debe permanecer en ese molde impuesto y paródico? ¿Comprendéis la potencia de la expresión, de la forma, de la apariencia, la arbitraria tiranía con la que se arrojan sobre un tronco indefenso y lo dominan como si convirtieran a su alma, un alma autoritaria y altiva? Dais a una cabeza de tela y estopa una expresión de cólera y la dejáis con esa cólera, esa convulsión, esa tensión; la dejáis encerrada en una maldad ciega que no consigue hallar salida. El vulgo ríe de esta parodia. Pero vosotras mejor llorad, señoritas, por vuestra propia suerte, reflejada en esta materia prisionera, oprimida, que no sabe qué es ni por qué, ni adonde conduce esta actitud que se le ha impuesto para siempre...

"El vulgo ríe. ¿Comprendéis el horrible sadismo de esa risa, su crueldad embriagante, demiúrgica? Más valdría que llorarais por vosotras mismas, distinguidas señoritas, frente a la suerte de la materia violentada, víctima de ese terrible abuso de poder. De allí deriva la horrorosa tristeza de todos los golems bufones, de todos los maniquíes perdidos en una meditación trágica sobre sus risibles muecas.

"Mirad al anarquista Lucchini, el asesino de la emperatriz Isabel; mirad a la reina Draga de Serbia, diabólica e infortunada; ved a ese joven de genio, esperanza y orgullo de los suyos y a quien la funesta práctica del onanismo ha perdido... ¡Oh ironía de esos nombres, de esas apariencias! ¿Hay realmente en este fantoche de madera algo de la reina Draga, un sosias suyo, un reflejo de su persona, por más lejano que sea? Esta semejanza y ese nombre nos tranquiliza y nos impiden preguntarnos quién era para sí misma esa criatura. ¡Sin embargo, señoritas, debe de ser alguien, alguien anónimo, amenazante, desgraciado, que jamás ha oído hablar, en toda su triste vida, de la reina Draga!

"¿Habéis oído en medio de la noche los aullidos atroces de esos monigotes de cera encerrados en los parques de atracciones, el coro quejoso de esos troncos de madera y de porcelana que se golpean contra los muros de su prisión?"

En el rostro de mi padre, trastornado por el horror de las tinieblas que evocaba, apareció un torbellino de arrugas que iba ahondándose y en el fondo del cual brillaba un ojo terrible de profeta. Su barba se había erizado extrañamente, matas de pelo surgían de sus verrugas, fosas nasales y orejas. Se mantenía rígido, la mirada ardiente, temblando con la agitación interior de un autómata cuyo mecanismo se hubiera atascado.

Adela se puso de pie, rogándonos que no prestáramos demasiada importancia a lo que iba a suceder. Se acercó a mi padre y, poniendo los brazos en jarra, en una actitud de ostensible firmeza, preguntó de manera perentoria...

 

Las jóvenes continuaban endurecidas en sus sillas, los ojos bajos, extrañamente confundidas...

 

Una de las noches siguientes, mi padre retomó así su conferencia:

"No quería hablar de esos malentendidos encarnados, señoritas, de los frutos de una grosera y vulgar incontinencia, para prolongar mi discurso sobre los maniquíes. Tenía otra idea en la cabeza."

Se puso entonces a trazar frente a nosotros el cuadro de esta "generatio equivoca" que había imaginado: generación de seres a medias orgánicos, especie de seudofauna y de seudoflora, resultado de una fermentación fantástica de la materia.

En apariencia eran criaturas semejantes a criaturas vivas, a vertebrados, crustáceos o antropoides, pero tal apariencia era engañosa. En realidad se trataba de seres amorfos, desprovistos de estructura interna, frutos de tendencias imitadoras de la materia que, dotada de memoria, repite por hábito las formas adquiridas. Las posibilidades morfológicas de la materia, son en general limitadas, y ciertas formas retoman sin cesar a diversos estadios de la existencia.

Por su movilidad, esas criaturas reaccionaban ante los estímulos, aunque quedando muy alejadas de la vida verdadera; se podía obtenerlas suspendiendo coloides complejos en una solución de sal de mesa.

En los seres nacidos de esta materia se podía comprobar la existencia de procesos de respiración y metabólicos, pero el análisis químico no mostraba ningún rastro de albúmina ni de compuestos de carbono.

De cualquier manera, esas formas primitivas no eran en nada comparables, en cuanto a variedad y magnificencia, con esas seudofloras y seudofaunas que aparecían a veces en ciertos ambientes bien definidos: viejos departamentos saturados de emanaciones de existencias y hechos múltiples; atmósferas fatigadas, enriquecidas sólo por los ingredientes específicos de los sueños humanos; escombros en los que abundaban el humus del recuerdo, de la pena, del hastío estéril. En tales terrenos, esta falsa vegetación germinaba con gran rapidez y como vaporosamente. En su parasitismo abundante y efímero producía breves generaciones que, luego de una floración brillante, corrían a su extinción. En esos ámbitos, los empapelados deben hallarse ya bastante perjudicados y abrumados por la incesante alternancia de toda clase de ritmos. No es pues asombroso que se extravíen en ensoñaciones peligrosas y lejanas. La médula y la sustancia de los muebles deben de estar ya aflojadas, degeneradas y sensibles a las tentaciones anormales. Entonces, sobre ese terreno enfermo, agotado y salvaje, se ve madurar y florecer una erupción fantástica, un moho exuberante y coloreado. "¿Sabéis, decía mi padre, que en los viejos apartamentos hay estancias que han sido olvidadas? Abandonadas por sus habitantes desde hace meses, perecen entre sus propios muros y ocurre que se cierran sobre sí mismas, se cubren de ladrillos y, perdidas irremediablemente para nuestra memoria, pierden poco a poco su existencia. Las puertas que conducen a ellas, sobre el rellano de una ambigua escalera de servicio, pueden escapar durante tanto tiempo a la atención de los inquilinos, que terminan por hundirse en la pared, penetrando en ella hasta confundirse con la red de las grietas y ranuras.

"Una mañana de fines del invierno y al cabo de meses de ausencia, rehice un trayecto a medias olvidado y quedé sorprendido ante el aspecto de esas piezas.

"De todas las grietas del piso, de todos los nichos y molduras, salían finos brotes que poblaban el aire gris con un encaje centelleante de filigranado follaje, con una proliferación irregular que evocaba un invernadero llenó de murmullos, de reflejos, de oscilaciones: una especie de falsa y bienaventurada primavera. Alrededor de la cama, bajo la araña, a lo largo de los armarios, se mecían arbustos delicados surgiendo en fuentes de hojas de encaje que esparcían el aroma de la clorofila hasta el firmamento pintado del cielorraso. En un acelerado proceso de maduración, enormes flores blancas y rosadas habían crecido entre el follaje; apenas brotaban, una pulpa rosada crecía en ellas; luego comenzaban a inclinarse, a perder sus pétalos, a marchitarse.

"Me hacía feliz", agregó mi padre, "esta floración inesperada, cuyo rumor intermitente y delicado se había expandido como un puñado de papel picado entre los livianos ramajes. Podía ver cómo los estremecimientos y la fermentación de ese aire demasiado rico habían engendrado un desarrollo apresurado, una caída de hojas de rododendro que había llenado la pieza en lentos torbellinos.

"Poco antes de la caída del sol", concluyó, "ya no quedaba nada de esa brillante floración. Sólo era una mistificación, un caso extraño de simulación de la materia, que trataba de imitar a la vida."

Ese día mi padre se sentía extrañamente animado. Su mirada aguda e irónica chisporroteaba de fantasía y humor. Luego, poniéndose serio, volvió al estudio del ilimitado abanico de las formas y de los matices que podía revestir la materia polimórfica. Estaba fascinado por las formas límite, dudosas y problemáticas, tales como el ectoplasma de los médiums o la seudomateria que emana del cerebro en los casos de catalepsia y que, a veces, saliendo de la boca del sujeto adormecido, llena toda una habitación con una especie de tejido proliferante, una pasta astral intermediaria entre el espíritu y el cuerpo.

"¿Quién conoce", preguntaba, "el número de las formas de vida fragmentarias, sufrientes, mutiladas, las de las mesas y los armarios, hechas de cualquier manera, armadas a grandes golpes de martillo? Muebles de madera crucificada, tristes mártires del cruel ingenio humano, horribles injertos de diversas razas de árboles que se ignoran o se odian entre sí y que, encadenadas unas a otras, conforman una individualidad única y desgarrada...

"¡Cuánta vieja sabiduría atormentada hay en los nudos barnizados, las líneas y las vetas de nuestros armarios venerables y familiares! ¿Quién sabrá reconocer en ellos rasgos, sonrisas, miradas que han sido lijadas y pulidas hasta perder toda identidad?

Cuando terminó de hablar su rostro se cubrió de dolorosas arrugas, que evocaban los nudos y el jaspeado de una vieja plancha de madera a la que se le hubieran limado todos los recuerdos. Por un instante tuvimos la sensación de que iba a caer en ese estado de postración que a veces lo abatía; pero se reanimó y prosiguió de esta manera:

"Ciertas tribus místicas del pasado embalsamaban a sus muertos. Sus cuerpos, sus cabezas, eran a veces embutidos en las paredes de las habitaciones. En el salón, por ejemplo estaba el padre disecado; bajo la mesa, su esposa, curtida, servía de alfombra. He conocido un capitán que tenía en su camarote una lámpara confeccionada por embalsamadores malayos con el cuerpo de su amante asesinada: le habían agregado, sobre la cabeza, unos altos cuernos de ciervo. En la calma del camarote, esta cabeza, tirada por los cuernos, movía suavemente las cejas; en su boca entreabierta brillaba una delgada película de saliva quebrada a veces por un murmullo silencioso. Pulpos, tortugas y enormes cangrejos colgados de las vigas del techo como candelabros o arañas, agitaban sus patas y caminaban sin salir de su lugar..."

El rostro de mi padre tomó de pronto una expresión de tristeza y abatimiento, en el momento en que, por no se sabe qué asociación de ideas, le venían a la mente nuevos ejemplos.

"Debo confesaros", dijo bajando la voz, "que mi hermano, como consecuencia de una larga e incurable enfermedad, se había transformado progresivamente en tripas de caucho, y mi cuñada debía transportarlo noche y día sobre almohadones, cantándole las inacabables canciones de cuna de las noches invernales. ¿Puede haber algo más triste que un ser humano transformado en un tubo de caucho? ¡Qué desencanto para sus padres, qué turbación de sus sentimientos, qué desmoronamiento de todas sus esperanzas les depararía un joven que prometía tanto! Sin embargo, el devoto amor de mi cuñada lo acompañó en su metamorfosis."

"¡Ah, no puedo más, no puedo escuchar eso!", gimió Poldina, "¡Hazlo callar, Adela!"

Las jóvenes se levantaron. Adela se acercó a mi padre y lo amenazó con hacerle cosquillas. El quedó desconcertado, se calló y, poseído por el terror, retrocedió ante el dedo de Adela. Esta seguía avanzando, agitando su dedo con aire amenazador hasta que, paso a paso, lo hubo echado fuera de la habitación. Paulina estiró los brazos y bostezó. Ella y Poldina, apoyadas la una en la otra, se miraron a los ojos esbozando una sonrisa...

 


LAS TIENDAS COLOR DE CANELA

 

En esa época del año en que los días son más cortos y somnolientos, apresados entre los ribetes abrigados del alba y del crepúsculo, cuando la ciudad se ramificaba en laberintos de noches invernales, de cuya torpeza apenas alcanzaban a rescatarla las demasiado cortas mañanas, mi padre estaba ya sometido, extraviado, entregado a otra esfera...

Su cara y su cabeza entera se erizaban salvajemente en una pelambre gris cuyos mechones surgían de las verrugas de las orejas y de las fosas nasales, dándole el aspecto de un viejo zorro al acecho.

El olfato y el oído se le agudizaban. En la expresión de su rostro silencioso y tenso se veía que sus sentidos lo mantenían en contacto permanente con el mundo invisible de los rincones obscuros, los agujeros de los ratones, el vacío bajo el entarimado carcomido y los conductos de las chimeneas.

Todos los crujidos, los ruidos nocturnos, la vida secreta y rechinante de los pisos encontraban en él un observador tan vigilante como infalible, a la vez espía y cómplice. Esta tarea lo absorbía de tal manera que se enfrascaba completamente en esta esfera para nosotros inaccesible y de la cual ni siquiera intentaba informarnos.

A veces, cuando los caprichos de lo invisible se tornaban demasiado absurdos, no podía abstenerse de chasquear los dedos o reírse por lo bajo. Lanzaba miradas de complicidad al gato, también iniciado en los misterios de ese mundo, que levantaba su cabeza cínica y fría, cubierta de rayas, entrecerrando los ojos delgados y oblicuos, siempre sumido en la indiferencia y el aburrimiento.

En mitad del almuerzo podía ocurrírsele, de pronto, dejar el cubierto sobre la mesa, erguirse en actitud felina y escurrirse en puntas de pies hasta la puerta de la contigua habitación vacía y mirar con infinita precaución por el ojo de la cerradura. Volvía enseguida a la mesa, un poco avergonzado, con una sonrisa incómoda y los gruñidos y refunfuños del monólogo interior en el que estaba inmerso.

Por la tarde, para divertirlo un poco y distraerlo de sus morbosas investigaciones, mi madre lo llevaba a pasear. La acompañaba en silencio, sin resistencia, pero también sin convicción, distraído, ausente. Una vez lo llevamos al teatro.

Nos encontrábamos en esa vasta sala mal iluminada, llena de rumor somnoliento y de agitación desordenada. Pero luego de habernos abierto paso a través de la batahola, vimos al fondo emerger, como un nuevo firmamento, una enorme cortina azul pálido. Sobre ese ancho espacio de tela se destacaban grandes máscaras pintadas, rosas y mofletudas. Ese cielo ficticio se extendía y derramaba de un extremo al otro, inflado por un aliento de emociones y grandes gestos, por la atmósfera de ese universo artificial y brillante que se edificaba allá en el escenario, mientras se oía arrastrar los decorados. El estremecimiento que agitaba al telón, la palpitación que hacía crecer y vivir a las máscaras denunciaban la irrealidad de ese firmamento y evocaban, como en las crisis místicas, los centelleos del misterio.

Las máscaras parpadeaban, sus labios rojos murmuraban sin ruido y yo sabía que la tensión del misterio llegaría a su punto culminante: entonces el cielo hinchado reventaría develando cosas maravillosas.

Pero no me fue dado permanecer allí hasta ese momento. Mi padre comenzó a dar señales de inquietud, hurgó en sus bolsillos y nos dijo que había olvidado en casa su billetera, que contenía dinero y papeles importantes.

Después de una corta discusión con mi madre, en el curso de la cual la probidad moral de Adela fue objeto de una apreciación algo escueta, me propusieron que volviera a casa a buscar la billetera. En opinión de mi madre faltaba mucho aún para el comienzo del espectáculo y dada mi agilidad, podría estar de regreso a tiempo.

Salí a la noche coloreada por la iluminación del cielo. Era una de esas noches serenas en que la bóveda estrellada es tan extensa, tan ramificada, que parece haberse roto y dividido en un dédalo de cielos diferentes y numerosos, capaces de cubrir con sus campanas plateadas todas las aventuras, los carnavales y las rondas de todo un mes invernal.

Es una ligereza imperdonable enviar a un muchacho, en una noche así, a cumplir una misión urgente, porque las calles se multiplican, se embrollan y cambian de recorrido en las penumbras. En las profundidades de la ciudad se abren calles dobles –sosias de calles, si así puede decirse–, calles engañosas y mentirosas. La imaginación aberrante y seducida recrea ilusorios planos de la ciudad que cree conocer, planos en los que esas vías tienen su lugar y su nombre, mientras que en la noche, en su inagotable fecundidad no puede más que continuar produciendo irreales configuraciones. Esas tentaciones de las noches invernales comienzan habitualmente por el inocente deseo de abreviar el recorrido tomando por un atajo; para escapar a un recorrido complicado se busca un trayecto inédito. Pero aquella vez fue diferente.

Apenas eché a andar me di cuenta de que había salido sin abrigo. Por un instante pensé en volver atrás, pero luego me pareció una pérdida de tiempo. La noche no era fría; por el contrario, estaba veteada por corrientes de extraña tibieza, por el aliento de una primavera irreal. La nieve se había hecho compacta, bajo la forma de blancos corderinos, un vellón suave e inocente con aroma de violetas. El cielo también se rizaba. La luna parecía desdoblarse y multiplicarse, exhibiendo todas sus posiciones y faces.

Esa noche el cielo develaba su estructura interna, exponiendo como sobre una mesa de autopsia las espirales y las volutas de la luz, el corte de los bloques azules, el plasma de los espacios, los tejidos de las divagaciones nocturnas...

Era imposible, en esas condiciones, seguir por la calle de la Muralla, o cualquiera otra de esas calles obscuras que rodean al Mercado, sin recordar que a esa hora tardía están abiertas todavía esas tiendas tan particulares y fascinantes que, por el color obscuro de sus revestimientos de madera llamaré las tiendas de color canela.

Esas casas realmente nobles, que cerraban muy tarde, habían sido siempre para mí objeto de fervientes ensoñaciones.

Su interior mal iluminado, obscuro y solemne, estaba impregnado de un fuerte olor de laca, de pinturas de incienso de especias de países lejanos, de mercaderías raras. Allí era posible encontrar luces de Bengala, estampillas de países desaparecidos hace mucho tiempo, estampas chinas, índigo, colofonia de Malabar, huevos de pájaros exóticos, loros y tucanes, salamandras y basiliscos, raíces de mandrágora, cajas de música de Nuremberg, homúnculos embotellados, microscopios y largavistas y, sobre todo, libros raros y especiales, viejos infolios llenos de grabados maravillosos y de historias deslumbrantes.

Recuerdo a esos viejos y dignos comerciantes que, con la vista baja, servían a sus clientes guardando un discreto silencio, prudentes, llenos de comprensión hacia sus deseos más secretos. Entre esos negocios había una librería donde una vez yo había visto unas ediciones prohibidas y publicaciones de círculos clandestinos que revelaban misterios tremendos y embriagadores.

Tan raras eran las ocasiones que tenía de visitar esos negocios, sobre todo contando con algún dinero en el negocios, que realmente no podía dejar escapar esta oportunidad, a despecho de la importante misión que me había sido confiada.

Bastaba, según mis cálculos, tomar cierta callecita y contar dos o tres transversales, para llegar a la zona de las tiendas nocturnas. Me alejaría de mi lugar de destino, pero podría recuperar el tiempo perdido volviendo por las salinas.

La necesidad de visitar las tiendas de color canela me daba alas. Después de haber cruzado oblicuamente la calle me eché a correr, cuidando sin embargo de no equivocar el camino. Crucé así tres o cuatro calles transversales, sin encontrar la que buscaba. Además, la apariencia misma del barrio no guardaba correspondencia con la imagen esperada. Las tiendas no aparecían. Avanzaba por una calle cuyas casas no tenían puertas de entrada y sólo mostraban ventanas herméticamente cerradas, enceguecidas por los reflejos del claro de luna.

Sin duda el frente de estas casas da sobre la calle que busco –pensé. Inquieto, apresuré el paso para llegar lo más rápido posible a terreno conocido. Estaba casi al final de la calle y me pregunté, turbado, adónde iría a parar. Desemboqué sobre una larga avenida con pocos edificios, muy larga y recta. Sentí de pronto el hálito de los grandes espacios. Bordeando la calle o en el fondo de los jardines se elevaban casas pintorescas, construcciones elegantes de gente rica. En los intervalos aparecían parques y huertos. El conjunto recordaba la parte baja de la calle Lesznianska. El resplandor de la luna, que se disolvía en mil escamas plateadas, era tan claro como el del día. Sólo los jardines y los parques ponían manchas sombrías en ese paisaje blanco.

Luego de un maduro examen de esas construcciones llegué a la convicción de que me hallaba frente a la parte trasera del liceo, que nunca había visto desde este lado. Me acerqué a una puerta que, para mi sorpresa, estaba abierta y daba sobre un vestíbulo iluminado. Entré y me hallé sobre una alfombra roja. Esperaba poder escabullirme a través del edificio sin ser descubierto y salir por la puerta delantera, lo que acortaría bastante mi camino.

Recordé que a esta hora debería hallarse allí el profesor Arendt dictando una de sus clases magistrales, a las que asistíamos en invierno poseídos por el noble entusiasmo por el dibujo que debíamos a ese excelente maestro.

Eramos unos pocos y estábamos como perdidos en la vasta sala sombría. Sobre las paredes se quebraban las sombras inmensas de nuestras cabezas iluminadas por pequeñas bujías que ardían en el cuello de unas botellas. A decir verdad no dibujábamos mucho durante esas horas suplementarias y el profesor era poco exigente con nosotros. Inclusive algunos traían almohadas de sus casas y se echaban sobre los bancos para echar un sueñito. Sólo dibujaban los más trabajadores, sentados cerca de las velas, dentro del círculo dorado de su resplandor.

Por lo común debíamos esperar largo rato al profesor, engañando a nuestro aburrimiento con somnolientas conversaciones. Por fin la puerta de su habitación se abría y él entraba, pequeño, con su hermosa barba, abundando en sonrisas esotéricas, discretas reticencias y exhalando cierto perfume de misterio. Rápidamente cerraba la puerta de su gabinete que, al abrirse un instante, había dejado escapar una multitud de sombras de yeso, de fragmentos antiguos, de dolorosas Níobes, Danaides o Tantálidas: todo un Olimpo estéril y triste que allí languidecía desde hacía años. A través de la penumbra de esa habitación, que ya era obscura en pleno día, ondeaban sueños de yeso, miradas vacías, óvalos palidecientes y meditaciones que se perdían en la ambigüedad. A menudo solíamos escuchar detrás de la puerta el silencio lleno de los suspiros y murmullos de esas ruinas que se desmoronaban entre telas de araña, de ese crepúsculo de los dioses que se disolvía hasta el hastío.

El profesor se paseaba, majestuoso, lleno de unción, a lo largo de los bancos desocupados, entre los cuales, formando pequeños grupos, dibujábamos en medio de los reflejos grisáseos de la noche de invierno. La atmósfera era apacible y adormecida. Aquí y allá algunos compañeros se preparaban para dormir. Las velas se consumían poco a poco sobre sus botellas. El profesor se absorbía en la contemplación de una profunda vitrina llena de viejos infolios, grabados e ilustraciones anticuadas. Con gestos misteriosos nos mostraba viejas litografías que representaban paisajes crepusculares, bosquecillos nocturnos, alamedas invernales, negras, en medio de pálidos espacios lunares.

Imperceptiblemente, el tiempo corría entre el sopor de nuestras conversaciones. En su fluir desigual, formaba a veces nudos en el transcurso de las horas, absorbiendo no se sabe dónde, largos intervalos de duración. Sorpresivamente, sin transición, nos hallábamos en camino de retorno, sobre el sendero blanco de nieve, entre setos paralelos de zarzas negras y secas. Recorríamos ese sendero erizado de sombra, rozando la pelambre de los brezos que crujían bajo nuestros pasos en la clara noche sin luna, en la luz lechosa e ilusoria de la madrugada. El blanco difuso de esta luz que rezumaba nieve, aire pálido, espacios lácteos, evocaba algún gris grabado en el que los espesos montes se hallaban trazados con profundos trazos negros. La noche repetía así esa serie de estampas nocturnas del profesor Arendt, cuyas fantasías desarrollaba.

Esta parte del parque, la más densa, estaba poblada de breñas velludas y masas de arbustos secos. Aquí y allá había huecos, nidos obscuros, profundos y aterciopelados, recorridos por gestos misteriosos y furtivas miradas de convivencia. En esos nidos uno se sentía bien y al abrigo. Allí nos sentábamos, metidos en nuestros abrigos de piel, sobre la nieve suave y tibia, partiendo nueces, en la que abundaba ese primaveral invierno. A través de los sotos se filtraban martas, comadrejas, mangostas, animalitos olfateantes que olían a piel curtida. Suponíamos que en nuestro gabinete de historia natural habría especímenes de estos animales que, aunque destripados y medio pelados, deberían sentir en su interior hueco, en noches como ésta, la voz atávica, el llamado del celo, y volverían a su lugar natal por un instante de una ilusoria existencia.

Pero poco a poco la fosforescencia de la nieve se enturbiaba y extinguía: se acercaba esa densa tiniebla que precede al alba. Algunos de nosotros se adormecían sobre la nieve; otros alcanzaban a tientas la puerta de sus casas y entraban a ciegas en aquellas habitaciones obscuras, en el sueño de sus padres y hermanos, en los profundos ronquidos en los que trataban de recuperar el tiempo perdido.

Dado el encanto que tenían para mí esas reuniones nocturnas, no podía esta vez dejar de echar un vistazo a la sala de dibujo, pero comprometiéndome a no emplear en ello más que un minuto. Sin embargo, luego de haber subido unos rechinantes escalones de cedro, vi que me encontraba en una parte desconocida para mí del edificio.–

El solemne silencio que reinaba allí no se hallaba turbado por el más leve ruido. En esta ala del edificio los corredores eran más anchos y elegantes y estaban recubiertos de tapices de terciopelo. Los recodos estaban iluminados por pequeñas mariposas. Luego del último de estos recodos entré en un corredor aún más fastuoso. Sus muros eran arcadas vidriadas que daban a diversos aposentos. Se podía observar una serie de piezas alineadas, todas dispuestas con magnificencia. Pasando entre tapicerías de seda, espejos de marco dorado, muebles tapizados y arañas de cristal, la mirada se hundía en esos interiores lujosos y aterciopelados, repletos de remolinos coloreados y arabescos centelleantes, pimpollos de flores y guirnaldas entremezcladas. La profunda calma de esos salones vacíos sólo estaba animada por las miradas secretas que se intercambiaban los espejos y por el espanto de los arabescos que se desarrollaban en los frisos a lo largo de los muros y se perdían entre los ornamentos de estuco de los blancos techos.

Me detuve, embargado de respeto frente a tanta suntuosidad, comprendiendo que mi escapada nocturna me había conducido, de manera inesperada, al ala del director y frente a sus aposentos privados. Me quedé allí, endurecido y con el corazón palpitante, dispuesto a huir ante el menor ruido. Si me sorprendieran, ¿cómo justificar mi espionaje nocturno? En uno de esos profundos sillones forrados de terciopelo podía muy bien estar reposando la nieta del director, quien podía levantar la vista del libro que estaba leyendo y fijar en mí esos ojos negros, tranquilos, sibilinos que ninguno de nosotros podía soportar.

Pero me hubiera avergonzado retroceder a mitad de camino, abandonando mi plan. Por otra parte un silencio total reinaba en ese interior iluminado por una débil luz. A través de los vidrios de las arcadas percibía, en el otro extremo del salón, una puerta también vidriada que daba a una terraza. La calma que me rodeaba me dio ánimos. No me parecía demasiado arriesgado descender algunos escalones y saltar sobre la alfombra preciosa, para alcanzar la terraza, de donde podría pasar sin esfuerzo a la calle, bien conocida por mí.

Tal fue lo que hice. Bajé al salón, entre las altas palmas que se elevaban hacia los arabescos del techo y observé que me hallaba ya en terreno neutral, pues esta habitación carecía de muro exterior. Era una especie de vasta loggia, separada solo por una breve escalinata de la gran plaza de la ciudad, de la que constituía en realidad una prolongación un poco más elevada, al punto que algunos de los muebles se hallaban directamente sobre el pavimento. Descendí algunos escalones de piedra y me hallé en la calle.

Las constelaciones ya se habían puesto cabeza abajo; todas las estrellas se habían dado vuelta, pero la luna, hundida en un almohadón de nubéculas que iluminaba con su presencia invisible, parecía tener por delante aún una ruta infinita y, absorbida por complejos trámites celestes, no pensaba ya en la aurora.

En la calle se destacaban las masas sombrías de algunos coches de plaza, viejos y desquiciados, con aspecto de cangrejos o cucarachas estropeados y doblegados. Un cochero se inclinó hacia mí desde lo alto de su asiento; tenía una carita roja y bondadosa. "¿Damos una vuelta, joven señor?" –me preguntó. Subí, y tembló todo el cuerpo del coche, de múltiples articulaciones. Al punto partimos, sobre ligeras ruedas.

Pero, ¿quién puede, en semejante noche, confiarse a los imprevisibles caprichos de un cochero? Entre el chirrido de los ejes, el rechinar de la carrocería y el chasquido de la lona del techo, mi voz no conseguía hacerse oír. A todo lo que yo le decía para indicarle el camino respondía meneando la cabeza, en tanto daba vueltas por la ciudad, canturreando.

Frente a una taberna, un grupo de cocheros nos saludó con gestos amistosos. Mi cochero les respondió en tono jocoso; luego, sin detener el coche, me arrojó las riendas sobre las rodillas, saltó de su asiento y se reunió con sus camaradas. El caballo, un viejo y experto caballo de coche de plaza, dio vuelta la cabeza un instante y luego continuó su trote regular. En realidad, este caballo inspiraba más confianza y parecía más prudente que su dueño. Pero como yo no sabía conducir, debía someterme a su voluntad. Me llevó hasta una calle suburbana flanqueada de jardines. Poco a poco los jardines dejaron lugar a parques poblados de grandes árboles y más tarde, a verdaderos bosques.

Nunca olvidaré esa carrera luminosa en la noche más clara del invierno. La carta en colores del firmamento se había convertido en una enorme cúpula sobre la cual se acumulaban continentes y océanos fantásticos recortados por las líneas de los torbellinos y las corrientes estelares, trazos brillantes de la geografía celeste. El aire era ahora ligero y luminoso como una gasa plateada. De la nieve, lanosa como un vellón de astracán, salían anémonas temblorosas que se inclinaban con una chispa de claridad lunar en sus cálices. El bosque parecía totalmente iluminado por mil estrellas de claridad que el cielo de diciembre dejaba caer en profusión. El aire exhalaba un indecible perfume de primavera; olía a nieve y a violetas.

Habíamos llegado a un terreno accidentado. El contorno de las colinas erizadas de árboles desnudos, se alzaban al cielo como suspiros bienaventurados. Vi, sobre esos collados felices, grupos de gente que recolectaban en el césped y las malezas estrellas húmedas de nieve. La pendiente del camino se hacía cada vez más pronunciada, el caballo resbalaba y arrastrar el vehículo le costaba un gran esfuerzo. Me sentía feliz. Respiraba a pleno pulmón la brisa primaveral. Contra el petral del caballo se levantaba, cada vez más alta, una barrera de espuma nevada. El animal perforaba con gran dificultad esa masa fría y finalmente debió detenerse. Bajé del coche; con la cabeza gacha, el caballo respiraba penosamente. Apreté su cabeza contra mi pecho y vi que las lágrimas brillaban en sus grandes ojos negros. Entonces advertí en su vientre la mancha negra de una herida. "¿Por qué no me dijiste nada?", murmuré al borde de las lágrimas. El respondió: "Era por ti, amigo mío..." Y se volvió tan chico como un caballito de madera. Lo dejé allí. Me sentía maravillosamente feliz y ligero.

Me pregunté si iría a esperar el trencito local que llegaba hasta ese lugar o si volvería a pie a la ciudad. Por fin comencé a descender por un sendero que serpenteaba a través del bosque. Primero marché a pasos rápidos y elásticos; luego tomé impulso y me lancé a una carrera feliz que prontamente tomó la loca velocidad de un descenso en esquíes. Podía regular mi velocidad y mi dirección por medio de ligeros movimientos.

Cerca de la ciudad detuve esta carrera triunfal y retomé mi andar tranquilo de paseante. La luna continuaba muy alta. Las transformaciones del cielo, las metamorfosis de sus múltiples bóvedas en configuraciones cada vez más ingeniosas no habían concluido. Como un astrolabio de plata, descubría su mecanismo en esa noche mágica y dejaba ver en sus evoluciones infinitas las matemáticas resplandecientes de sus piñones y resortes.

A la altura del Mercado encontré a gente que, como yo, gozaba de ese tiempo excepcional. Todos estaban encantados por el espectáculo nocturno y elevaban sus miradas al cielo. Dejé de preocuparme por la billetera de mi padre. El, perdido en sus excentricidades, seguramente había olvidado su pérdida. Mi madre, por su parte, no me preocupaba.

En una noche así, única en el año, descienden hasta nosotros pensamientos felices, revelaciones, iluminaciones repentinas del espíritu divino. Uno se siente tocado por el dedo de Dios. Lleno de ideas y de inspiración, quería volver a casa, cuando me crucé con algunos compañeros de estudios con sus libros bajo el brazo. Habían salido demasiado temprano de la escuela, como despertados por la claridad de esa noche que no quería terminar.

Nos paseamos por una calle en pendiente abrupta en la que soplaba una brisa de violetas, sin estar seguros si todavía duraba esa mágica noche plateada de nieve o si ya estaba amaneciendo.

 


EL SANATORIO DEL SEPULTURERO

 

I

El viaje fue largo. Sólo había dos o tres pasajeros en esa línea secundaria, casi olvidada, que es recorrida por un único tren semanal. Nunca había visto yo nada parecido a esos arcaicos vagones, grandes como salones, sombríos y llenos de recovecos. En otras líneas ya hace mucho tiempo que fueron retirados de la circulación. Esos pasillos oblicuos y angulosos, esos compartimientos embrollados, vacíos y fríos, causaban una impresión más bien espantosa por su extraño abandono. Fui de un vagón a otro buscando un rincón confortable. El viento se colaba por todas partes; las corrientes de aire atravesaban el tren de punta a punta. Aquí y allá algunas personas estaban sentadas en el piso con sus petates, sin atreverse a ocupar los bancos, demasiado altos. Por otra parte, esos asientos gibosos, recubiertos de hule, estaban helados y su antigüedad los volvía viscosos. El tren atravesaba pequeñas estaciones desiertas, en las que no subía ningún nuevo pasajero. Proseguía su ruta sin ruido, sin pitadas, suavemente, como arrastrado por un sueño.

Durante un rato tuve la compañía de un hombre que vestía un deshilachado uniforme de ferroviario. Silencioso, enfrascado en sus pensamientos, apretaba un pañuelo contra su rostro inflado y doloroso. De pronto desapareció sin que yo lo advirtiera, en una parada del tren. De él no quedó más rastro que la paja hundida allí donde había estado sentado, y una pobre valija que dejó abandonada.

Continué deambulando entre los vagones, tropezando en la paja y los montículos de basuras. Las puertas abiertas de los compartimientos golpeaban sin cesar. Ni un solo viajero. Por fin encontré al inspector, vestido con uniforme negro. Llevaba una gruesa bufanda al cuello y estaba embalando sus enseres, su farol, su registro. "¡Llegamos, señor!", me dijo, mirándome con unos ojos completamente descoloridos. Sin ruido, el tren redujo su velocidad, como si la vida lo abandonase lentamente con el último soplido de vapor. Se detuvo al fin: el lugar estaba desierto y silencioso y no había edificio alguno. Al bajar, el empleado me indicó la dirección del sanatorio.

Valija en mano, me eché a andar por un caminito blanco que me condujo hasta un parque obscuro y espeso. Examiné el paisaje con curiosidad. El camino llevaba hasta un promontorio poco elevado desde donde se dominaba un vasto horizonte. La luz era débil y gris y, quizás bajo el influjo de esa luz pesada y desleída se ensombrecía el inmenso paisaje, con su decoración de bosquecillos y campos de labranza que, perdiéndose en la lejanía, cada vez más grisáceos, descendían a derecha e izquierda en suave pendiente. Todo ese paisaje sombrío y severo parecía fluir de manera imperceptible y deslizarse como un cielo cargado de nubes que disimulan sus movimientos.

Las cintas ondulantes de los bosquecillos parecían crecer rumorosamente, como el flujo de la marca de la marea que gana poco a poco la tierra firme. En medio de la espesura, el camino blanco serpenteaba como una melodía, en largos acordes, presionado de un lado o de otro por poderosas masas musicales que finalmente lo absorbían. Recogí una rama al borde del camino; sus hojas eran obscuras, casi negras, de un negro extraordinariamente intenso, profundo y bienhechor como un sueño reconfortante. Todos los tonos grises del decorado provenían de ese negro. Son los tonos que, a veces, reviste el paisaje entre nosotros, durante los crepúsculos veraniegos, nubosos y saturados de largas lluvias; es el mismo renunciamiento profundo y calmo, el mismo embotamiento resignado, contrapartida de la alegría de los colores.

El bosque estaba obscuro como la noche y yo lo atravesaba a tientas pisando una alfombra de hojas de pino. Después los árboles se hicieron más escasos y sentí resonar bajo mis pasos los troncos de una pasarela. En el otro extremo, en medio de obscuros follajes, se dibujaba vagamente la silueta del sanatorio. La doble puerta vidriada estaba abierta y hacia ella conducía directamente la pasarela bordeada de flojos troncos de abedul dispuestos a manera de barandas. En el corredor reinaban la penumbra y un solemne silencio. Caminaba en puntas de pies de puerta en puerta, tratando de descifrar los números. En un recodo del corredor topé con una mucama que salía corriendo de una pieza, agitada y sin aliento, como si acabara de librarse de unas manos ávidas. Apenas comprendió lo que le dije y debí repetírselo.

¿Habían recibido mi telegrama? La mucama hizo un gesto de impaciencia y esquivó mi mirada. Sólo esperaba una oportunidad para saltar hacia la puerta entreabierta y escapar.

–Vengo de lejos y he telegrafiado para reservar una pieza –dije con cierta impaciencia–. ¿A quién debo dirigirme?

Ella no lo sabía.

–¿Podría usted entrar al comedor? –dijo ella por decir algo–. Todos duermen en este momento. En cuanto el Director se levante le anunciaré su llegada.

–¿Todos duermen? ¡Pero si estamos en pleno día!

–Aquí se duerme continuamente. ¿No lo sabía usted?

Me miró con curiosidad y agregó con cierta coquetería:

–Por otra parte, aquí jamás es de noche.

Ahora ya no quería huir y se meneaba, estirando los hilos de la puntilla de su guardapolvo.

La dejé allí y entré en el comedor, que se hallaba casi a obscuras. Observé las mesas y una larga alacena que se extendía a lo largo de toda una pared. Pasado un rato sentí apetito. Contemplé con placer los pasteles y tartas que poblaban las estanterías de la alacena.

Las mesas no estaban ocupadas. Sobre una de ellas deposité mi valija. Golpeé las manos: no hubo respuesta alguna. Eché un vistazo a la sala vecina, más grande y mejor iluminada. Una larga ventana o balcón daba sobre el paisaje que yo ya conocía y que, así encuadrado, mostraba toda su tristeza y resignación como un fúnebre monumento. Sobre los manteles se veían los restos del almuerzo, botellas a medio vaciar. Había incluso monedas que habían sido dejadas como propina y que nadie había recogido. Volví a la alacena atraído por las masas y pasteles. Me parecían muy apetitosos y me pregunté si podría servirme yo mismo. Sentí crecer en mí una asombrosa glotonería. Me engolosinaba especialmente cierto pastel de manzana. Iba a sacarlo con la cuchara de plata, cuando sentí una presencia detrás de mí. Era la mucama, que había entrado silenciosamente gracias a sus babuchas de fieltro y que ahora me tocaba el hombro diciéndome, mientras examinada sus uñas:

–Señor, el Director lo espera.

Pasamos frente a decenas de puertas numeradas. Ella caminaba delante, sin siquiera volver la cabeza, segura de la atracción magnética que ejercía el movimiento de sus caderas, que se divertía en reforzar, regulando sutilmente la distancia que nos separaba. El corredor se hacía cada vez más obscuro. Cuando la obscuridad se hizo completa, la joven murmuró, rozándome con un dedo:

–Esta es la puerta del Director. Entre.

El doctor Gottard me recibió de pie, en medio de su despacho. Era un hombrecito rechoncho, de pelo negro.

–Recibimos ayer su telegrama –dijo–. Enviamos el coche de nuestro establecimiento a la estación, pero usted no llegó en el tren. Las comunicaciones por ferrocarril no son las mejores. ¿Cómo se siente usted?

–¿Vive aún mi padre? –pregunté, mirando con inquietud su rostro sonriente.

–¡Por supuesto que vive! –dijo sosteniendo con serenidad mi mirada–. Evidentemente, dentro de los límites de la situación dada –agregó con un guiño–. Usted sabe tanto como yo que, desde el punto de vista de su familia, de su país, su padre ha muerto; lo cual no es reparable por completo. Esta muerte arroja una sombra sobre su existencia aquí.

–¿Pero él no sospecha nada? –pregunté en voz baja.

Meneó la cabeza sin convicción.

–Esté usted tranquilo –dijo con voz ahogada–. Nuestros pacientes no adivinan, no pueden adivinar... El sistema es simple –y así diciendo aparentaba querer explicar con sus dedos el mecanismo–. Consiste en esto: hemos retrogradado el tiempo. Lo retrasamos en un lapso que es imposible determinar. Esto se vincula a una simple cuestión de relatividad. La muerte que ha alcanzado a su padre todavía no ha llegado aquí.

–Siendo así –dije–, mi padre se halla agonizando o casi...

–Usted no me comprende –respondió con indulgente impaciencia–. Reactivamos el tiempo pasado con todas sus posibilidades, comprendida la de la curación.

Me miró sonriente, acariciándose la barba.

–Pero quizás quiere usted ver ahora mismo a su padre. Tal como usted lo deseaba, le hemos reservado Una cama en su habitación. Voy a acompañarlo hasta allí.

En el corredor, el doctor Gottard bajó el tono de su voz. Observé, además, que estaba calzado con babuchas de fieltro, como la mucama.

–Dejamos que nuestros enfermos duerman cuanto quieran –dijo entonces–. Controlamos así su energía vital. Por otra parte, no tienen otra cosa que hacer.

Se detuvo frente a una puerta y, llevándose un dedo a los labios dijo:

–Duerme. Entre sin hacer ruido. Acuéstese usted también. Es lo mejor que puede hacer en este momento. Hasta luego.

–Hasta luego –murmuré, sintiendo que mi corazón se hinchaba de emoción.

Apoyé la mano en la falleba y la puerta se abrió sola, como una boca que se entreabre, desarmada, en mitad del sueño. Entré. La habitación estaba desnuda, casi vacía. Sobre una camita de madera ordinaria, cerca de una estrecha ventana, mi padre dormía, arropado en sus frazadas. Su poderosa respiración arrojaba desde el más profundo sueño, napas sucesivas de ronquidos, que parecían llenar toda la pieza desde el piso hasta el techo, aunque admitiendo siempre otros nuevos. Miré emocionado ese pobre rostro demacrado que acaparaba todo entero el trabajo de roncar y que, habiendo abandonado su envoltura terrestre, se confesaba en alguna parte, en otra orilla, en una ocasión lejana su existencia, cuyos minutos enumeraba solemnemente.

No había otra cama en la pieza. Una corriente glacial se colaba por la ventana. La estufa no estaba encendida.

–No parece que aquí cuiden mucho a los enfermos –me dije. ¡Lo han abandonado en plena corriente de aire, en el estado en que se halla! Y se diría que nadie hace la limpieza (una espesa capa de polvo cubría el piso y la mesa de noche, sobre la que se veían los frascos de remedios y una taza de café frío). ¡Hay montones de pasteles en la alacena, pero a los enfermos sólo se les da café negro en vez de algo nutritivo! Pero esto no ha de ser más que una bagatela en comparación con los beneficios del tiempo retardado.

Me desvestí lentamente y me deslicé en la cama junto a mi padre.

No se despertó, pero sus ronquidos, de tono notablemente alto, bajaron en una octava, renunciando a su declamación altanera.

A partir de entonces fueron ronquidos privados, estructuralmente individuales. Acomodé un almohadón en torno a la cabeza de mi padre para protegerlo de la corriente de aire y me quedé dormido.

 

 

II

Cuando desperté, la pieza continuaba en las penumbras. Mi padre, ya vestido, estaba sentado a la mesa, mojando en su café bizcochos dulces. Vestía un traje negro de paño inglés, que se había hecho el verano pasado. El nudo de su corbata estaba algo flojo.

Cuando observó que me había despertado me dijo con una sonrisa que iluminó su rostro empalidecido por la enfermedad:

–Tu llegada me ha alegrado muchísimo, José. ¡Qué sorpresa! Me siento tan solo aquí... Naturalmente, no puedo quejarme de mi situación. Las he visto peores, y si quisiera hacer un balance... Pero no importa. Imagínate que el primer día me sirvieron un filet de boeuf con hongos. Era una carne espantosa. Te lo señalo para el caso de que quieran servirte filet de boeuf a ti también, Todavía me arde el vientre, a causa de la diarrea que tuve. No sabía cómo salir de eso. Pero debo anunciarte una novedad. No te rías, pero he alquilado aquí un negocio. ¿Qué me dices? Y me felicito de esta idea. Como tú sabes, me aburría de lo lindo. No puedes imaginarte hasta qué punto impera aquí el aburrimiento. Por lo menos, ahora tengo una ocupación para entretenerme. Pero no vayas a imaginarte nada extraordinario. No; el lugar es mucho más modesto que nuestro antiguo negocio. Entre nosotros, te diré que en la ciudad hubiera sentido vergüenza de semejante pocilga, pero aquí, donde hemos debido moderar de tal manera nuestras pretensiones... ¿no es cierto, José? Y sonrió amargamente–. En fin, bien o mal, se vive.

Estas palabras me causaron pena. Me sentí incómodo por mi padre, que se daba cuenta de que había empleado una expresión inadecuada.

–Veo que tienes sueño –me dijo al cabo de un instante. Duerme un poco más y luego ven a buscarme al negocio. ¿Estás de acuerdo? Debo apresurarme, para ir a ver cómo andan las cosas. No te imaginas cuánto me ha costado obtener créditos, qué desconfianza sienten aquí por los viejos comerciantes qué, sin embargo, tienen un pasado honorable... ¿Te acuerdas de la óptica frente al mercado? Nuestro negocio está justo al lado. Todavía no hay ninguna insignia, pero de cualquier manera no podrás equivocarte.

–¿Va a salir usted sin abrigo? –le pregunté inquieto.

–Se han olvidado de ponerlo en mi equipaje, date cuenta. No lo he encontrado en mi baúl, pero no tengo necesidad de él. Este clima templado, este aire...

–Tome usted el mío –insistí yo. ¡Tómelo, por favor!

Pero él, poniéndose el sombrero, me saludó con un gesto y salió de la pieza.

No, yo no tenía sueño. Había descansado y sentía apetito. Recordaba con placer la alacena repleta de pasteles. Mientras me vestía me preguntaba qué iría a elegir entre todas esas buenas cosas. Daría prioridad al pastel de manzana, sin olvidar las excelentes masas con cascara de naranja que también había observado. Me coloqué frente al espejo para anudarme la corbata, pero su superficie, como la de un espejo cóncavo, no reflejaba mi imagen, oculta en algún punto de sus turbias profundidades. En vano traté de regular la distancia, acercándome y alejándome: esa bruma plateada y movediza no dejaba escapar ningún reflejo.

–Debo pedir otro espejo –me dije al salir de la pieza.

La obscuridad reinaba en el corredor. La impresión que causaba el solemne silencio reinante estaba reforzada por el destello azulado de un quinqué que ardía provisoriamente en un recodo. En ese laberinto de puertas, nichos y recovecos no recordaba muy bien dónde se hallaba la entrada del comedor.

–Iré a la ciudad. En alguna parte comeré; quizás encuentre una buena confitería.

Apenas traspuse el gran portal sentí soplar una brisa a la vez pesada, suave y húmeda, característica de ese extraño clima. El habitual color gris de la atmósfera se había obscurecido. La luz parecía filtrarse a través de un crespón.

No me cansaba de contemplar el paisaje, compuesto como un nocturno, con ese negro fusible aterciopelado de las partes más obscuras y la gama de grises mates, cenicientos, que se extendían en notas apagadas. En sus pliegues profundos, el aire me rozaba la cara con cintas de cuero blando. Tenía la dulzura un poco desabrida del agua de lluvia estancada.

¡Y de nuevo ese rumor de la sombría espesura, que se envuelve sobre sí mismo, esos acordes profundos que turban los espacios más allá del límite de lo audible! Me hallaba en el patio trasero del sanatorio. Observaba los altos muros de la parte trasera del cuerpo principal del edificio, construida en forma de arco: todas las ventanas estaban cerradas con postigos negros. El sanatorio dormía profundamente. Pasé frente a un portal de hierro forjado. A su lado se hallaba un nicho de grandes dimensiones, vacío. De pronto, el bosque me absorbió. Caminaba a tientas en las tinieblas, como a mi llegada. En un lugar más claro vi dibujarse entre los árboles las formas de algunas viviendas. Unos pasos más me llevaron hasta el centro de una gran plaza.

¡Qué extraña analogía con la plaza del mercado de nuestra ciudad natal! ¡Cómo se parecen, en el fondo, todos los mercados del mundo! Son casi siempre las mismas construcciones, las mismas tiendas.

Las veredas estaban desiertas. Del cielo descendía un amanecer miserable y tardío, y fuera del tiempo. Descifré cómodamente las insignias y los anuncios, pero no me hubiera sorprendido si alguien me hubiera dicho que era de noche... Sólo algunos negocios estaban abiertos. Aquellos que tenían sus cortinas metálicas a medio cerrar se cerraban repentinamente. Un aire vivo y fuerte, rico y denso, absorbía aquí y allá alguna parte del escenario y borraba, como una esponja húmeda, algunas casas, un reverbero, un trozo de letrero. A veces me resultaba difícil levantar los párpados pesados de sueño. Me puse a buscar la óptica que mi padre había mencionado. El había hablado como si yo estuviera al corriente de los hechos locales. ¿Acaso no sabía que yo venía por primera vez? Sus ideas debían embrollarse. Pero ¿qué se podía esperar de mi padre, que sólo a medias era real y que vivía una vida tan relativa, limitada por tantas restricciones? Era necesaria –¿para qué disimularlo?– mucha buena voluntad para reconocerle una especie de existencia. Su vida era un lamentable sucedáneo, debido a la indulgencia general, a ese consenso universal en el que abrevaba su problemática motivación. Era evidente que esa triste apariencia solo podía mantenerse en la realidad si todos estaban de acuerdo con cerrar los ojos ante las definiciones chocantes y manifiestas de esta situación. La más ligera oposición la hubiera hecho vacilar, el menor soplo de escepticismo la hubiera echado por tierra. El sanatorio del doctor Gottard ¿podía, en su atmósfera de invernadero, asegurarle esa tolerancia benévola, protegerla de los vientos fríos de una atmósfera racional? Con todo derecho uno podía asombrarse de que mi padre, en esa situación siempre amenazante, pudiera aún hacer tan buen papel.

Me regocijó encontrar una confitería, cuya vitrina estaba llena de bizcochos y tartas. Mi apetito se reanimó. Abrí la puerta vidriada sobre la que se leía "helados" y penetré en un local obscuro que olía a café y vainilla. De las profundidades del negocio salió una joven cuyo rostro se diluía en la penumbra y que atendió mi pedido. Por fin, después de tan larga espera, podía hartarme de deliciosos buñuelos que humedecía en el café. En la obscuridad, rodeado por los torbellinos del crepúsculo y tragando pastel tras pastel, sentía a esa sombra danzante apoderarse furtivamente de mí con tibias pulsaciones, con un hormigueo de delicadas caricias. Por fin, no hubo para mí, en medio de la más completa obscuridad, más que la mancha grisácea del rectángulo de la ventana. En vano golpeé con la cuchara: nadie vino a cobrar mi cuenta. Dejé sobre la mesa una moneda de plata y salí a la calle.

La librería vecina estaba todavía iluminada. Los empleados sacaban libros de los estantes. Les pregunté dónde estaba el negocio de mi padre. "Es exactamente en la segunda casa" –me dijeron. Un joven atento acudió para señalármela. La puerta de entrada era vidriada, pero la vitrina estaba recubierta de papel gris. En seguida me di cuenta de que el negocio estaba lleno de clientes. Mi padre estaba detrás del mostrador, humedeciendo su lápiz con saliva, hacía sus cuentas. Un cliente, inclinado sobre el mostrador, verificaba cada cifra, guiándose con el índice y contando en voz baja. Los demás miraban en silencio. Mi padre me miró por encima de los lentes y me dijo, apoyando un dedo sobre el artículo en que se había detenido:

–Hay una carta para ti; está en el escritorio, entre papeles.

Luego se entregó nuevamente a sus cálculos. Por su parte, los dependientes levantaban las mercaderías vendidas, las envolvían y ataban. Sólo en una parte de las estanterías había piezas de tela; el resto estaba aún vacío.

–¿Por qué no se sienta usted? –pregunté a mi padre–. No se cuida usted para nada, hallándose tan enfermo como se halla.

Hizo un ademán de descargo, como si quisiera apartar mis argumentos, y no interrumpió sus cuentas. Parecía sentirse muy mal. Era indudable que solamente una excitación artificial, una actividad febril, podían avivar sus fuerzas y que se retraerían en el instante de su derrumbe definitivo.

Me acerqué al escritorio. La pieza que me estaba destinada parecía más un paquete que una carta. Unos días antes yo había escrito a una librería encargando un libro pornográfico y seguramente me lo enviaban en ese paquete. Habían encontrado mi dirección, o más bien la de mi padre, que apenas acababa de abrir su tienda, carente aún de insignia y de anuncios. ¡Qué notable servicio de información, qué organización digna del mayor elogio! ¡Y qué sorprendente rapidez!

–Puedes leer tranquilamente en la trastienda –dijo entonces mi padre, echándome una mirada descontenta–. Ya ves que aquí no hay lugar.

La trastienda estaba vacía. Un poco de luz entraba por la puerta vidriada. En las paredes estaban colgados los abrigos de los empleados. Abrí el paquete y bajo la débil luz que venía del negocio, me puse a leer la nota que lo acompañaba. Me comunicaban que el libro pedido no se hallaba, desgraciadamente, en depósito. Habían emprendido su búsqueda, pero hasta el momento no habían tenido éxito. La firma se permitía enviarme, entre tanto, y sin compromiso de mi parte, cierto artículo que, pensaban, podría interesarme. Seguía la complicada descripción de un "anteojo astronómico plegadizo" dotado de gran aumento y de otras múltiples cualidades. Intrigado, quité el envoltorio del instrumento, hecho de tela encerada negra, rígida, plegada en forma de acordeón. Siempre he tenido debilidad por los telescopios. Desplegué el cuerpo del aparato, varias veces plegado sobre sí mismo. En mis manos se extendió un enorme fuelle que, sostenido por finas varillas, se desarrolló todo a lo ancho de la pieza, como un laberinto de negras células o una larga serie de cámaras obscuras que encajaran unas en otras. El conjunto evocaba la imagen de un largo carruaje de tela pintada a la laca, o una especie de accesorio teatral que tratara de imitar la masividad de lo real con su materia de papel y estopa. Acerqué el ojo a la extremidad del aparato y percibí, en la otra punta, la fachada trasera del sanatorio. Poseído por la curiosidad, me hundí más aún en el interior del aparato. Podía ahora seguir, en el objetivo, a la mucama que caminaba, con un plato en la mano, en la penumbra del corredor. La joven se volvió y sonrió. "¿Me ve?", me preguntó. Una invencible somnolencia velaba mis ojos de bruma. Estaba sentado en la cámara trasera del telescopio como si fuera en un automóvil. Hice un ligero movimiento de palanca y el aparato se estremeció como una mariposa de papel agitando las alas; sentí que se ponía en movimiento y que me arrastraba hasta la puerta.

Como una gran oruga negra el telescopio llegaba ahora al local iluminado. Parecía una enorme cucaracha de papel, de tronco articulado, provista de dos imitaciones de faros. Los clientes retrocedieron en desorden ante este dragón ciego; los dependientes abrieron de par en par la puerta de calle y yo me fui, lentamente, en ese coche de papel, entre dos filas de personas que seguían con mirada indignada esa partida realmente escandalosa.

 

 

III

Así se vive y así pasa el tiempo en este lugar. La mayor parte del día se emplea para dormir, y no sólo en la cama. Nada es difícil en este aspecto. En cualquier sitio y en cualquier momento uno se encuentra dispuesto a echar un sueñito: sobre la mesa del restaurant, en un coche o quizás de pie, en el vestíbulo de una casa cualquiera a la que se ha entrado un momento con el solo objeto de satisfacer una irreparable necesidad de sueño.

Al despertar, embotados y tambaleantes, retomamos la conversación interrumpida, proseguimos un penoso camino, continuamos considerando un complicado asunto sin comienzo ni fin. Así, en camino, desaparecen, no se sabe dónde, largos intervalos de tiempo: perdemos el control sobre la continuidad de la jornada y dejamos finalmente de ocuparnos de ella, abandonamos sin pena el esqueleto de una cronología interrumpida que el uso y una severa disciplina nos habían habituado a vigilar atentamente. Hace tiempo que hemos descuidado esa constante diligencia que poníamos en rendir cuentas del tiempo transcurrido y esa manía escrupulosa de contabilizar las horas gastadas que son la ambición y el orgullo de nuestra economía. Hace tiempo que hemos renunciado a esas virtudes cardinales que no conocen vacilación ni falta.

Algunos ejemplos pueden servir para ilustrar esta situación. En un momento dado del día o de la noche (ciertos débiles matices en el color del cielo permitían apenas establecer la diferencia) me despierto cerca de la balaustrada del puentecito que conduce al sanatorio. Es la hora del crepúsculo. Sin duda he debido errar largo rato por la ciudad, muerto de sueño, inconsciente, hasta llegar aquí, mortalmente fatigado. No puedo decir si me acompañaba el doctor Gottard, que ahora se encuentra a mi lado y enuncia las ultimas conclusiones de un largo razonamiento. Arrastrado por su elocuencia, me toma del brazo y me lleva con él. Antes de haber atravesado del todo la pasarela de sonoras planchas, me vuelvo a dormir. A través de mis párpados cerrados veo confusamente la gesticulación persuasiva del doctor, que sonríe entre los pelos de su barba negra. Me esfuerzo en vano por comprender ese argumento capital, ese arrastre decisivo que corona su demostración con un triunfo que lo hace detenerse, con las manos extendidas. No sé cuánto tiempo más caminamos uno al lado del otro, enfrascados en una conversación llena de malos entendidos, cuando de pronto retomé el control de mí mismo. El doctor Gottard había desaparecido y, era de noche, pero solo porque tengo los ojos cerrados. Cuando los abrí me encontré en la cama, en mi pieza, a la que había entrado no sé de qué manera.

Otro ejemplo, aún más notable: entro para comer algo en un restaurant de la ciudad, desordenado y lleno de confusos ruidos de voces. ¿Y a quién encuentro, sentado a una mesa hundida bajo el peso de las vituallas? Pues a mi padre. Todas las miradas se dirigen a él: estaba radiante, excepcionalmente animado, se sentía en la gloria, inclinándose a diestra y siniestra con gran afectación y sosteniendo una prolija conversación con toda la concurrencia. Con una osadía artificial que no puede dejar de inquietarme, sigue pidiendo nuevos platos, que se van acumulando sobre la mesa. Se complace en juntarlos frente a él aunque aún no haya podido terminar con el primero. Chasquea la lengua, mastica mientras habla y, al mismo tiempo, con sus gestos y su mímica, subraya el vivo contento que le produce este festín. Sigue con la vista a Adán, el mozo, a quien encarga sin cesar y sonriendo tiernamente, nuevos manjares. Y cuando el mozo corre, agitando su servilleta, a encargar los nuevos pedidos, mi padre implora la atención de todos para que sean testigos del irrefutable encanto de esa Ganimedes.

–¡Es inestimable! –exclama entrecerrando los ojos con una sonrisa beatífica. ¡Un ángel! ¡Reconozcan ustedes que es encantador!

Me retiro de allí muy disgustado, sin que él haya notado mi presencia. Si hubiera estado allí contratado por la dirección del hotel como motivo de publicidad, su manera de conducirse no hubiera sido, sin duda; más provocativa y ostentosa. La cabeza embotada, titubeo por las calles tratando de volver a mi pieza. Me detengo ante un buzón, apoyo en él la cabeza y me duermo un ratito. Por fin, a tientas, encuentro en la obscuridad la entrada del sanatorio. Mi pieza está a obscuras. Aprieto el interruptor, pero no hay corriente eléctrica. Un soplo de aire frío viene de la ventana. La cama cruje en las tinieblas. Mi padre levanta la cabeza y dice.

–¡Oh, José, José! Hace dos días que estoy aquí sin que nadie se ocupe de mí, han arrancado las campanillas, nadie viene a verme y mi propio hijo me abandona, a mí, gravemente enfermo, para ir a la ciudad a correr detrás de las mujeres. Escucha cómo late mi corazón.

¿Cómo conciliar ambas cosas? Mi padre está en el restaurant, entregado a una loca glotonería, o acostado en su pieza retenido por una grave enfermedad? ¿O tengo dos padres? No se trata de eso. La causa de todo se halla en esa rápida dislocación del tiempo, que no ha sido vigilado severamente.

Todos sabemos que ese elemento indisciplinado puede ser mantenido en regla, bien o mal, sólo gracias a cuidados continuos, a una solicitud comprensiva, a una corrección atenta de todos sus extravíos. Privado de esta tutela, se muestra de inmediato inclinado a las infracciones, a extrañas aberraciones, a farsas imprevisibles, a deformes bufonerías. Se siente cada vez más claramente la incompatibilidad de nuestros tiempos individuales. El tiempo de mi padre y el mío no coincidían. Dicho sea entre paréntesis, el reproche que él me hacía, a propósito de mis supuestas costumbres disolutas, es una insinuación desprovista de todo fundamento. No me he acercado aquí a ninguna muchacha. Tambaleando como un ebrio, de sueño en sueño, apenas si prestaba atención a las mujeres en mis momentos de sangre fría.

Por otra parte, la constante penumbra de las calles casi no permite distinguir los rostros. Todo lo que pude observar, en tanto soy joven y tengo, de alguna manera, interés por este asunto, es el extraño andar de esas doncellas.

La suya es una manera de andar inexorablemente rectilínea que no se arredra ante ningún obstáculo sólo obedece a un cierto ritmo interior, a ciertas leyes que se diría desenredan al ritmo de su trote en línea recta, lleno de precisión y gracia mesurada. Todas van su regla individual, tensa como un resorte.

Cuando caminan así, en línea recta, serias y concentradas, se diría que están poseídas por una sola preocupación: no apartarse de esa regla severa ni un solo milímetro. Aparece entonces claramente que lo que llevan consigo con tan atento recogimiento no es otra cosa que cierta idea obsesiva de su propia perfección; elevada a la realidad por la sola fuerza de la fe. Es una anticipación que asumen por su propia cuenta, sin ninguna garantía, un dogma intangible contra el cual la duda no tiene asidero.

¡Cuántos defectos y lagunas, cuántas narices aplastadas, cuántos granitos y manchas pueden disimular esas mujeres bajo la máscara de la ficción! No hay fealdad ni vulgaridad que el impulso de esta fe no pueda transformar en una ficticia perfección.

Gracias a esta fe, sus cuerpos cobran una notable belleza, y sus piernas realmente bien torneadas y ágiles, los pies calzados con irreprochables zapatos, explican, en el monólogo fluido y centelleante de su andar, la riqueza que el rostro calla por orgullo. Llevan las manos en los bolsillos de sus cortas y ajustadas chaquetas. En el café, en el teatro, cruzan las piernas descubriéndolas hasta las rodillas, en un elocuente silencio. Señalo, al pasar, una de las características de la ciudad. Ya he hablado de su negruzca vegetación. Puedo citar especialmente una especie de helecho negro que adorna por doquier cada casa, cada lugar público. Es casi un símbolo de duelo, el emblema fúnebre de la ciudad.

 

 

IV

La vida en el sanatorio se hace cada vez más insoportable. No se puede negar que hemos caído inocentemente en la trampa. Salvo en el instante de mi llegada, en que habían desplegado las apariencias de una cierta hospitalidad ante un recién llegado, la dirección no se esforzó en lo más mínimo por darnos aunque fuera la ilusión de que se ocupaba de nosotros. Estamos completamente abandonados a nosotros mismos. Nadie se ocupa de nuestras necesidades. He constatado hace ya tiempo que los cables de los timbres eléctricos se detienen justo sobre la puerta y no conectan con nada. La servidumbre es invisible. Los corredores están obscuros y silenciosos día y noche. Estoy persuadido de que somos los únicos huéspedes de este sanatorio y la actitud discreta de la mucama cuando empuja una puerta no es más que una mistificación.

A veces quisiera abrir de par en par las puertas de todas las habitaciones y dejarlas así para desenmascarar esta intriga deshonesta de la que somos víctimas. Sin embargo, no estoy del todo seguro de mis sospechas. En medio de la noche puede suceder que me encuentre con el doctor Gottard que, vestido con casaca blanca y esgrimiendo una jeringa, atraviesa el corredor precedido por la mucama. Me resulta difícil, en tales circunstancias, detener al doctor y arrinconarlo contra la pared.

Si en la ciudad no existieran el restaurante y la confitería, nos moriríamos de hambre. A pesar de mis ruegos no he podido obtener una segunda cama. Además, es imposible lograr que cambien las sábanas.

Hay que reconocer que el abandono general nos ha ganado a todos. Meterse en la cama enteramente vestido y con los zapatos puestos había sido siempre para mí algo incomprensible en una persona civilizada. Pero ahora vuelvo tarde, ebrio de sueño; la pieza está sumida en la obscuridad y una fría corriente de aire hincha la cortina de la ventana. Entonces me arrojo sin más en la cama y me cubro con las frazadas. Duermo por tiempo indeterminado: días enteros, semanas quizás, viajando por los vacíos paisajes del sueño, recorriendo las pendientes de la respiración, a veces descendiendo con paso elástico un ligero promontorio, otras escalando con esfuerzo el muro vertical del ronquido. Llegado arriba, abarco con la mirada el inmenso horizonte de ese desierto rocoso. En cierto momento, en medio de lo desconocido, en el giro brusco de un ronquido, me despierto a medias consciente y siento a mis pies el cuerpo de mi padre. Duerme hecho una bola, menudo como un gatito. Vuelvo a dormirme, con la boca abierta, y un inmenso panorama de montañas se desliza a mi lado en majestuosas olas.

En el negocio, mi padre desarrolla una gran actividad, conduce con éxito las transacciones, moviliza toda su elocuencia para convencer a los clientes. La animación enciende sus mejillas y pone brillo en sus ojos. En el sanatorio permanece acostado, gravemente enfermo, como durante las últimas semanas. Debo reconocer que está llegando a su fin. Me dice a veces, con débil voz: "Deberías venir más a menudo por el negocio, José. Los dependientes nos roban. Te das cuenta que no doy abasto. Hace semanas que estoy clavado en la cama: los negocios andan a la buena de Dios y nada se hace. ¿No ha llegado ninguna carta de casa?"

Comienzo a arrepentirme de toda esta aventura. No se puede decir que hayamos estado muy felices al traer aquí a mi padre, seducidos por una ruidosa publicidad. El tiempo retardado... Sí, suena bien, pero ¿qué significa esto en realidad? El que se encuentra aquí ¿es un tiempo bueno y válido, un tiempo justo, desentrañado de la madeja con olor de novedad y color fresco? No; por el contrario, es un tiempo gastado, usado por otro, macerado, transparente, agujereado como una criba.

Nada de asombroso hay en esto. Se trata, en cierta manera, de un tiempo vomitado. Que se me comprenda bien: un tiempo que ya ha servido. ¡Triste cosa, en realidad!

Y todas esas manipulaciones inconvenientes, esas connivencias perversas, esa manera de interrumpir su mecanismo por detrás, esa prestidigitación peligrosa jugando con los secretos íntimos del tiempo... A veces tendría ganas de golpear la mesa con el puño y gritar a pleno pulmón: "¡Basta! ¡No toquéis al tiempo! ¡No tenéis derecho a provocarlo! ¿No os basta con el espacio? El espacio es del hombre, en él podéis recrearos, holgar a voluntad, hacer cabriolas, echaros a rodar, saltar de astro en astro. ¡Pero, por amor de Dios, no toquéis al tiempo!"

Y por otra parte, ¿puede pedírseme que rompa el contrato firmado con el doctor Gottard? Por más miserable que sea la existencia de mi padre, al menos lo veo, estoy con él, le hablo. Ciertamente, el doctor merece de mi parte un reconocimiento infinito.

Varias veces he querido conversar francamente con él. Pero es imposible. Por ejemplo, la mucama me avisa que él se dirige en este momento al comedor. En cuanto me dispongo a ir hacia allá, la joven corre detrás de mí para decirme que se ha equivocado y que el doctor está en la sala de operaciones. Subo rápidamente las escaleras, preguntándome qué clase de operaciones hará allí, entro en una antecámara y me ruegan esperar: el doctor va a salir en seguida; se está lavando las manos. Alcanzo a verlo por la puerta entreabierta; dentro de su blusa flotante camina a zancadas y recorre apresuradamente las salas del hospital. ¿Pero de qué me entero? El doctor Gottard no había estado allí, donde desde hace años no se hacen operaciones. Duerme en su habitación, con la barba al aire. Sus ronquidos llenan la pieza como nubes que se hinchan, se acumulan y elevan en un torbellino a la cama con su durmiente, siempre más y más arriba, en una patética ascensión sobre la marea de ronquidos y las ondas de las sábanas desordenadas.

Ocurren aquí cosas aún más asombrosas, que trato de no ver, cosas absurdamente fantásticas. Siempre que salgo de mi pieza me parece que alguien se aleja rápidamente de la puerta y desaparece en el corredor. O tal vez alguien camina delante de mí, sin volverse. ¡Sé quién es! "¡Mamá!" –grito con voz trémula por la emoción. Ella da vuelta la cabeza y me mira con una sonrisa implorante. ¿Dónde estoy? ¿Qué me pasa? ¿En qué trampa he caído?

 

 

V

No sé si es por lo avanzado de la estación, pero los días toman una coloración cada vez más grave, más sombría, más obscura, es como si se mirara el mundo con lentes ahumados. El paisaje de tinta pálida sugiere el fondo de un inmenso acuario. Arboles, hombres y casas se funden en siluetas negras que ondulan como plantas submarinas en ese abismo penumbroso.

En los alrededores del sanatorio hay un hervidero de perros negros de todos los tamaños y formas que, a la hora del crepúsculo, recorren caminos y senderos enfrascados en sus asuntos de perros, muy pegados a la tierra, mudos, concentrados y atentos.

Pasan de a dos o de a tres, con el cuello tendido y las orejas en punta, dando pequeños aullidos plañideros que se escapan de sus gargantas y delatan una extremada agitación interior. Absortos y apresurados, siempre en camino, siempre en tensión hacia un objetivo incomprensible, apenas prestan atención a los que pasan. A veces, sin embargo, en su carrera, miran de costado con sus ojos negros e inteligentes que dejan traslucir una rabia sólo frenada por la falta de tiempo. Puede ocurrir que cedan a su maldad y se precipiten sobre nuestras piernas, con la cabeza gacha y un gruñido de mal augurio; pero su detención dura apenas un instante y retoman la marcha a grandes saltos.

¿Por qué diablos no se puede acabar con esa plaga? La dirección del sanatorio mantiene encadenado a un perro lobo, un espantoso animal, un verdadero monstruo salvaje.

Me estremezco cuando debo pasar cerca de su casilla y lo veo de costado, inmóvil en el extremo de su corta cadena, con sus largos pelos erizados, sus bigotes, su pelambre y su barba, con esa poderosa boca erizada de colmillos. No ladra jamás, pero su rostro salvaje se hace aún más terrible a la vista, de un ser humano; sus rasgos endurecidos toman, una indescriptible expresión de furor y, levantando su terrible hocico, lanza un aullido convulso, sordo y ardiente que emana de lo más profundo de su odio y transparenta desesperación e impotencia.

Mi padre pasa indiferente cerca del animal feroz cuando salimos juntos del sanatorio. En cuanto a mí, me siento trastornado por esa horrenda manifestación de odio impotente. La estatura de mi padre es ahora dos cabezas más pequeña que la mía cuando, pequeñito y delgado camina a mi lado con su trotecillo de anciano.

Cuando nos acercamos al mercado notamos un movimiento desacostumbrado. Las calles están pobladas de verdaderas masas humanas. Nos comunican inverosímiles noticias sobre la entrada de un ejército enemigo en la ciudad.

En medio de la consternación general la gente se intercambia informaciones alarmantes y contradictorias. Todo es incomprensible. ¿Cómo es posible una guerra sin previos trámites diplomáticos? ¿Una guerra que interrumpe una bienaventurada paz, jamás turbada por la necesidad; una guerra contra quién y por qué? Nos explican que esta invasión enemiga ha dado impulsos al partido de los descontentos, cuyos miembros han salido armados a la calle y atemorizan a los pacíficos ciudadanos. Hemos visto a un grupo de insurgentes que, vestidos con bandas blancas cruzadas sobre el pecho, avanzaban en silencio, apuntando con sus fusiles. La multitud retrocedía a su paso, apretujándose en las veredas, bajo el ala de sus sombreros de copa, arrojaban miradas sombrías e irónicas en las que se reflejaba su sentimiento de superioridad, un destello de alegría maligna y una especie de guiño sobrador, como si contuvieran una carcajada que, de liberarse, denunciaría toda la mistificación. Algunos de ellos eran reconocidos por la gente, pero las exclamaciones felices que se insinuaban eran reprimidas ante la amenaza de los fusiles. Pasaron de largo sin interpelar a nadie. De nuevo la calle se llenó de gente inquieta, silenciosa y mohína. Un confuso murmullo recorría la ciudad afiebrada. Parecía oírse a lo lejos un estruendo de artillería y el rodar de arcones.

–Es absolutamente necesario que llegue al negocio –dijo mi padre, pálido y decidido. No es necesario que tú vengas conmigo; no harías más que incomodarme. Mejor vuelve al sanatorio.

El llamado de la cobardía hizo que le obedeciera de inmediato. Veo aún a mi padre abrirse camino entre la multitud y desaparecer.

Huí por callejuelas estrechas hacia la ciudad alta, para apartarme, por ese camino escarpado, del centro bloqueado por la multitud.

En la parte alta de la ciudad el gentío era menos numeroso y terminó por desaparecer. Avancé tranquilamente por las calles desiertas, en dirección al parque municipal. Los reverberos ardían con su llama opaca y azulada, como fúnebres asfodelos. A su alrededor danzaban nubes de saltamontes, pesados como balas de fusil, que volaban de costado con sus alas vibrantes. Los que habían caído a tierra arrastraban torpemente por la arenisca su lomo curvado, caparazón endurecido sobre el que trataban de replegar las delicadas membranas de sus alas abiertas. Por los senderos y el césped algunos transeúntes conversaban despreocupadamente. Los últimos árboles se inclinaban sobre los patios de las casas que se apoyaban en la muralla del parque. Caminé paralelamente a esta, tan baja que apenas me llegaba al pecho pero que, del otro lado caía hasta el nivel de los patios traseros en escarpaduras de la altura de un piso.

En cierto lugar, una rampa de tierra apisonada atravesaba los patios y volvía a la muralla. Franqueé sin dificultad una barrera y, siguiendo la dirección de ese dique estrecho que atravesaba bloques de edificios, me encontré de nuevo en la calle. Mis cálculos, que se apoyaban en un feliz sentido de la orientación, se revelaron exactos: me hallaba a la altura del sanatorio, del cual ya divisaba los fondos, de indecisa blancura, sobre un fondo de árboles obscuros. Entré como de costumbre por el patio trasero, atravesando la puerta metálica, y de lejos vi al perro en su puesto. Como siempre, esta visión me provocó un estremecimiento de aversión. Quise pasar adelante de su casilla lo más rápido posible, para no oír ese gemido de odio que salía del fondo de su ser, cuando, horrorizado y creyendo apenas a mi ojos, le vi apartarse de su casilla y correr hacia mí para impedirme el paso, lanzando un ladrido sordo que parecía salir de una tumba.

Retrocedí, espantado, hasta el rincón más alejado del patio y, buscando instintivamente un reparo, me refugié bajo una pequeña glorieta, consciente sin embargo de la vanidad de mis esfuerzos. La peluda bestia se acercó a los saltos; su hocico apareció en la entrada y quedé atrapado. Más muerto que vivo, observé que arrastraba detrás de él toda su cadena y que la glorieta se hallaban fuera del alcance de sus colmillos. Estaba aterrorizado; me sentía muy mal, incapaz de lograr ningún alivio. Vacilante y a punto de desvanecerme, traté de mirarlo. Nunca lo había visto tan de cerca; ahora había abierto los ojos. ¡Qué poder tienen la prevención y la sugestión del espanto! ¡Qué enceguecimiento! Era un ser humano. Un ser humano encadenado que, sin darme cuenta, yo había tomado por un perro.

Compréndaseme bien. Era un perro, sin duda, pero bajo forma humana. Lo que constituye la naturaleza canina es un dato interior que exteriormente puede revestir una envoltura tanto humana como animal. El estaba allí, en la entrada de la glorieta, frente a mí, frunciendo el hocico y mostrando los dientes con un terrible gruñido. Era un hombre de talla mediana, muy moreno. En su rostro amarillento y huesudo brillaban dos ojos negros, malvados y desgraciados. A juzgar por su obscura vestimenta, su barba bien recortada, hubiera podido tomársele por un intelectual, un sabio: hubiera podido ser un hermano mayor del doctor Gottard mal desarrollado. Pero esta primera apariencia era engañosa. A poco quedaba desmentida cuando uno observaba sus manos sucias de cola, los dos surcos profundos a cada lado de la nariz que se perdían en su barba, las arrugas horizontales, muy vulgares, sobre la frente estrecha. Podía ser un encuadernador, quizás un orador de barricada y activista violento, lleno de pasiones explosivas. Y es allí justamente, en esa dentellada de las pasiones, en ese erizamiento convulsivo, en esa furia demente ladrando con rabia a la punta del bastón, donde era perro ciento por ciento.

Si saltara por encima de la barrera del fondo –me dije– estaría fuera de su alcance y podría volver por el sendero hasta la entrada del sanatorio. Estaba a punto de pasar la barrera, pero me detuve de pronto, sintiendo que sería demasiado cruel partir, dejándolo abandonado a su furor sin límites. Me imaginé su terrible decepción, su dolor inhumano, si me viera salir de la trampa y alejarme para siempre. Me quedé allí, me acerqué a él y le dije: "Cálmese, voy a desatarlo".

Al escuchar estas palabras, su rostro convulsionado vibrante de gruñidos, se aflojó y tranquilizó, dejando lugar a una expresión casi completamente humana. Me acerqué a él sin temor y le solté el collar. Ahora caminamos uno al lado del otro. El encuadernador viste un honorable traje negro, pero está descalzo. Trato de iniciar una conversación, pero de su boca sólo sale un tartajeo ininteligible. Sin embargo, en sus ojos negros elocuentes, descifro un signo amistoso que me libra del temor. A veces tropieza en un guijarro o en un terrón de tierra. Por efecto del choque su rostro se descompone, revelando un terror próximo a estallar y, siguiendo a este, una rabia que de un momento a otro puede hacer de ese rostro un nudo de víboras. Entonces lo llamo al orden con una ruda advertencia camaraderil. Llego incluso a palmearle el lomo. Y a veces se ve esbozarse en su cara una sonrisa asombrada, sospechosa, que duda de sí misma. ¡Ah, cuánto me pesa esta terrible amistad! ¡Cómo me espanta esta singular simpatía! ¿De qué manera podré desembarazarme de este ser que camina a mi lado y clava en mi rostro su mirada con todo el calor de su alma canina? Sin embargo, no dejaré traslucir mi impaciencia. Saco mi billetera y le digo, con tono objetivo. –Sin duda usted necesita dinero; puedo prestárselo de buen grado.

Pero a la vista del dinero toma un aire tan terriblemente salvaje que guardo rápidamente mi billetera. Durante largo rato no consigue calmarse ni dominar sus gestos, convulsionado por un aullido. De cualquier manera, las cosas se han embrollado y no hay salida. El resplandor de un incendio se eleva sobre la ciudad.

Mi padre en medio de la revolución, dentro de su negocio en llamas; el doctor Gottard fuera de mi alcance y, para colmo, la inconcebible aparición de mi madre, de incógnito, encargada de una misteriosa misión ... Tales son las mallas de una vasta intriga incomprensible tejida en torno a mi persona, ¡Huir, huir de aquí! No importa adonde. Rechazar la horrible amistad de ese encuadernador que huele a perro y que no me quita los ojos de encima. Estamos frente a la puerta del sanatorio.

–¿Me haría usted el placer de venir a mi pieza? –le dije con un gesto amable.

Las maneras civilizadas lo fascinan y adormecen su salvajismo. Lo hago pasar delante y le ofrezco una silla.

–Voy a buscar cognac al comedor –le digo.

Se yergue de un salto, lleno de pavor, para acompañarme. Lo tranquilizo con dulzura y firmeza: –Quédese aquí y espéreme tranquilo –le digo con voz profunda y vibrante en cuyo fondo yace un miedo secreto.

Se tranquiliza con una vaga sonrisa, salgo y avanzo lentamente por el corredor de abajo, franqueo la puerta, cruzo el patio, cierro detrás de mí la verja y me echo a correr hasta perder el respiro, con el corazón latiendo apresuradamente y las sienes afiebradas, por la sombría alameda que lleva a la estación.

En mi cabeza se apretujan las ideas, cada cual más espantosa que la otra. La inquietud del monstruo, su pavor, su desesperación cuando comprenda que lo he engañado, la reaparición de su furia, su explosión de rabia invencible... El retorno de mi padre, que golpea a la puerta sin sospechar nada y que se encuentra cara a cara con la bestia feroz...

Es una suerte que mi padre no viva realmente y que todo esto no pueda dañarlo, me digo con alivio.

Justamente frente a mí hay una fila de vagones a punto de partir. Subo a uno de ellos y el tren, como si sólo esperara mi llegada se pone en marcha suave y silenciosamente... Por la ventanilla veo otra vez el enorme plato del horizonte que se desliza, salpicado de bosques sombríos y sonoros, entre los cuales se distingue la mancha blancuzca del sanatorio. ¡Adiós, padre; adiós, ciudad que no volveré a ver!

Desde entonces vivo sobre ruedas; en cierta manera he fijado domicilio en la vía férrea, y allí se me tolera que vagabundee entre los vagones. Los coches, grandes como habitaciones, están llenos de paja y residuos. Las corrientes de aire los atraviesan de un extremo a otro, a lo largo de los días descoloridos.

Mis ropas desgarradas caen hechas jirones. Me han dado un uniforme usado de ferroviario. Tengo la cara vendada a causa de un carrillo hinchado. Me siento sobre la paja y sueño y cuando tengo hambre voy al corredor de los compartimientos de segunda clase y canto. Entonces alguien arroja unas monedas en mi gorra negra de ferroviario con su visera casi desprendida.


 

EL JUBILADO

 

Soy un jubilado, en el sentido literal y total de la palabra. Un hombre que ha llegado muy lejos en esta cualidad. Sí, seriamente adelantado. Un jubilado de alta calidad.

Puede ser, inclusive, que haya superado en este aspecto ciertos límites definitivos y admisibles. No quiero callarlo; al fin y al cabo ¿qué hay de tan extraordinario en eso? ¿Por qué abrir así los ojos y mirarme con esa estima hipócrita y esa gravedad solemne que contienen tanto placer secreto frente al perjuicio sufrido por el prójimo? ¡Cuántos carecen del tacto más elemental! Habría que admitir tales hechos con actitud simple, con cierta distracción, con la ligereza inherente a esos asuntos. Hay que pasar a la orden del día como yo lo hago perezosamente, canturreando detrás de la barba; pasar por encima de esas cosas sin preocuparse. Es quizás eso lo que me hace sentirme inseguro de mis piernas: debo apoyar los pies lentamente, con precaución, uno delante del otro y prestar mucha atención a la dirección que llevo. Es tan fácil desviarse en este estado de cosas... El lector me comprenderá si no soy muy explícito. La forma de mi existencia depende, en alto grado, de la perspicacia de los demás y exige en este aspecto mucha buena voluntad. Apelaré a ella más de una vez, apelaré a sus muy sutiles matices, que sólo pueden reclamarse con una discreta guiñada, cosa particularmente difícil para mí a causa de la rigidez de mi rostro, que ha perdido el hábito de la mímica. Por otra parte no me impongo a nadie, me mantengo lejos de toda inclinación a derretirme de agradecimiento ante un asilo que me fuese concedido en lo íntimo de la perspicacia de alguien. Y es así, si emoción, fríamente, con una completa indiferencia, que os concedo este favor. No me gusta que, con el beneficio de la comprensión, se me presente una nota de agradecimiento. Lo mejor es tratarme con cierta liviandad, con una sana falta de respeto, con buen humor y camaradería. A este respecto, mis colegas de la oficina, bonachones y simples de espíritu, mis colegas más jóvenes en la jerarquía, han encontrado el tono conveniente.

A veces, guiado por el hábito, visito todavía la oficina, a principios de mes, y me detengo silenciosamente en la balaustrada esperando que me vean. Entonces tiene lugar la siguiente escena: en un momento dado el jefe de la oficina, el señor Kawalkiewicz, deja a un lado su lapicera, guiña un ojo a sus empleados y dice de pronto, mirando al vacío como si no me viera y llevándose la mano a la oreja: "Si mi oído no me engaña, ¿es usted, señor consejero, la persona que se halla aquí, entre nosotros, en algún lugar de la oficina?" Cuando habla así, sus ojos en el vacío, por encima de mí, parecen atacados de estrabismo, y su rostro sonríe graciosamente.

–He oído una voz en los espacios interplanetarios y en seguida me he dicho que debía ser la de nuestro querido señor consejero –grita muy fuerte, tenso, como si se dirigiera a alguien muy lejano–. Señor, haga usted una señal cualquiera, mueva un poquito el aire, allí donde se halle.

–Bromee usted cuanto quiera, señor Kawalkiewicz –le digo en voz baja, mirándolo fijamente en los ojos– pero he venido a cobrar mi pensión.

–¿Su pensión? –grita el señor Kawalkiewicz mirando el aire con ojos desviados– ¿Usted ha dicho su pensión? Usted bromea, querido señor consejero. Hace tiempo que ha sido borrado de la lista de jubilados. ¿Durante cuánto tiempo más cree usted que va a cobrar esa pensión, estimado señor?

Así bromean conmigo: de una manera cálida, vivificante, humana. Esta jovialidad juguetona, esta manera de tomarme del brazo sin ceremonias, me causan un extraño alivio. Salgo de allí reconfortado y más alerta, y me apresuro a volver a casa, para aportar a mi vivienda algo de ese agradable calor íntimo que está a punto de volatilizarse.

Por el contrario, otras personas... ¡Esa pregunta insistente, jamás formulada, que leo continuamente en sus ojos! Imposible resistirse. Admitamos que sea así... ¿Por qué, de pronto, esas caras alargadas, solemnes, ese silencio que parece en cierta manera retroceder, a fuerza de respeto, esa circunspección temerosa? Para no chocarme con ninguna palabra, para callar con delicadeza mi condición... ¡Ah, cómo conozco ese juego! No es otra cosa que una forma sibarítica de sentirse cómodos, de deleitarse con la suerte de ser otro, de protegerse de una situación como la mía, encerrándose violentamente en su fuero interno, pero siempre ocultándolo hipócritamente. Se cambian miradas expresivas y se callan, permitiendo a su complicidad ramificarse en el silencio. ¡Mi condición! puede ser que no sea normal. Debe de albergar algún defecto, insignificante, pero de naturaleza esencial. ¡Dios mío! ¿Y entonces? No es una razón suficiente para ese deseo que experimentan, rápido y temeroso, de hacerme concesiones. A veces siento tentación de estallar de risa cuando veo esa comprensión que súbitamente se cambia en seriedad, esa aprobación solícita con la que, por así decirlo, dejan lugar a mi condición. Como si ese fuera un argumento irresistible, supremo, un argumento sin réplica. ¿Por qué insisten tanto sobre este punto, por qué es de capital importancia para ellos y por qué, comprobándolo, sienten esa profunda satisfacción que ocultan bajo la máscara de una devoción exasperada?

Admitamos que yo sea, si así puede decirse, un liviano pasajero; en efecto, de peso desmesuradamente liviano; admitamos que ciertas preguntas me causan embarazo, por ejemplo: qué edad tengo, cuál es el día de mi cumpleaños, etcétera. ¿Es esa una suficiente razón para repetirlas sin cesar, como si con ellas se agotara la cuestión? No es que se sienta vergüenza de mi condición. Nada de eso. Pero no soporto su exageración, el alcance gigantesco que le dan ciertas cosas y toda esa deformación que, en realidad, no es más gruesa que un cabello. Me causan risa con su falso porte teatral, ese pathos solemne montado en torno de mi caso, ese momento, envuelto de un túnica trágica de pompas fúnebres. Mientras que, en realidad... Nada más privado que pathos, nada más natural, nada más banal en el mundo. Liviandad, independencia, irresponsabilidad... Y musicalidad, una extrema musicalidad de los miembros, si así puedo expresarme. No puedo pasar cerca de un organillo sin ponerme a bailar. No de alegría, sino por que me da lo mismo y la melodía tiene su propia voluntad, su ritmo porfiado. Entonces cedo a ella: "Mi pequeña margarita, oh tesoro de mi alma..." Uno es tan frívolo, tan poco refractario, que no puede resistirse; y por otra parte, ¿por qué oponerse a una proposición tan tentadora y sin compromiso, tan desprovista de pretensiones? Así pues, bailo o más bien doy unos pasitos siguiendo el ritmo de la canción; con el trotecito de los jubilados, dando saltitos de tanto en tanto. Por otra parte, son pocos los que pueden notarlo; cada uno se halla ocupado de sí mismo en esa carrera que es la jornada cotidiana. Sin embargo quisiera advertir aquí al lector que no se forje una muy alta opinión sobre mi condición, les pongo en guardia, empeñosamente, contra cualquier sobrestimación, o subestimación. Sobre todo, nada de romanticismo. Es una situación como cualquier otra y está signada tanto por la comprensión más natural como por la banalidad. Todo aspecto paradojal desaparece una vez que se ha pasado de este otro lado del problema. Una gran desilusión: es así como se podría llamar a mi condición; libre de toda carga, danzarina liviandad, vacío, irresponsabilidad, nivelación de las diferencias, relajamiento de todos los lazos, blanda distensión de todas las fronteras. Nada me retiene, nadie me mantiene cautivo; una falta de resistencia, una libertad sin límites. Una indiferencia singular, con la que me deslizo, ligero, a través de todas las dimensiones de la existencia. Eso debiera ser más bien agradable, pero ¿acaso sé si lo es? Ese estado sin fondo, esa ciudadanía oblicua, esa falta de preocupación y de interés por las cosas, esa falta de peso... No puedo quejarme. Existe una expresión: no poder calentar ninguna silla. Y bien: yo hace tiempo que no caliento ninguna silla.

Cuando desde la ventana de mi pieza contemplo la ciudad, los techos, los muros y las chimeneas bañados en luz grisácea de un amanecer otoñal, todo ese paisaje hormigueante de construcciones, visto a vuelo de pájaro y apenas desembarazado de la noche, cuando el día despunta de su palidez hacia los amarillos horizontes, lacerado en estrías luminosas por las tijeras negras y ondulantes del graznido de las cornejas, entonces lo siento: allí está la vida. En cuanto a los demás, cada uno de ellos está sumido en sí mismo y en algún día en el que despierta, en alguna hora que le pertenece, o solamente en algún instante. Allá, en alguna parte, en la cocina a media luz, el café hierve: la cocinera ha salido, el reflejo turbio de la lámpara danza en el suelo. El tiempo, engañado por el silencio, reflota por un instante y luego retrocede. Durante esos instantes marginales la noche vuelve a crecer bajo la piel ondulante del gato. Sofía, en el primer piso, bosteza largamente y se despereza antes de abrir la ventana para empezar la limpieza. Ha dormido hasta quedar satisfecha, roncando a más no poder; se arrastra perezosamente hasta la ventana, la abre, y penetra lentamente en la masa grisácea del día, opaca y humeante. La muchacha hunde sus manos con reticencia en la ropa de cama, todavía caliente e hinchada por la levadura del sueño. Por fin, con un último estremecimiento –los ojos llenos de noche– sacude en la ventana el copioso edredón y el vello de las plumas vuela y cae sobre la ciudad en pequeñas estrellas, suerte de semillas perezosas de las ensoñaciones nocturnas.

Entonces sueño que me transformo en repartidor de pan o en obrero de la compañía de electricidad o en cajero del Seguro Social. O incluso en un simple deshollinador. Por la mañana, casi al alba, uno entra por una puerta cochera apenas entreabierta y, a la luz de la lamparita del portero, llevándose dos dedos a la gorra y con una broma siempre a flor de labios, entra en el laberinto edificado para sólo abandonarlo por la tarde, quizás en el otro extremo de la ciudad. Pasar todo el día de un alojamiento a otro, mantener una única conversación embrollada, infinita, distribuida en porciones entre los inquilinos; preguntar una cosa en un departamento y recibir la respuesta en el siguiente, decir una chuscada en cierto lugar y recoger largo rato después, en otro sitio, los frutos de la risa. Filtrarse por puertas a punto de cerrarse, deslizarse por estrechos corredores, por dormitorios ahogados por los muebles, volcar tazas de noche, chocar con crujientes cunas en las que lloran bebés, agacharse a recoger los chupetes que estos han dejado caer. Permanecer más de lo necesario en las cocinas y antecámaras, dominio de atareadas sirvientas. Las muchachas están apuradas, alertas, extendiendo sus jóvenes piernas, arquean el empeine del pie, juegan con sus brillantes zapatos ordinarios o castigan el piso con sus fatigadas pantuflas.

Tales son mis sueños en esas horas irresponsables. No reniego de ellos, aunque advierta su falta de sentido. Todo el mundo debiera conocer los límites de su condición y saber lo que le conviene.

Para nosotros los jubilados, el otoño es, en general, una estación peligrosa. Todo aquel que sepa con qué dificultad se llega, en nuestra situación, a cierta estabilidad; y cuan difícil es evitar la dispersión, evitar de soltarnos de nuestras propias manos, comprenderá que el otoño, con sus borrascas, sus conmociones y confusiones atmosféricas, no es favorable para nuestra existencia, ya de por sí tan amenazada.

Sin embargo hay en otoño otros días, días llenos de paz y de ensueño, que son clementes para nosotros. A veces llegan esos días sin sol, tibios, brumosos, todos de ámbar entre sus aristas lejanas. En los intersticios que se abren entre las casas, de pronto se descubre una vista en profundidad que da sobre un jirón de cielo en bajante, siempre más bajo, que llega a ese tinte amarillento –último y blanduzco–de los horizontes más lejanos. En esas perspectivas que se abren hacia el fin del día, la vista se pasea como en el interior de los archivos de un calendario. Como en un corte transversal, percibe la estratificación de los días, los registros infinitos del tiempo que arrojan sus renglones sobre la amarilla y clara eternidad. Todo eso se estaciona y se ordena en las formaciones salvajes y perdidas del cielo, en tanto permanecen en primer plano el día actual y el instante presente; y es raro ver a alguien levantar la cabeza hacia esos remotos regalos de un calendario ilusorio. Por el contrario, apresurados y mirando al suelo, evitan encontrarse y la calle está cubierta de los trazos que dibujan sus itinerarios, sus encuentros y desencuentros. Pero en esos huecos de las casas, por donde la vista vuela hacia la ciudad baja y sobre todo hacia ese panorama arquitectónico iluminado por detrás por una línea luminosa que se pierde en los extremos desvanecidos, hay una interrupción y una pausa en ese tumulto. Allá, sobre la pequeña playa, los obreros parten y asierran madera para la escuela comunal. Formando cuadros o cubos, se amontonan allí quintales de madera sana, gruesa, que se deshacen lentamente en leños bajo la acción de las sierras y las hachas. ¡Ah esa madera que espera ser cortada, esa materia de lo real, confiada, buena, valiosa, leal de parte a parte, encarnación de la honestidad y de la prosa de nuestra vida! Por más que se ahonde en los intersticios de su médula, no se ha de encontrar algo que ya no haya revelado en su superficie, simplemente y sin restricciones, la superficie siempre igual en su sonrisa y clara, con esa claridad cálida y firme que guarda su pulpa fibrosa, tejida a semejanza del cuerpo humano. En cada nueva rotura de un leño partido aparece un nuevo rostro, que sin embargo es siempre el mismo, sonriente y dorado. ¡Carnación asombrosa de la madera, cálida sin exaltación, sana hasta el fondo, olorosa y agradable!

¡Están cortando madera! Es una verdadera actividad sacramental, llena de severidad y de simbolismo. Podría quedarme allí horas enteras, en ese radiante boquete tallado en el fondo de una tarde, y contemplar esas sierras que actúan melodiosamente, ese trabajo regular de las hachas. Existe aquí una tradición tan antigua como el hombre. En esa brecha del día, en esa escapada del tiempo abierta sobre una eternidad amarilla y mustia, se cortan quintales y quintales de madera de haya desde los tiempos de Noé. Los mismos gestos patriarcales y eternos, los mismos impulsos, las mismas posturas. Están allí, hundidos hasta el cuello en ese armazón dorado; penetran en él, lentamente, con sus sierras y sus hachas, cada vez más profundamente en la masa uniforme. Y a cada golpe un reflejo les ilumina loa ojos, como si buscaran algo en la médula de la madera, como si esperaran llegar a una salamandra de oro, a un pequeño ser ondeante y chillón que escapa constantemente hacia el fondo de la médula. No; simplemente llenar los depósitos para el invierno, acumular un sólido porvenir cortado en trozos idénticos.

Unas semanas más y habrá pasado el período crítico, durante el cual habrá de seguirse con el mismo ritmo, para enfrentar las heladas matinales y el invierno. Adoro tanto la apertura del invierno en que la nieve está ausente, pero el aire toma el aroma de los grandes fríos y de las humaredas. Recuerdo esas tardes dominicales, en el otoño tardío. Imaginemos que ha llovido durante la semana y que, impregnada de agua, la tierra comienza por fin a secarse y en su superficie toma un color mate, exhalando un frío sano y vigoroso. El cielo de la semana, con su capa de nubes en harapos, se encuentra raído, como el lodo, sobre una pendiente de la bóveda celeste, por la que se extiende en montoncitos obscuros, arrugado y deslucido. Luego, desde el poniente, entran lentamente los colores sanos, preñados de verdor, coloreando el nuboso paisaje. Y mientras el cielo se purga por el oeste y segrega una claridad transparente, llegan las sirvientas endomingadas, en grupos de tres o de cuatro, tomadas de la mano, y cruzan la calle vacía y limpia, con toda su limpieza dominical, la calle que se reseca entre las casitas coloreadas del suburbio, en esa tonalidad amarga del aire que enrojece antes del crepúsculo. Allá van, tostadas, los rostros rozagantes, con paso elástico calzadas con nuevos y estrechos zapatos. ¡Oh amable y conmovedor recuerdo extraído del fondo de la memoria!

En los últimos tiempos iba casi todos los días a la oficina. Puede ocurrir que alguien se enferme y me permitan reemplazarlo en el trabajo. A veces alguien tiene que hacer una diligencia urgente y necesita ser sustituido. Desgraciadamente, esta no puede ser una ocupación regular, pero es agradable, aunque sea por unas horas, sentarse en una silla con almohadón, tener a mano las reglas, los lápices y las plumas. Es agradable, sí, ser empujado o zamarreado con camaradería por uno de los colaboradores. Cuando alguien se dirige a uno le dice un chiste, hace una broma, y uno se siente rejuvenecer por un instante. Os asís a algo, y vuestra existencia vagabunda, vuestra hada, se aferran a lo vivo, a lo cálido. Ese otro que se va no siente mi peso, no se da cuenta que voy montado sobre él, que por un instante soy un parásito suyo...

Si hace buen tiempo suelo sentarme en el banco de la plazoleta frente a la escuela primaria. De la calle vecina viene el ruido del hacha; están cortando leña. Las jóvenes y las sirvientas vuelven del mercado. Algunas de ellas, cuando pasan, miran amenazantes, bajo sus severas pestañas de impecable diseño. Esbeltas y graves, andan como ángeles hembras con sus canastas llenas de legumbres y carne. A veces se detienen frente a las tiendas y se miran en las vidrieras. Y retoman la marcha, arrojando miradas arrogantes hacia atrás o inspeccionando la punta de sus zapatos. A las diez sale a la puerta el portero de la escuela y su campana alborotadora llena de tumulto a la calle. Entonces el interior de la escuela parece inflarse repentinamente en una violenta batahola que amenaza con demoler el edificio. Los chicos andrajosos salen como prófugos. Vuelan, vocingleros, por encima de los escalones de piedra para entregarse, cuando recobran del todo su libertad, alocados saltos y locas empresas, improvisadas a ciegas entre dos guiños. A veces, en esas carreras desbocadas llegan hasta mi banco; al pasar con la velocidad del rayo me arrojan incomprensibles injurias. Los rostros parecen salírseles de quicio bajo la acción de las violentas muecas que me dirigen. Como un tropel de monos que comentaran, parodiándolas, sus payasescas proezas, la banda pasa frente a mí y huye gesticulando, en medio de un estrépito infernal. Veo entonces sus naricitas respingadas, apenas esbozadas, incapaces de retener los mocos, sus bocas desgarradas por los gritos y cubiertas de pústulas, sus puños cerrados. También puede suceder que se detengan a mi lado y, cosa curiosa, me miren como si tuviese su edad. Desde hace tiempo mi estatura disminuye; mi rostro flojo y blando ha tomado el aspecto de un rostro infantil. Me siento algo incómodo cuando me tocan sin ceremonias. Cuando por primera vez uno de ellos me golpeó traidoramente en el pecho caí bajo el banco. Pero no me sentí ofendido. Me sacaron de allí beatíficamente turbado y encantado de haber recibido un tratamiento tan fresco y vivificante. El hecho de que no me sintiera ofendido, fuera cual fuera la violencia de sus impetuosas costumbres, me valió, de parte de ellos, una progresiva simpatía y una creciente popularidad. Es fácil adivinar que, a partir de entonces, mis bolsillos se han ido llenando de botones, guijarros, carteles, pedazos de caucho. Esto facilita enormemente el intercambio de opiniones y constituye un puente natural cuando se trata de establecer nuevas amistades. Además, atraídos por problemas objetivos, los niños me prestan menos atención. La seducción que ejerce el arsenal salido de mis bolsillos me libra de que su curiosidad y su indiscreción se haga demasiado insistentes respecto de mi persona.

Finalmente he decidido llevar a la práctica una idea que me frecuentaba obstinadamente desde hacía un tiempo. Era un día sin viento, dulce, cargado de sueños, uno de esos días del fin del otoño en que el año, que ha agotado todo su colorido y todos los matices de la estación, parece volver a los registros primaverales. El cielo sin sol se ordena en estrías y capas tranquilas de cardenillo, de cobalto, de verdes claros, rodeados en los mismos bordes por una blancura limpia como el agua. Un color de abril, inexpresable y olvidado desde hace mucho tiempo. Me puse mis mejores ropas y salí, no sin cierta angustia. Caminaba rápidamente, sin obstáculos, en el aire calmo del día, sin apartarme para nada de la línea recta. Ya sin aliento llegué a los escalones de piedra. ¡Alea jacta est!, me dije al golpear a la puerta del director de la escuela. Allí me detuve, con actitud modesta, frente al escritorio del director, tal como convenía a mi nuevo papel. Estaba un poco turbado.

El señor Director abrió una caja de tapa vidriada y sacó de ella un saltamontes atravesado por un alfiler que acercó a sus ojos oblicuamente, a contraluz. Tenía los dedos sucios de tinta, las uñas cortas y bien recortadas. Me miraba por encima de sus anteojos.

–¿El señor Consejero quiere anotarse en el séptimo grado? –dijo–. Es muy loable y digno de estima. Comprendo. Usted desea, señor Consejero, reconstruir su educación a partir de la base, de los fundamentos. Siempre lo repito: la gramática y las tablas de multiplicar son las bases de la instrucción. Por supuesto, no podemos tratar al señor Consejero como a un alumno sujeto a la disciplina escolar, sino más bien como a un alumno extraordinario, un veterano del abecé, por así decir, que al cabo de una vida errante, navega, en cierta manera, hacia el banco escolar, que dirige su nave desamparada hacia ese puerto, si así puedo expresarme. Sí, sí, señor Consejero, no son muchos los que dan muestras de semejante agradecimiento hacia nosotros, de semejante reconocimiento de nuestros méritos; aquellos que, al cabo de largos años de trabajo y de penas, vuelven a nosotros y aquí se quedan para siempre, voluntarios vitalicios de la repetición de las clases. El señor Consejero gozará entre nosotros de derechos excepcionales. Siempre he dicho...

–Dispénseme usted –lo interrumpí–, pera quisiera hacer notar que, en cuanto a los derechos excepcionales, renuncio a ellos por completo... No busco privilegios, al contrario... No quisiera diferenciarme en nada de los otros; aspiro más bien a asimilarme lo mejor posible y a desaparecer en la masa gris de la clase. Toda mi iniciativa fracasaría si fuera, en relación con los demás, un privilegiado en cualquier aspecto. Incluso si se trata del castigo corporal –dije, levantando un dedo–, cuyo efecto saludable y moralizante reconozco por entero, estipulo claramente que ninguna excepción debe interponerse en mi favor. –Es muy loable, muy "pedagógico" –dijo el señor Director, aprobando mis palabras. Y agregó– después de todo eso creo en efecto que su educación, luego de su prolongado desempleo, deja ya aparecer algunas lagunas. A este respecto habitualmente somos víctimas de ilusiones exageradamente optimistas que son fáciles de disipar. Por ejemplo, ¿recuerda usted todavía cuánto es cinco por siete?

–¿Cinco por siete? –repetí turbado, sintiendo como mi turbación llegaba a mi corazón como una ola caliente y beatífica, velando con su bruma la claridad de mis pensamientos. Deslumbrado por mi propia ignorancia como por una revelación, maravillado de volver realmente a la negligencia infantil, comencé a tartamudear y a repetir: cinco por siete, cinco por siete.

– Y bien ya ve usted –dijo el Director– ya era hora de que se reinscribiera en la escuela.

Y, tomándome de la mano, me condujo al aula.

De nuevo, como hacía cincuenta años, me encontré en medio de ese murmullo, en esa sala hirviente y obscurecida por el hormigueo de las cabezas en movimiento. Allí estaba yo, menudito, sin soltar los faldones del señor Director, mientras que cincuenta pares de ojos infantiles me contemplaban con la indiferente y cruel objetividad de animalitos que miran a un individuo de su propia raza. Desde varias direcciones partían hacia mí muecas, exhibían actitudes de rápida y corriente hostilidad, me sacaban la lengua. Yo no reaccionaba ante tales provocaciones, constreñido por la buena educación recibida a través del tiempo. Consultando esos rostros inquietos, con sus muecas impotentes, recordaba la misma situación cincuenta años atrás. Estaba al lado de mi madre, mientras ella acordaba un trato con la maestra. Ahora, en lugar de mi madre, era el señor Director quien murmuraba algo al oído del profesor el cual meneaba la cabeza y me miraba atentamente.

–Es un huerfanito –dijo por fin a los alumnos–, no tiene padre ni madre. No lo molestéis demasiado.

Las lágrimas me acudían a los ojos al escuchar esta introducción, verdaderas lágrimas de ternura. El señor Director, emocionado él también, me empujó hacia el primer banco.

A partir de entonces empezó para mí una nueva vida. Inmediatamente la escuela me invadió por entero. Nunca, en otro tiempo, me sentí tan absorbido por mil asuntos, intrigas y pretensiones. Mi vida estaba completamente ocupada. Sobre mi cabeza se cruzaban mil intereses de toda clase. Recibía señales, telegramas, me hacían signos de complicidad, me chistaban, me guiñaban los ojos, de mil maneras me recordaban todas las obligaciones que había suscripto. Me consumía esperando el fin de la lección, durante la cual, por innata decencia, soportaba con estoicismo todos los ataques, para no perder una sola palabra de las enseñanzas del profesor. Pero cuando sonaba la campana, una banda chillona se echaba sobre mí, me asaltaba con un ímpetu elemental, despedazándome casi. Los que llegaban por detrás, atravesando las filas de bancos, haciendo resonar los pupitres bajo sus pies, saltaban por encima de mi cabeza dando vueltas de carnero. Cada uno aullaba sus querellas en mis oídos. Yo era el centro de todos los intereses; las más serias transacciones, los asuntos más embrollados y escabrosos no tenían curso sin mi participación. En la calle caminaba rodeado por una chusma gritona que gesticulaba con vehemencia. Los perros nos acompañaban, guardando cierta distancia, con la cola erguida. Los gatos saltaban por los techos cuando nos acercábamos y los chicos solitarios que encontrábamos en el camino se tapaban la cara con los brazos, con pasivo fatalismo, esperando lo peor.

La enseñanza que recibía no había perdido para mí nada de su encanto y novedad. Por ejemplo, el arte de deletrear. El profesor apelaba simplemente a nuestra ignorancia, sabía hacerla resaltar con mucha habilidad y astucia, arribaba a esa tabla rasa en que se apoya todo el arte de la enseñanza. Y una vez que, de esta manera, había arrancado de nosotros, anulándolos, todos los prejuicios y hábitos, comenzaba su enseñanza desde lo más bajo. Con fatiga y esfuerzo dejábamos oír melodiosamente las sonoras sílabas, respirando por la nariz en los intervalos, siguiendo con el dedo las líneas del libro. Mi manual tenía las mismas marcas de dedos, más obscuras en los puntos difíciles, que los de mis compañeros.

Una vez, no recuerdo con qué motivo, el señor Director vino a nuestra clase y, en medio del súbito silencio provocado por su entrada, señaló con el dedo a tres de nosotros, uno de los cuales era yo. Debimos seguirlo de inmediato a su despacho. Sabíamos lo que eso significaba, y mis dos cómplices se pusieron de antemano a llorar como terneros. Yo contemplaba con indiferencia su tardío arrepentimiento, sus caras deformadas por el llanto como si, con las primeras lágrimas desaparecieran de ellas los rasgos de su máscara humana y apareciera, desnuda, la pulpa informe de la carne en lágrimas... En cuanto a mí, me sentía tranquilo, me dejaba llevar por el curso de los hechos, con esa determinación de los caracteres morales, inflamado de justicia. Estaba dispuesto a sufrir con estoicismo, las consecuencia de mis actos. Esta forma de carácter, que se manifestaba como una actitud endurecida, disgustó al señor Director cuando los tres culpables nos hallamos frente a él. El señor Profesor asistía a la escena con su varilla en la mano. Con indiferencia me solté el cinturón, y al ver esto el Director exclamó: "¡Qué vergüenza! ¿Cómo es posible, a su edad?" Y mirando escandalizado al Profesor: "Un extraño exceso de la naturaleza" –agregó, con una mueca descorazonada. Luego despachó a los chicos y me espetó un largo y severo sermón, lleno de despecho y desaprobación. Pero yo no lo comprendía. Me mordía las uñas y miraba con apatía hacia adelante, para terminar diciendo: "Señor Profesor, fue Wacek quien escupió en el panecillo del señor Profesor". Me había transformado realmente en un niño.

Para los cursos de gimnasia y dibujo íbamos a otra escuela, cuyas salas estaban adaptadas para esas disciplinas y contaban con aparatos especiales. Íbamos en filas de a dos, parloteando encarnizadamente, introduciendo en cada calle en que entrábamos el súbito tumulto de nuestras voces de soprano.

Esta escuela era una gran construcción de madera, una sala de teatro reformada, vieja y con muchos anexos. La sala de abajo parecía un inmenso establecimiento de baños. Bajo el techo, sostenido por columnas de madera, corría en círculo una galería que tomábamos inmediatamente por asalto, y a la que subíamos por una escalera que zumbaba y resonaba bajo nuestros pies como una tormenta. Muchos recintos laterales se prestaban maravillosamente para jugar a las escondidas. El profesor de dibujo nunca veía y nosotros nos refocilábamos desmesuradamente. A veces el director de la escuela entraba en la sala, mandaba a un rincón a los más barulleros, retorcía las orejas a algunos otros entre los más salvajes; pero apenas se había vuelto para ir hacia la puerta, la algazara recomenzaba a sus espaldas. No oíamos la campana que anunciaba el fin de la clase. Afuera transcurría la tarde otoñal, corta y coloreada. Algunas madres venían a recoger a sus hijos y se los llevaban, rezongándoles y dándoles coscorrones. Pero para los demás, privados de tan tierna asistencia familiar, la cosa no había finalizado. Ya tarde, con el crepúsculo, el portero debía cerrar la escuela y nos echaba de allí.

Por la mañana, a la hora en que íbamos a la escuela, aún reinaba la obscuridad; la ciudad permanecía hundida en un sueño de sordos. Avanzábamos a tientas, con las manos extendidas, haciendo crujir bajo nuestros pies las hojas secas que ocupaban las calles en grandes montones. Para no extraviarnos marchábamos pegados a las paredes. A veces, en un hueco, palpábamos el rostro de un niño que venía en dirección opuesta, ¡cuántas risas, adivinanzas, sorpresas! Algunos llevaban velitas de sebo encendidas y la ciudad parecía recorrida por peregrinaciones de luciérnagas que volaban bajo en un tembloroso zig zag, que se encontraban y detenían para iluminar aquí un árbol, allá un círculo de tierra o un montículo de hojas secas en que se podía encontrar castañas. Pero ya en ciertas casas se encendían las primeras lámparas; una luz vacilante, crecida desmesuradamente, se vertía a través de los vidrios de las ventanas en la noche urbana, para depositarse formando grandes figuras sobre la plaza, el ayuntamiento, las fachadas ciegas de los edificios. Y si alguien, con una lámpara en la mano, va de una pieza a otra, esos inmensos rectángulos de luz, por fuera, semejan las páginas de un libro enorme y la encrucijada parece pasearse con todos sus adoquines y el emplazamiento de las sombras y de las casas se desplaza como en los movimientos de un inmenso juego de cartas.

Por fin llegamos a la escuela. Las luciérnagas se apagan, la obscuridad nos invade, y vamos a ciegas hasta nuestros bancos. Luego venía el instructor, colocaba un cabo de vela en una botella y comenzaba su aburridora interrogación sobre el vocabulario o las declinaciones. Como la luz era escasa, la enseñanza era puramente oral y basada en la memoria. Mientras uno de nosotros recitaba con voz monótona, los otros intercambiábamos muecas o mirábamos las flechas doradas y los zigzags enmarañados que surgían de la vela, que crujía como paja frente a nuestros ojos entrecerrados. El profesor vertía tinta en los tinteros, bostezaba, contemplaba la noche negra por la ventana baja. Debajo de los bancos reinaba una profunda negrura, en la que nos hundíamos reventando de risa y avanzando a cuatro patas, olfateando como animales; y allí, en la obscuridad, en voz baja, hacíamos nuestras habituales transacciones. Nunca olvidaré esas horas bienaventuradas en la escuela, mientras que detrás de los vidrios se preparaba lentamente el amanecer.

Así llegó por fin la época de los vientos de otoño. Ese día, ya desde la mañana, el cielo se puso amarillo, moldeado por las líneas grises y borrosas de paisajes imaginarios, de grandes desiertos nubosos que se retraían detrás de pequeños corredores hechos de colinas y pliegues que se achicaban en perspectiva. O se hacían más gruesos, para adelgazarse luego, a lo lejos, hacia el este, donde de pronto se interrumpían, como la franja ondulante de un telón que se levanta y deja ver el plano subsiguiente, un cielo profundo, una brecha de temerosa blancura: ¡la luz pálida y espantada de lo lejano más lejano! Una luz incolora, una claridad diluida; sobre esta luz, como sobre un asombro, se terminaban y se cerraba el horizonte. Y, como en los grabados de Rembrandt, se veían en esos días, bajo las estrías luminosas, predios lejanos de expresividad microscópica que, nunca vistos antes, se elevaban ahora por detrás del horizonte, bajo esa hendedura clara del cielo e inundados de luz pálida, mediúmnica y pánica, como si surgieran de otra época y de otro tiempo, como si fueran esa tierra prometida que se aparece por un instante a los pueblos languidecientes. En ese paisaje en miniatura se veía con singular claridad el trazo de una vía férrea sinuosa recorrida por un tren hinchado de humo plateado que se desvanecía en el vacío.

Luego se levantó el viento. Parecía filtrarse por esa hendedura brillante del cielo, remolinear y extenderse sobre la ciudad. Era todo blancura y suavidad, pero en un rapto de megalomanía se puso brutal, violento. Amasaba, daba vuelta y torturaba al aire, desfalleciente de beatitud. De golpe se ponía tieso en el espacio, se encabritaba, se desplegaba como las velas de un navío o inmensas sábanas tendidas que restallaran como látigos; se retorcía en fuertes nudos, estremecidos por la tensión, como si quisiera apretujar todo el aire contra el vacío; pero a continuación, tirando de un extremo de la cuerda desataba ese falso nudo y, una legua más lejos, lanzaba con un silbido su lazo estrangulador que no cazaba ninguna presa.

¡A cuántas locuras se entregaba, jugando con la humareda de las chimeneas! El pobre mimo no sabía cómo evitar sus reprimendas, cómo bajar la cabeza, a derecha o a izquierda, ante sus golpes. Así imponía su ley en la ciudad, como si ese día quisiera, de una vez por todas, dar un ejemplo memorable de su arbitrariedad ilimitada.

Desde la mañana yo tenía el presentimiento de una desgracia. Con gran dificultad atravesaba la borrasca. En las esquinas, en las encrucijadas de las corrientes de aire, mis compañeritos me sostenían por los faldones. Avanzaba así por las calles y todo andaba bien. Después fuimos al curso de gimnasia en la otra escuela. En el camino compramos barquillos. La larga y doble serpiente de los alumnos avanzaba chillando generosamente y entraba ya por la puerta cochera. Un instante más y estaría a salvo, en lugar seguro, tranquilo hasta la noche. En caso de necesidad podría, inclusive, pasar la noche en la sala de gimnasia. Algunos fieles compañeros me acompañarían. La mala suerte había querido que Wacek tuviera ese día un nuevo trompo y que lo arrojara con ímpetu sobre el umbral de la puerta de la escuela. El trompo ronroneaba; hubo una aglomeración cerca de la entrada y fui empujado a un costado de la puerta. Entonces me atrapó un torbellino. "¡Socorro, queridos compañeros!" –grité mientras me sentía elevado por los aires. Alcancé a ver sus manos levantadas, sus bocas abiertas que gritaban. Luego di un salto incontenible y partí volando, en una soberbia línea ascendente. Ahora planeaba por encima de los techos. Volaba sin aliento, veía con los ojos de la imaginación a mis camaradas que levantaban la mano en la clase, agitando los dedos y gritándole al instructor: "Señor Profesor, se lo llevó a Szmcio".

El señor Profesor miró a través de sus lentes. Se acercó calmosamente a la ventana. Contempló el horizonte protegiéndose del sol con la mano. Pero no alcanzó a verme. Su rostro, iluminado por los reflejos de un cielo feroz, se puso apergaminado. "Hay que borrarlo del registro" –dijo en actitud severa, y se acercó a la mesa. Pero ya me sentía llevado más arriba y cada vez más arriba, hacia los espacios amarillos, inexplorados, otoñales.

 


LA NOCHE DE LA GRAN TEMPORADA

 

Es bien sabido que, en medio de una serie de años normales, ordinarios, ese viejo maniático que es el Tiempo, gusta a veces engendrar otros, extraños y desnaturalizados, a los cuales se agrega –como un sexto dedo de una mano– un décimo tercer mes falso.

Nosotros lo llamamos falso porque raramente llega a la madurez. Como un hijo de la vejez, queda retardado, esmirriado. Es un mes giboso, un retoño a medias marchitado, más conjetural que real.

Habrá que echar la culpa de esto a la incontinencia senil del verano, a su vitalidad tardía y libidinosa. Ocurre a menudo que, transcurrido el mes de agosto, el tronco ensanchado del verano continúa por inercia produciendo frutos, segregando desde el fondo de su carcoma días parásitos, días cizaña, estériles y estúpidos, que nos arroja gratis, días suplementarios, vacíos y coriáceos, flacos, aturdidos, inútiles.

Crecen irregulares, desiguales, informes y pegados entre ellos, como los dedos de una mano contrahecha, granulosos y aplastados como higos.

Algunos han comparado esos días a los textos apócrifos interpolados subrepticiamente entre los capítulos del gran libro de las estaciones, en los palimpsestos introducidos secretamente entre sus páginas o incluso a esas hojas blancas, impolutas, que no han sido injuriadas por la tinta de imprenta, en las que los ojos fatigados por la lectura y saturados de sueño pueden dejar escurrir su exceso de imágenes y apagarse lentamente –los colores son cada vez más inconsistentes– para, una vez repuestos de su insignificancia, abordar los laberintos de nuevas aventuras y de nuevos capítulos.

¡Ah esa vieja novela amarillenta del año, ese gran libro del calendario que se va, despaciosamente, en pedazos! Reposa olvidado en algún lugar, en los archivos del tiempo, mientras que su contenido no cesa de inflarse hasta hacer saltar la encuadernación, irrigado por la cháchara continua de los meses, la proliferación prodigiosa de los embustes, las chocheces y los sueños. Y acaso ¿mientras transcribo estos relatos, mientras ordeno estas historias cuyo héroe es mi padre en el margen roído del texto, no acaricio la esperanza secreta de verlos integrarse un día, imperceptiblemente, a las páginas amarillentas de ese libro de libros que poco a poco se disloca, verlos participar en el gran murmullo de sus páginas que habrá de devorarlos?

Los hechos que voy a relatar acaecieron en ese décimo tercer mes en cierta manera supererogatorio y postizo sobre la docena de páginas y citas de la gran crónica del calendario.

En esa época, las mañanas eran extrañamente ácidas y refrescantes. Por el ritmo frío y repentino y como amortiguado del tiempo, por cierto olor nuevo del aire, por una consistencia particular de la luz, se veía bien que habíamos entrado en una nueva serie de días, en una nueva época del Año del Señor.

Bajo esos nuevos cielos la voz tenía resonancias friables y musicales, como si resonara en un aposento nuevo, aún vacío de muebles, rozando los barnices, la pintura, las cosas apenas iniciadas y sin experimentar. Ensayamos el eco con una extremada emoción. Lo hacemos con cierta ansiedad, de la misma manera que, en vísperas de un gran viaje, partimos el pan del desayuno.

Mi padre se hallaba de nuevo detrás del mostrador, en un pequeño reducto abovedado, de paredes cubiertas de celdas, como una colmena de registros multicelulares de los que sobresalían, a manera de escamas, capas superpuestas de papeles, cartas y facturas. Del estremecimiento de las grandes hojas, del hojear constante de la papelería, surgía la existencia, la vacuna y cuadriculada existencia de esa pieza, mientras que el desplazamiento continuo de los sobres de las cartas renovaba, en el aire sofocante, con las imágenes salidas de innumerables membretes comerciales toda una apoteosis bajo la forma de una ciudad industrial erizada de chimeneas humeantes, rodeada de múltiples hileras de medallas y presa entre los adornos y entrelazados pretenciosos de los & y los Cía.

Allí permanecía mi padre como en una pasajera, sentado en lo alto de un taburete, mientras que en el palomar de los registros murmuraban los rollos de papel y en los nidos y el hueco carcomido del árbol gorjeaban las cifras.

El antro ennegrecido del negocio se enriquecía día a día con nuevas partidas de tela, de lana, de terciopelo y de percal. Sobre los obscuros estantes –esos graneros o reservorios de los tonos fríos del fieltro– maduraba lentamente, descantándose, la opaca coloración de las cosas, aumentaba y se multiplicaba el poderoso capital del otoño. Tomaba progresivamente más espacio sobre los estantes, empujando de uno y otro lado, como en las graderías de un gran teatro, siempre completándose y enriqueciéndose cada mañana con nuevas entregas que los mozos de cordel, barbudos y quejumbrosos, oliendo a frío otoñal y a alcohol, cargaban sobre sus espaldas de oso. Los dependientes se apresuraban a desembalar las nuevas provisiones de telas saturadas de colores, rellenando cuidadosamente, como si fuera con masilla, los menores huecos y vacíos de los altos armarios. El conjunto era un inmenso catálogo de todos los colores del otoño, dispuestos en capas, acomodados por matices, bajando y subiendo como una escala musical, transitando todas las gamas y todas las octavas. Comenzaba bien abajo, ensayando los semitonos desteñidos de una contralto, pasaba a las cenizas lavadas de lo lejano, a los azules de los viejos gobelinos, trepando en acordes cada vez más amplios, llegaba a los sordos turquesas, a los índigos de las selvas desconocidas y a las felpas dulces de los parques sonoros para, por fin, a través de los ocres, las sanguinas, los rojizos y los sepias, volver a la sombra movediza de los jardines que se secan, penetrar hasta el olor lóbrego de los hongos, el aliento de la madera apolillada en el fondo de la noche del otoño, el sordo acompañamiento de los negros más profundos.

Mi padre pasaba revista a ese arsenal de paños otoñales, clamaba a esas multitudes conjurando sus fuerzas crecientes, los poderes tranquilos de la Temporada. Insistía en guardar intactas el mayor tiempo posible esas reservas de colores almacenados. Temía tocar ese fondo de seguridad del otoño, cambiarlo por dinero. Pero presentía que llegaría el día en que el viento de la estación, un viento desvastador aunque tibio aún, se pondría a soplar como una tromba por encima de todos esos armarios y que, entonces, éstos se liberarían irremediablemente y que nadie podría contener su exuberancia ni detener esos arroyos de colores que inundarían en un instante la ciudad entera.

Se acercaba la Gran Temporada, las calles se animaban. Hacia las seis de la tarde la ciudad experimentaba un aumento de temperatura, las casas tomaban colores malsanos, la gente se sentía poseída por un fuego interior y salía a la calle afrentosamente ataviada, con los ojos brillando con la bella fiebre perniciosa de los días de fiesta.

En las callejuelas transversales, los tranquilos callejones que huían hacia los barrios nocturnos, la ciudad estaba vacía. Sólo algunos niños sofocados poblaban aún las plazoletas, al pie de los balcones, entregados a sus juegos ruidosos e insensatos. Llevaban a sus labios pequeños globos que inflaban, pero a veces se transformaban ellos mismos en gruesas vejigas cloqueantes, o en máscaras de gallos rojos que cacareaban, en monstruos horrorosos que también tenían los colores del otoño, tan fantásticos como absurdos. Parecía que, así influidos de aire y cacareando, no tardarían en despegarse del suelo en largas cadenas de colores y sobrevolarían la ciudad como pájaros migratorios –extraña y fantástica flotilla de papel estampado con los colores del aire otoñal–. O si no se empujaban, gritando, sobre pequeñas carretas chirriantes, que arrastraban una algazara de lanzas, radios y ruedas. Repletas de alegres gritos infantiles, rodaban pesadamente, descendiendo la pendiente de la calle, hasta el riachuelo vesperal de ondas amarillas. Y se hundían en él, despedazándose con gran estrépito y quedaban reducidas a un montón de ruedas, ejes y clavijas destrozadas.

Y a medida que los juegos de los niños se hacían más y más tumultuosos y enrevesados, los colores malsanos de la ciudad se ensombrecían de púrpura y el mundo entero comenzaba a ajarse, a ennegrecerse, a segregar un crepúsculo tambaleante que lo contaminaba todo. Traicionero y venenoso, ese contagio se extendía por doquier, iba de aquí a allá y en cuanto tocaba alguna cosa, ésta se pudría y caía hecha polvo. Las gentes huían del crepúsculo presas de un pánico sordo, pero esa lepra las atrapaba de golpe, haciendo brotar en sus frentes una erupción negruzca. Perdían sus rostros, que caían por tierra como grandes manchas informes y, si continuaban caminando, lo hacían desprovistos de rasgos personales, sin ojos, dejando a su paso una máscara tras otra, de manera que el crepúsculo se poblaba de enjambres de larvas abandonadas en la huida. Pero prontamente la ciudad comenzaba a vestirse con una rica cascara negra recubierta de costras y escaras malsanas y, mientras a ras del suelo todo se disolvía y aniquilaba en silencio, en medio de una rápida descomposición, en lo alto duraba aún y subía sin cesar la alarma muda del poniente, estremecida por el piar de millares de campanillas inaudibles, que palpitaban en el vuelo de millares de golondrinas rumbo a un solo infinito plateado. Y de repente era de noche, la noche enorme, engrosada aún más por el soplo del viento, que la inflaba por todos los costados. En su múltiple laberinto había algunos nidos claros: los negocios, como farolitos coloreados, repletos de mercancías y hormigueantes de compradores. A través de los vidrios transparentes de esos farolitos se podía seguir el ritual ruidoso, el ceremonial de las compras de temporada.

Esta gran noche del otoño, entre sus pliegues, moviéndose entre sombras, amplificada por los vientos, encerraba bolsas de claridad, pequeños sacos luminosos, llenos de coloreados chocolates, masitas y productos importados. Esos pequeños comercios y quioscos construidos como cajas de confites, estaban decorados interiormente con reclames de chocolate, jaboncitos, pacotilla, cositas doradas, papeles plateados, barquillos y bombones verdes de menta, un conjunto de cascabeles indolentes colgados en la cortina negra de la inmensa noche laberíntica, sacudida por los vientos.

Grandes multitudes avanzaban en la obscuridad, en tumultuosa batahola, con el ruido de millares de pasos y el murmullo de millares de labios, migración bullente y enmarañada fluyendo por las arterias de la ciudad otoñal. Así corría ese río de rumores, de miradas oblicuas o envidiosas, entrecortado por conversaciones en voz baja, mechadas de bromas, cuentos, risas y gritos.

Se hubiera dicho que campos enteros de cabezas de adormideras secas, a punto de perder el grano, se hubieran puesto en marcha; eran cabezas-cascabeles, hombres-crótalos.

Mi padre, con el rostro rojo y congestionado, los ojos extraordinariamente brillantes, se paseaba a zancadas por el negocio iluminado, atendiendo a todo.

El murmullo lejano de la ciudad y el zumbido contenido del gentío en marcha llegaban hasta allí atravesando las vidrieras. En lo alto del local silencioso ardía la llama clara de una lámpara de petróleo colgada en el centro de la bóveda y que perseguía despiadadamente con su resplandor a las menores sombras que se refugiaban en los rincones. El piso despejado crujía en el silencio interior y contaba, a la luz de la lámpara, las losas de su damero, que conversaban entre ellas por medio de apagados chirridos, a los que respondían, aquí y allá, algunos estallidos sonoros. Las telas, por su parte, reposaban mudas en su inmovilidad aterciopelada y velluda, intercambiándose apenas algunas miradas de complicidad cuando mi padre les daba la espalda, o lanzando de estantería a estantería imperceptibles señales.

Mi padre aguzaba el oído. Sus orejas parecían alargarse desmesuradamente en el silencio crepuscular y salir al exterior como un extraño coral, pólipo rojo ondeando en la hez de la noche.

Tendía la oreja y escuchaba. Escuchaba con inquietud creciente la marea de la multitud que se acercaba. Recorría espantado el negocio vacío, buscando con la mirada a los dependientes. Pero esos ángeles pelirrojos o negros habían desaparecido misteriosamente. Se había quedado solo, ofrecido como presa a esa multitud que iba a invadir sin dilación el negocio hasta ahora silencioso y se repartiría, como en un remate, el rico otoño amasado pacientemente durante años en esa granja austera.

¿Dónde diablos estaban los dependientes? Esos hermosos querubines negros que debían ayudarle a defender sus trincheras de tejidos, ¿qué había ocurrido con ellos? Una dolorosa sospecha lo asaltó: debían de estar en algún lugar de la casa, más allá de la trastienda, entregados al pecado, en brazos de mujerzuelas. Se quedaba inmóvil, devorado por la zozobra, en el claro silencio del negocio, y escuchaba, con una especie de oído interior, todo lo que ocurría en las profundidades de la casa, en las piezas del fondo de ese gran farol. La casa se abría detrás de él, pieza tras pieza; los tabiques se abatían y ofrecían a sus ojos el espectáculo de la persecución de Adela a través de las piezas vacías y brillantemente iluminadas, las corridas sofocadas y alocadas por las escaleras, hasta que Adela escapaba a los dependientes y se atrincheraba detrás del aparador de la cocina.

Allí se quedaba, jadeante, brillosa y alegre, aplaudiendo, sonriente, agitando sus negras pestañas. Los dependientes bromeaban, agachados frente a la puerta. La ventana de la cocina estaba abierta a la gran noche, llena de sueños enrevesados. En los negros vidrios llameaba el reflejo de una lejana iluminación. Las cacerolas y vasijas relucientes se mantenían quietas en sus puestos y brillaban en el silencio con el esplendor graso de sus barnices. Adela asomaba prudentemente por la ventana su rostro maquillado, de ojos estremecidos. Buscaba a los dependientes en el negro patiecillo, oliendo una emboscada. De pronto los vio, desplazándose con cuidado, uno detrás del otro, por la estrecha cornisa del primer piso, que llegaba hasta la ventana. Mi padre dejó escapar un grito de desesperación y rabia, pero en ese instante el ruido de las voces del exterior se amplificó y los vidrios del negocio se poblaron de rostros convulsos por la risa, de bocas enormemente abiertas y narices aplastadas. Mi padre se puso rojo de ira y saltó sobre el mostrador. Y cuando el gentío se lanzó al asalto de la fortaleza y lo cercó, él dio unos saltos y llegó hasta los más altos estantes. Desde allá, balanceándose sobre la multitud, hacía sonar una gran trompa de alarma. Pero la bóveda no resonó con el batir de alas de ángeles que vinieran en su socorro; a cada gemido de la trompa respondía el coro chocarrero de la multitud.

–¡Venga, Jacob, venga a atenderme! ¡Vamos, Jacob, venga usted! –gritaban todos, y ese grito continuamente repetido tomaba el ritmo de una melopea, transformándose poco a poco en un refrán coreado por todas las gargantas. Entonces mi padre aceptó la derrota, abandonó el alto parapeto al que había subido y, lanzando un grito atroz se arrojó sobre las barricadas de tela. Engrandecido por la ira, con la cabeza hinchada como un puño monstruosamente purpúreo, tal un profeta y luchador, asaltó las trincheras y devolvió el ataque. Apoyado con todo su peso sobre los grandes bultos de lana, arrancaba otros de los estantes, cargaba sobre sus hombros inmensas piezas de tela y los arrojaba violentamente sobre el mostrador, los fardos volaban por el aire esplegándose con el estrépito de grandes estandartes; los estantes vomitaban llamas de tejidos, cascadas de trapos, como si sufrieran el efecto del bastón de Moisés.

Así se vaciaban las estanterías y sus provisiones violentamente arrojadas se derramaban en largos ríos. El contenido secreto e inquietante de las estanterías se volcaba indefinidamente sobre el mostrador y las mesas, inundándolos de mullidas riquezas.

En poco tiempo los muros del negocio estuvieron a un tris de ser devorados por las formaciones de esa cosmogonía de telas, por esas cadenas montañosas que surgían imponentes. Había profundos valles tallados entre abruptas pendientes y las líneas de los nuevos continentes tronaban en la calma patética de las altiplanicies. El espacio del local se había ensanchado como un inmenso panorama otoñal, lleno de lagos y lejanías brumosas. En ese decorado fantástico, mi padre caminaba a zancadas, cruzando las planicies y los valles de esa fabulosa tierra de Canaán, levantando las manos abiertas en un gesto de profeta, como si quisiera modelar ese paisaje a golpes de inspiración.

Y muy abajo, al pie del monte Sinaí nacido de la cólera paterna, el pueblo gesticulaba, sumido en su egoísmo, alababa a Baal y comerciaba. La gente hundía las manos hasta los codos en los blandos pliegues de la lana, se envolvía en trapos coloreados, se cubría los hombros con improvisados dóminos o capas, sin dejar de hablar a tontas y a locas.

Mi padre aparecía de repente por encima de las cabezas de los marchantes, agrandado por la ira, y fustigaba a los idólatras con la espada de fuego de su palabra. Después, presa de la desesperación, volvía a encaramarse sobre las altas galerías de estantes, corría desenfrenadamente por los travesaños, por las planchas vacilantes del andamiaje, perseguido por las imágenes de licencia que imaginaba se desarrollaban a sus espaldas, en el fondo de la casa. En efecto, los dependientes habían llegado al balconcito de hierro forjado que se hallaba sobre la ventana de la cocina y, agarrados a la barandilla, habían tomado a Adela por la cintura y la sacaban fuera de la cocina mientras ella parpadeaba y arrastraba por tierra sus esbeltas piernas vestidas de seda.

Mientras mi padre, poseído por el horror del pecado, se integraba con ademanes coléricos al espanto grandioso del paisaje, abajo, el populacho negligente se entregaba a una alegría desenfrenada. Una pasión paródica, una epidemia de risas estúpidas, agitaban a esa multitud canallesca. Ese pueblo de crótalos y de cascanueces era incapaz del recogimiento y la calma. ¿Se podía pedir que esos molinos parlantes tuvieran la menor consideración por las graves preocupaciones de mi padre? Sordos y ciegos ante los rayos de su ira profética, que restallaban por encima de sus cabezas, esos comerciantes encapotados de seda se agachaban formando grupitos alrededor de montañas de telas desplegadas, discutían encarnizadamente las cualidades de las telas soltando sonoras carcajadas. Esa especie de bolsa negra aprisionaba en las rápidas lenguas de la gente la noble sustancia del paisaje, la desmenuzaba, la hacía picadillo con su parloteo y casi la tragaba.

Por otra parte, frente a esas cataratas de tela clara estaban los judíos vestidos con levitas de color y grandes bonetes de piel en la cabeza. Eran los miembros de la Gran Asamblea, hombres majestuosos y llenos de recogimiento, que acariciaban sus largas y muy cuidadas barbas, mientras conversaban parsimoniosa y diplomáticamente. Pero en esa conversación ceremoniosa, en las miradas que intercambiaban, aparecían también destellos de una sonriente ironía. Entre esos grupos altaneros circulaba una multitud anónima e informe, un populacho desprovisto de rostros y de características personales que parecía colmar todos los resquicios del paisaje, amueblar el cuadro con los sonajeros y castañuelas de su banal charlatanería. Ese trepidante gentío de arlequines y polichinelas, esa fauna grotesca no tenía la menor intención de comprar nada; sólo estaba allí para trastornar con sus bromas estúpidas las pocas transacciones que se insinuaban.

Sin embargo, fatigado bastante rápidamente de sus propias bufonerías, ese populacho alegre se diluía en los confines más lejanos del paisaje, desaparecía en las anfractuosidades rocosas y en los valles. Esos pequeños holgazanes parecían perderse uno tras otro en las hoquedades y repliegues del terreno, así como los niños cansados de jugar desaparecen poco a poco en los rincones de una casa durante una noche de fiesta. Mientras tanto, los ancianos de la ciudad, miembros del Gran Sanedrín, se paseaban en pequeños grupos, llenos de dignidad, inmersos en sus profundas discusiones en voz baja. Dispersos a lo largo de ese país inmenso y rocoso, recorrían de a dos o de a tres los caminos más lejanos y abruptos. Sus pequeñas siluetas negras poblaban toda esa altiplanicie desértica cubierta por un cielo negruzco en el que se habían acumulado pesadas nubes labradas por largos surcos paralelos, heridas blancas o plateadas que descubrían en profundidad las capas superpuestas de su configuración interna.

La luz de la lámpara de petróleo dispersaba una claridad artificial sobre este paisaje; era una iluminación extraña, sin alba ni crepúsculo.

Poco a poco mi padre se iba calmando. Su cólera se depositaba, se fijaba lentamente en las firmes hiladas de piedra del paisaje. Estaba ahora sobre la galería alta de las estanterías, escrutando los horizontes lejanos del otoño. A orilla de un brumoso lago asistía a una escena de pesca; en las frágiles barcas había parejas de pescadores que hundían sus redes en el agua obscura. En el ribazo había niños que llevaban sobre sus cabezas canastas de mimbre, en las que relucía el botín cosquilleante de la pesca.

Entonces vio a grupos de paseantes, en la lejanía, que elevaban los ojos al cielo y señalaban alguna cosa con gestos muy animados. En seguida el cielo se cubrió de una especie de erupción rojiza, se pobló de manchas ondulantes que parecían crecer a ojos vistas y madurar, llenando después el aire con un pueblo extraño de pájaros que giraban en grandes espirales convergentes. De un horizonte al otro el cielo estaba habitado por su alto vuelo, sus aleteos, las líneas majestuosas de sus trayectorias. Algunos de ellos, quizás cigüeñas inmensas, navegaban inmóviles, con las alas calmosamente extendidas; otros, como penachos de colores o trofeos bárbaros, agitaban pesada y torpemente el aire, tratando de mantenerse en él a favor del soplo ligero y templado del viento; otros, por fin, informes conglomerados de alas, potentes patas y cuellos desplumados, recordaban buitres o cóndores mal embalsamados que estuvieran perdiendo abundantemente su relleno.

En la bandada de los pájaros bicéfalos y de múltiples alas, había algunos enfermos que cojeaban en el aire, cuyo vuelo era torpe o que sólo movían un ala. El cielo se asemejaba a un viejo frasco lleno de extrañas figuras y de animales fantásticos que giraban, se entrecruzaban y volvían de nuevo formando elipses coloreadas.

Mi padre, en lo alto de la estantería, inundado por un repentino resplandor, levantó los brazos hacia los pájaros y los llamó con una antigua invocación. Profundamente emocionado, los había reconocido. Era, claro está, la progenie lejana y olvidada de esa generación alada que Adela había expulsado otrora hacia los cuatro ángulos del cielo, y que ahora volvía, desnaturalizada pero floreciente. Progenie artificial, casta pajarera degenerada, reseca, vacía.

Estúpidamente desarrollados, inmensos hasta la imbecilidad, esos pájaros estaban interiormente vacíos y privados de vida. Toda su vitalidad residía en el plumaje, había degenerado en fantasía. Aquél era un museo de especies retiradas de la circulación, como un cambalache del Paraíso de los Pájaros.

Algunos volaban de espaldas y tenían gruesos picos desmañados, semejantes a cerraduras o candados, con coloridas callosidades en los flancos. Además eran ciegos.

¡Cómo emocionaba a mi padre ese retorno inopinado! Estaba conmovido y embelesado ante el instinto de esos pájaros, ante su apego por el Amo, apego que esta colonia rechazada debía de haber alimentado en su alma como a una leyenda, para volver por fin, bajo la forma de esa descendencia lejana y en vísperas de la extinción de su raza, al cielo de su patria inmemorial.

Pero esos pájaros ciegos, de papel, ya casi no podían reconocer a mi padre. En vano los llamaba, repitiendo antiguos conjuros, en vano les hablaba en la lengua olvidada de los pájaros: no lo oían ni lo veían.

De pronto, las piedras comenzaron a silbar en el aire. Eran esos payasos, esos vagabundos, esa ralea estúpida y malsana, que arrojaban sus proyectiles al cielo fantástico de los pájaros.

En vano mi padre los exorcizaba, en vano trataba de envolverlos con gestos mágicos: no lo oían, no lo veían. Y caían. Apenas rozados por un proyectil, caían derribados, pesadamente, embrutecidos, y parecían agotarse en vuelo. Antes de llegar a tierra ya no eran más que montones de plumas enmarañadas.

En un instante la planicie entera se cubrió de esa extraña y fantástica carroña. Antes de que mi padre pudiese llegar al lugar de la carnicería toda esa tribu admirable yacía exangüe ya, desmenuzada sobre las rocas. Sólo entonces, al ver de cerca esos restos, pudo mi padre comprobar la baja calidad de esa generación empobrecida, lo ridículo de su anatomía de falsos oropeles.

Eran inmensos haces de plumas rellenados malamente con carne vieja. En muchos de ellos no se podía siquiera distinguir la cabeza, porque esa parte del cuerpo no ostentaba en ellos ninguno de los símbolos del alma. Algunos estaban recubiertos de un pelo corto y rizado, motoso como el de los bisontes, y hedían atrozmente. Otros recordaban a camellos reventados, calvos y jorobados. Por fin los había fabricados probablemente con algún papel especial ricamente coloreado, pero de interior hueco. Otros más, vistos de cerca, sólo eran inmensas colas de pavos reales, abanicos chisporroteantes a los cuales se había logrado insuflar, no se sabe por qué medios, una apariencia de vida.

Presencié el triste retorno de mi padre. La luz artificial tomaba lentamente los tintes del amanecer. En el negocio saqueado, los estantes más altos se deslumbraban con la claridad del cielo matinal. Entre los fragmentos dispersos del paisaje extinguido, en los corredores destruidos del escenario nocturno, mi padre miraba a los dependientes que despertaban de su sopor. Salían de entre los fardos de tela y bostezaban a la luz del sol. En su cocina, con la tibieza del sueño y los cabellos en desorden, Adela molía café en un molinillo que apretaba contra su blanco pecho, comunicando a los granos molidos su brillo y su calor. Un gato se lavaba al sol.

 


MI PADRE, CAPITÁN DE BOMBEROS

 

A principios de octubre, habitualmente, volvíamos con mamá de nuestra residencia veraniega, situada en un condado vecino, en el corazón del boscoso valle del Slotvinka, donde reina el murmullo de fuente de mil arroyuelos. Con el oído aún lleno del rumor de los alisos entretejidos con el parloteo de los pájaros, viajábamos en un antiguo coche extrañamente cubierto por una enorme capota, que recordaba una sombría y silenciosa sala de hostería. Comprimidos por nuestros equipajes, nos sentíamos como en una profunda alcoba en cuya ventana venían a morir, lentamente, hoja tras hoja, como en un juego de cartas, los cuadros de tonos vivos y claros del paisaje.

Al anochecer llegamos a una gran planicie barrida por el cierzo, vasta encrucijada asombrada de toda la región. Era una rosa de los vientos multicolor, en equilibrio sobre el pivote de su cénit, dominada por un cielo profundo y sin aliento. Allí estaba el último puesto de control de la región, su última curva, y más allá se abría, hacía abajo, el ancho y demorado paisaje otoñal. Allí estaba la frontera, con su viejo y apolillado poste indicador, cubierto de borrosas inscripciones, que vibraba a merced de los vientos.

Las viejas ruedas del coche se hundieron chirriando en la arena; sus radios mariposeantes y ruidosos se callaron y sólo la enorme capota continuó resonando en sordina, restallando apagadamente a favor de los vientos cruzados de la encrucijada, como un arca varada en medio de la estepa.

Mi padre pagó el peaje, la barrera de la aduana se levantó, crujiente, y nuestro coche ingresó pesadamente en el otoño.

Penetramos en la monotonía, la languidez marchita de la llanura, en un pleno infinito de dulzona insipidez. Una apariencia de eternidad, inmensa y retardada, levantaba, desde sus siniestras lejanías, un espejismo cuyo único hálito era el viento descolorido que soplaba sobre el horizonte color ocre. Cada vez más pálidas, más enervadas, sin fuerzas, las páginas amarillentas del paisaje pagaban como las de una envejecida novela, prontas a disolverse en un inmenso vacío poblado por el viento. En ese vacío desmayado, en ese nirvana amarillo, hubiéramos podido llegar más allá de cualquier realidad, fuera del tiempo, y permanecer para siempre en la plenitud del paisaje, en medio de corrientes de aire estériles y tibias: un coche inmóvil, apoyado en sus ruedas, presa de las nubes del pergamino celeste, viejo grabado, estampa olvidada en un infolio descosido. Pero nuestro cochero, con un último sobresalto, sacudió las riendas y, arrancando al coche de su dulce letargo en medio de los vientos, lo hizo girar bruscamente hacia el bosque.

El coche penetró en el césped, seco y denso como el tabaco marchito. De inmediato, todo comenzó a obscurecer, haciéndose íntimo y calmo como el interior de una caja de habanos. Secos y olorosos como cigarros, los troncos de los árboles desfilaban frente a nosotros en esa penumbra de cedro. Avanzábamos por el bosque, que se obscurecía más y más en medio de un fino aroma de tabaco, para encerrarnos por fin en la caja reseca de un violoncello sordamente templado por el viento. El cochero no podía encender su linterna pues carecía de yesca; los caballos resoplaban en la negrura y no lograban retomar el camino. El crepitar de las ruedas se hizo más lento, se esfumó; gracias a sus llantas se deslizaban sin obstáculo sobre un lecho de agujas olorosas. Mi madre se había adormecido. El tiempo fluía sin cálculo ni medida, formando en su curso extraños atajos, nudos y elipses. Las tinieblas subsistían, impenetrables; se escuchaba aún, por encima de la capota, el seco rumor del bosque. Y de pronto el suelo se endureció bajo los cascos de los caballos y se transformó en calle adoquinada.

El coche giró sobre sí mismo y se detuvo, tan cerca del muro que casi lo rozó. Justo frente a la portezuela, mi madre encontró a tientas la pared de nuestra casa. El cochero ya estaba descargando las maletas.

Entramos al gran vestíbulo de múltiples rincones oscuros. La penumbra reinaba allí, íntima y tibia como en un viejo horno en las horas del amanecer, cuando apenas se han extinguido las llamas, o bien como en un establecimiento de baños por la noche, cuando las bañeras y los baldes abandonados van enfriándose en el silencio nocturno, medido por las gotas de agua que caen. En la obscuridad un grillo deshacía pacientemente ilusorios puntos de costura, dobladillos luminosos que, sin embargo, no iluminaban nada. A ciegas encontramos los escalones. Llegamos al codo de la escalera, sobre el rellano, que crujía bajo nuestros pasos. "Vamos, José, despierta. No te puedes mantener en pie; solo faltan unos pocos escalones..." Vencido por la fatiga, me apreté contra mi madre y me dormí profundamente. De todo lo que vi aquella noche a través de mis párpados cerrados, aplastado por un pesado sueño, cayendo continuamente en una ausencia sorda y sin memoria, nunca he podido discernir, a pesar de las variadas preguntas que hice a mi madre, cuál fue la parte de realidad y cuál la que forjó mi imaginación. Lo cierto es que esa noche hubo una discusión, que debió tener una importancia capital, entre mi padre, mi madre y Adela. En vano me esfuerzo por atrapar el sentido de esa discusión, que siempre se escapa. Debo acusar de ello a mi memoria, a esas capas ciegas de sueño que trato de llenar a fuerza de variadas hipótesis. Sin poder ni conciencia, derivaba continuamente hacia una ausencia muda, mientras que el aliento de la noche estrellada tendida en la ventana totalmente abierta descendía sobre mis ojos cerrados. Respirando con ritmos puros, la noche apartaba de pronto el velo transparente de las galaxias, para deslizar en mi sueño una mirada de su rostro eterno. Enredado en mis pestañas, el rayo de un astro lejano extendía una capa plateada sobre la blancura ciega de mis ojos y, por la hendedura de mis párpados percibía la sala, iluminada por una vela coronada por una red vacilante de destellos y zigzags dorados.

Puede ser muy bien que esta escena haya ocurrido otro día. Muchos datos parecen indicar que yo asistí a ella mucho más tarde, una noche que, después de cerrar el negocio, volví a casa con mi madre y los dependientes.

En el umbral del departamento mi madre lanzó una exclamación de asombro y maravilla. Los dependientes quedaron estupefactos. En medio de la sala había un espléndido caballero de bronce, un verdadero San Jorge, realzado por su coraza, sus espaldares dorados y todos sus sonoros arneses de metal brillante. ¡Con cuánta alegría, cuánta admiración, reconocí en él los erguidos bigotes, la barba erizada de mi padre, que aparecían bajo su pesado yelmo de pretoriano! La coraza se hinchaba, ondulaba sobre su tórax vibrante, los anillos de cobre respiraban por todas las junturas como el cuerpo de un inmenso insecto. Gigantesco dentro de su armadura, resplandecía con todo el brillo de sus cascarones de oro; parecía el archiestratega de los escuadrones celestes.

–Mi querida Adela –decía papá–, desgraciadamente, nunca has comprendido las cosas de interés superior. Siempre y a cada instante has contrariado mis hechos y gestos con tus estallidos de cólera irreflexiva. Ahora que estoy forrado de cobre, me burlo de tus cosquillas que, hasta hace poco, desarmado como estaba, me llevaban a la desesperación. Un furor impotente anima ahora a tu lenguaje y llega hasta una cierta inspiración, ciertamente deplorable, cuyo mal gusto sólo iguala a su tontería. Créeme, tus accesos sólo me inspiran, ahora, un pesar mezclado con piedad. Cerrada a los nobles impulsos de la fantasía ardes de odio inconsciente contra todo lo que se eleva por encima de lo común.

Adela miró a mi padre de arriba a abajo, con una expresión cargada de insondable desdén y luego, sin poder contener sus lágrimas de cólera, se dirigió a mi madre, con una voz en la que vibraba la indignación:

–¡Nos saca todo nuestro jarabe! Acaba con nuestra buena provisión de jarabe de frambuesa en el que trabajamos las dos durante todo el verano. ¡Quiere dárselo a beber a esos viciosos bomberos! ¡Y, para colmo, me humilla ahora con sus insolencias!

Y dejó escapar un breve sollozo.

–¡Capitán de bomberos! O mejor, diga usted: de holgazanes –dijo mirando a mi padre con expresión airada–. ¡Los hay por todas partes! ¡Por la mañana temprano, cuando quiero salir a comprar el pan, me es imposible abrir la puerta! Naturalmente, dos de ellos se han dormido como troncos, cruzados en el umbral, y me impiden el paso. Lo mismo en la escalera: en cada escalón usted encuentra a uno de ellos que ronca dentro de su casco de cobre. Me cargosean a cada instante para que los deje entrar en la cocina; deslizan sus caras de conejos por la puerta entreabierta, chasquean los dedos como los niños en clase y chillan con voz mendicante: "¡Azúcar, un poco de azúcar, por favor!". Me quitan el balde de las manos, van a buscar el agua, bailan en ronda alrededor de mí, se hacen los presumidos y no sé cómo no menean la cola. Agitan sus párpados enrojecidos y se relamen el hocico hasta dar asco. Y si miro a uno con mirada penetrante, su rostro se hincha en seguida con una obscena turgencia de carne violácea, como un pavo. ¡Ah, no! ¡Dar nuestro jarabe de frambuesas a semejantes zánganos!

–Tu condición vulgar –respondió mi padre– envilece todo lo que toca. De esos hijos del fuego has trazado un retrato digno de tu espíritu obtuso. Esa infortunada tribu de salamandras, esas pobres criaturas de la llama, tan desheredadas, cuentan con toda mi simpatía. La única falta de esta raza, otrora ilustre, proviene de que se halla enrolada al servicio de los hombres, vendida a los humanos por un miserable mendrugo de pan terrestre. Y, para mayor injusticia, se le paga con el desprecio. La estupidez de la plebe no tiene límites; ha reducido a la peor de las caducidades, a un envilecimiento total a esos seres finos y sutiles. ¿Cómo extrañarse si no les gusta la comida insípida y grosera que prepara la portera de la escuela comunal tanto para ellos como para los presos de la cárcel, en la misma marmita? Su paladar genial, delicado, templado por el espíritu de fuego, necesita filtros nobles y severos, fluidos irisados, esencias aromáticas. Así esta noche, durante la solemne velada, cuando en medio de la ceremonia que hará vibrar de alegría la gran sala de la Estauropigia municipal y lanzará sus rayos por las altas ventanas hacia los confines de la noche; cuando –digo–, estemos todos sentados a las mesas cubiertas de manteles inmaculados y, afuera, la ciudad entera se abrase en mil fuegos festivos, cada uno de nosotros –embargado de piadoso respeto y entregado al arte de delectarse que son propios de los hijos del fuego– humedecerá el pan en su copa de jarabe de frambuesa y degustará con recogimiento el augusto y espeso brebaje. Es así como se restaura el ser íntimo del bombero, cómo se regeneran los innumerables colores que esa gente exhala bajo forma de cohetes, fuegos de artificio y luces de Bengala. Sí, mi corazón se apiada de su miseria, de su inmerecida degradación. Si he aceptado de sus manos el sable de capitán, es con la única esperanza de arrancar del hundimiento a esta raza, de salvarla de su decadencia y de desplegar por encima de sus cabezas el estandarte del nuevo ideal...

–¡Ya no eres el mismo, Jacob –dijo mi madre–, ahora estás magnífico! Pero ¿no nos abandonarás ahora, durante la noche entera? No olvides que, desde mi retorno, no hemos tenido aún una ocasión para conversar. En cuando a los bomberos –agregó, volviéndose hacia Adela– me parece que tienes hacia ellos una extraña prevención. Son, sin embargo, muy buenos muchachos, aunque inútiles. Me causa gran placer verlos pasar, vestidos con sus hermosos uniformes, quizás un poquitín apretados. Tienen una gran elegancia natural y me parece conmovedor el desvelo –qué digo– el ardiente celo que exhiben cuando se trata de hacer un servicio a una dama. Si en la calle se me cae la sombrilla, o si el lazo de mi zapato acaba de soltarse, de inmediato acude uno de ellos, alarmado y ardiendo en deseos de sacrificarse por mí. ¿Tendría yo valor para desalentar semejante fervor y tanta buena voluntad? No; me detengo, para darle tiempo a acercarse a prestarme servicio, lo cual parece arrebatarlo de felicidad. Apenas se ha apartado, luego de cumplir con sus deberes de caballero, cuando un grupo de sus compañeros lo rodea, comentando animadamente el incidente, en tanto él, el héroe, representa para los demás la manera como se desarrolló la escena. En tu lugar, querida mía, pondría sin vacilar su galantería a tu servicio.

–¡En mi opinión –dijo Teodoro, el dependiente principal–, esos bomberos son todos unos parásitos! Son infantiles y tan irresponsable, que jamás los dejamos apagar los incendios. Para apreciar el grado de madurez de sus cerebros de conejos basta verlos cómo, con los ojos inquietos, se detienen cuando encuentran en su camino a un grupo de chiquillos que juegan a los botones. Si en la calle os sorprenden los destellos de unos juegos salvajes, se trata sin duda de uno de esos bomberos –guasones ansiosos, fatigados y con la lengua afuera– que se agita en medio de una banda de chiquilines, en una carrera desenfrenada que los lleva al borde del desfallecimiento. ¡Un incendio los pone locos de alegría! Aplauden, bailan rondas como los pieles rojas. Decididamente es imposible emplearlos en caso de siniestro; para eso tenemos los deshollinadores y la milicia. Quedan las kermeses, las fiestas populares; allí son irreemplazables. Por ejemplo, en nuestras fiestas de otoño, durante lo que llamamos el asalto del Capitolio: apenas amanece cuando, disfrazados de cartagineses, toman por asalto la colina de los basilianos, mientras nosotros coreamos: ¡Hannibal, Hannibal ante portas! Después, hacia el fin del otoño, caen presas de una pereza total; se duermen de pie, y a partir de las primeras nevadas ya no encontraréis a uno solo. Un viejo deshollinador me contó una vez que, mientras repara chimeneas, los halla acurrucados, como larvas inmóviles, en los conductos enladrillados, vestidos con su uniforme escarlata y su casco. Y así duermen, de pie, ahítos de jarabe, repletos de pringosa dulzura y de llamas. Entonces hay que sacarlos por las orejas de las chimeneas y arrastrarlos hasta el cuartel, ebrios de sueño y a medias extraviados, a través de las calles aún rosadas por la escarcha. Los vagabundos les arrojan piedras y ellos, con una sonrisa de vergüenza y de mala conciencia, avanzan tambaleándose como borrachos.

–Diga usted lo que quiera –dijo Adela–: ellos no tendrán mi jarabe. No me he arruinado el cutis sobre mis hornallas, vigilando su elaboración, para permitir ahora que me lo tomen esos pícaros.

Por toda respuesta, mi padre se llevó el silbato a los labios y lanzó una pitada estridente. Cuatro jóvenes que de seguro estaban escuchando detrás de la puerta hicieron irrupción en la pieza y fueron a alinearse contra la pared. El relumbrar de los cobres iluminaba la sala, mientras ellos, hieráticos en su impecable posición de firmes, con sus rostros, de bronce bajo los cascos brillantes, esperaban órdenes. A una señal de mi padre, los dos primeros tomaron por las asas de mimbre una gran damajuana llena de licor purpúreo y, antes de que Adela pudiera impedírselo, echaron a correr escaleras abajo con su precioso botín. Sus dos camaradas los siguieron, luego de hacer el saludo militar.

Por un instante pensamos que Adela se entregaría a los peores excesos, tan vivo era el fulgor de sus bellos ojos. Mi padre no prestó atención a este nuevo estallido de cólera. De un salto alcanzó el parapeto de la ventana y abrió los brazos. Corrimos hacia él. Resplandeciente, esmaltada de luces, la plaza del Mercado hormigueaba con una multitud multicolor. Al pie de la ventana, ocho bomberos extendían la gran lona circular. Por última vez, mi padre se volvió hacia nosotros y, fulgurante dentro de su armadura, ejecutó en silencio un magistral saludo militar. Luego, extendiendo los brazos, luminosos como un meteoro, saltó hacia la noche que brillaba con mil fuegos.

El espectáculo nos pareció tan hermoso que, enajenados de entusiasmo, aplaudimos en coro. Incluso Adela, olvidando sus rencores, aplaudió ante una proeza cumplida con tanto brillo. Mi padre había rebotado de la lona y se hallaba sobre la vereda. Sacudió vigorosamente el sonoro conjunto de su armadura metálica y se puso al frente de su compañía; ésta se estremeció, se estiró paulatinamente, pasó entre una doble y obscura hilera de papanatas, y se alejó sin prisa, con todos los fulgores de la hojalatería cobriza de sus cascos.


EL OTRO OTOÑO

 

De todas las búsquedas, de todos los trabajos científicos emprendidos por mi padre en los raros momentos de paz que interrumpían la penosa serie de desgracias y catástrofes que afligieron su tormentosa vida, los preferidos por él fueron, indudablemente, sus estudios de meteorología comparada, consagrados al clima específico de nuestra provincia, rica, como se sabe, en fenómenos climáticos únicos en su género.

Fue mi padre, y sólo él, quien echó las bases de un análisis hábil y eficaz de las diversas etapas de nuestro clima. Su Sumario de una sistemática general del otoño desentrañó para siempre la naturaleza íntima de una estación que, en nuestra provincia, reviste una forma notoriamente crónica, ramificada y parasitaria, y que, bajo la denominación de verano indio, se hunde, arrastrándose, hasta el seno de nuestros inviernos multicolores.

Sí, fue mi padre, debo insistir en ello, quien por primera vez explicó el carácter, secundario por excelencia, de una formación larval, tardía, que sólo es, casi, una simple infección del clima, debida a los miasmas de ese arte barroco y degenerante que desde hace siglos se acumula en nuestros museos. Sabiamente descompuesto por el olvido y el hastío, herméticamente encerrado en las salas, ese arte de museo acaba por congelarse bajo la forma de vetustas confituras y dulcificaba exageradamente nuestro clima. Fomentaba entonces ricas malarias, espléndidas fiebres, en el justo medio de ese libertinaje, ese delirio de colores en que se consume el esplendor de nuestro otoño.

–Lo bello –decía mi padre– es enfermedad, escalofrío íntimo que anuncia la infección secreta, sombrío preaviso de podredumbre rescatado de las entrañas de la perfección y que ésta misma saluda con un suspiro de la más profunda felicidad.

Algunas observaciones preliminares sobre nuestro museo provincial ayudarán, sin duda, a captar mejor el problema. Los orígenes del museo, que se remontan al siglo XVIII, se deben a la admirable pasión de coleccionistas de los padres basilianos, que dotaron por entonces a nuestra ciudad de esta excrecencia parasitaria, que recargaba su presupuesto con gastos tan exorbitantes como poco rentables... Más tarde, el tesoro de la República adquirió por unas migajas de pan las colecciones de la empobrecida orden, se arruinó tratando sostener un mecenazgo magnánimo, digno de una residencia real. La nueva generación de ediles, más práctica y sobre todo más consciente de la realidad económica, inició una serie de tratos con el director de las colecciones del Archiduque, a la cual intentó –por otra parte sin resultado alguno– transferir su museo. Se vieron obligados a cerrar el edificio y disolver su comité, no sin haber asegurado una pensión vitalicia al último conservador. En el curso de esas tratativas, los expertos se vieron forzados a constatar, sin discusión posible, que el valor de las colecciones había sido sobreestimado exageradamente por los patriotas de pura cepa... Muy crédulos, nuestros monjes se habían dejado vender más de una falsa obra maestra. En las paredes no había un sólo cuadro dé maestro; esas series de telas eran debidas a pintores de tercera o cuarta categoría, pertenecientes a viejas escuelas de provincia, esos callejones desolados de la historia del arte sólo conocidos por los especialistas.

Los buenos monjes, cosa extraña, tenían un acentuado gusto por los temas militares: la mayoría de esos cuadros representaban escenas de batallas. Una penumbra dorada, de oro quemado, iluminaba los crepúsculos de esas telas pasadas de moda, gastadas por el tiempo y en las cuales vetustas armadas olvidadas, flotas enteras de carabelas y galeras se hallaban varadas en el fondo de radas sin mareas y hamacaban en sus velas, siempre infladas por el viento, la majestad de muertas repúblicas.

Apenas podían distinguirse en esos cuadros, bajo barnices ahumados que viraban al negro, vagas escaramuzas de caballería. En la vastedad vacía de las campiñas calcinadas, bajo un sombrío sol de tragedia, largas cabalgatas, encuadradas por los blancos ramilletes de algunas salvas de artillería, desfilaban apretadas, en medio de un silencio amenazante.

En las telas de la escuela napolitana, una tarde de vapores dorados, vista como a través de una botella de vidrio verde obscuro, envejece sin cesar en su halo de bruma. Frente a nosotros, en el fondo de esos países perdidos, un sol ofuscado por las nubes parece marchitarse sin prisa, en vísperas de un cataclismo cósmico. La declinación de todo un mundo se trasluce en las débiles sonrisas, en los gestos fútiles de esas pescaderas doradas que, no sin cierta gracia, ofrecen por docenas sus pescados a unos cómicos de la legua. Todo este universo ya ha sido juzgado y hace mucho tiempo que se ha esfumado y ha desaparecido. De allí la dulzura del gesto final, solitario para siempre, que subsiste, extraño a él mismo y ya perdido, siempre renovado y siempre inmutable.

Más lejos, aún más lejos, en el fondo de ese país habitado por un pueblo indolente de arlequines y de pajareros, en ese país sin peso ni consistencia alguna en el que unas jovencitas turcas amasan, con sus manos regordetas, tartas de miel que ordenan sobre caballetes, dos chicos con grandes sombreros napolitanos pasan llevando una jaula de palomas parlanchinas por medio de una vara que apenas se curva bajo el peso de su carga alada de arrumacos. Y más lejos, aún más al fondo, en el borde mismo del horizonte y de la tarde, en los últimos escaños de la tierra firme, allá donde, sobre los límites de un vacío color de oro turbio, una mata de acanto a punto de secarse se mece aún, allá pues, tiene lugar la última partida de cartas, la última jugada, la última apuesta humana antes de la gran Noche que avanza.

Toda esa cambalachería, ese desván de belleza arruinada que se acumula en nuestros museos, ha debido sufrir, bajo la presión de largos años de hastío, un doloroso proceso de destilación.

–¿Podéis imaginar –preguntaba mi padre– la desesperación de una belleza que se sabe condenada, su desamparo de días y noches sin cuenta? Con sempiterno ímpetu, se arriesga a falaces subastas, a simulacros de remates; multiplica las adjudicaciones, las posturas tumultuosas, se apasiona por esos juegos de azar desenfadados y sin vergüenza, juega a la bolsa y arroja todos sus fondos por la ventana; en suma: dilapida sus riquezas, para recuperar un día el sentido y darse cuenta de lo inútil y gratuito que ha sido todo eso. ¡Nada hará salir de su circuito a una perfección condenada a sí misma, nada aliviará su dolorosa plétora! ¿Cómo extrañarse de que tal esplendor, a la vez impaciente e impotente, haya terminado por encarnarse en nuestro cielo y reflejarse en él como en un espejo, abrasando los horizontes con un verdadero incendio hasta degenerar en una serie de fantasmagorías, espejismos y engaños atmosféricos, en gigantescos desfiles de carnaval, cabalgatas y marejadas de nubes enloquecidas, fenómenos todos que yo llamo nuestro segundo, nuestro seudo otoño.

Sí, ese segundo otoño de nuestra provincia nos parece el espejismo febril de un enfermo, que lanza nuestro cielo, en una inmensa irradiación, la moribunda belleza confinada en nuestros museos. El otro otoño no es más que un vasto teatro ambulante, resplandeciente, chorreado de sueños poéticos y de mentiras; una hermosa cebolla dorada que renueva el decorado exfoliándose, dejándose caer brizna tras brizna. ¡Jamás, nunca jamás llegaréis al fondo! Detrás de cada bastidor, de cada panel que acaba de envejecer, de apergaminarse, con un rumor de papel arrugado, aparece uno nuevo, fresco y radiante que, al término del breve gozo de un instante de vida verdadera, deja entrever, en el momento de extinguirse, su naturaleza de simple papel de escenografía. ¡Sí, esas perspectivas son en realidad ficticias, panoramas de utilería! Sólo el olor es real, ese relente de bastidores que envejecen, de camarines en los que flotan los efluvios del incienso y de los afeites. En seguida el crepúsculo –un desorden prodigioso– se hace de la partida: es toda una mezcla de bastidores y de trastos destrozados, de trajes que han sido quitados apresuradamente, en la que uno se hunde como en un montón de hojas secas. El desorden reina en el escenario; todos quieren correr el telón de boca y el cielo, el inmenso cielo del otoño, deja colgar los oropeles de sus perspectivas laceradas, mientras en la bóveda celeste resuena el chirrido de las poleas. Y coronando el conjunto, flota en el aire esa especie de fiebre apresurada y desordenada, ese carnaval sin aliento y como retrasado, pánico de sala de baile hasta el alba... Torre de Babel de enloquecidas máscaras que no consiguen reunirse con sus trajes correspondientes.

El otoño, claro está, el otoño, época alejandrina del año, que acumula en sus gigantescas bibliotecas, la estéril sabiduría de los 365 días del circuito solar. ¡Oh! mañanas senescentes, amarillentas, apergaminadas, con la dulzura de la miel de su sabiduría, casi veladas en retraso... Prólogo del mediodía con su sonrisa llena de astucia, formada por estratos múltiples, como esos palimpsestos cargados de sabiduría o esos viejos infolios ennegrecidos. ¡El día otoñal! ¡Ah, viejo bibliotecario sutil y astuto que va arrastrando por las escaleras una bata raída y gusta todas las confituras amontonadas por las civilizaciones y los siglos! ¡Cada pisaje es para él, el prefacio de alguna novela de caballerías! Se divierte dejando que los héroes de las antiguas gestas se paseen bajo el cielo de miel ahumada, en ese invierno apenas iluminado por una dulzura morosa, pleno de bruma y de tristeza. Inclinémonos sobre las nuevas aventuras del noble Hidalgo en alguna casa solariega de Lituania... Sigamos los trabajos y los días de Robinson Crusoe vuelto ya a su Romorantin natal...

En veladas moribundas, inmóviles y sin aliento, o en el seno de un crepúsculo dorado, mi padre nos leía páginas de su manuscrito. El vuelo triunfal de la idea le hacía olvidar por un momento la presencia de Adela, siempre amenazante. Soplaron las brisas tibias de Moldavia, levantando una monótona inmensidad de ocres insulsos, hálito estéril y dulzón que venía de los países del sur... No, el otoño no se decidía a morir. Diáfanas como pompas de jabón, las auroras nacían cada día más bellas y etéreas; todas parecían tan perfectas, tan nobles, que cada uno de sus instantes nos parecía un verdadero milagro que se prolongaba hasta los límites del dolor.

En el recogimiento de esos días magníficos y profundos, la esencia misma de las hojas cambiaba imperceptiblemente, y una buena mañana los árboles despertaban nimbados por la llamarada de un follaje inmaterial: de pie, con un esplendor arácneo e impalpable, permanecían en medio de una multicolor lluvia de confetti, enjambre espléndido de pavos reales y aves fénix al cual apenas bastaría un ligero aleteo para despojarse de su maravilloso plumaje, más leve papel de seda ya humedecido, ya perfectamente Inútil.


LA CALLE DE LOS COCODRILOS

 

Mi padre conservaba en el cajón inferior de su amplio escritorio un hermoso plano antiguo de nuestra ciudad. Era en realidad todo un volumen en folio, de pergaminos que, unidos por medio de cintas, formaban un inmenso mapa mural que representaba un panorama a vuelo de pájaro.

Fijado a la pared, a la que cubría casi por entero, dejaba ver todo el valle del Tysmienica, que serpenteaba como una cinta pálida y dorada, el conjunto de los grandes lagos y pantanos y los últimos contrafuertes de las montañas, cuyas ondulaciones huían hacia el Sur, primero raras y distantes, luego reunidas en cadenas cada vez más numerosas, en un damero de colinas redondeadas que se hacían más pequeñas y más pálidas a medida que se acercaban al horizonte dorado y brumoso. Bajo esas periferias empañadas y lejanas se destacaba la ciudad, que avanzaba hacia el borde del mapa. Al principio bajo la forma de masas aún indiferenciadas, compacta mezcla de casas cruzadas por los arroyos profundos de las calles; más cerca se dividía en inmuebles individualizados, que habían sido dibujados con la misma procesión con que se verían a través de unos prismáticos.

En esta parte, el artista había logrado fijar la profusión tumultuosa de las calles y callejuelas, el diseño de las cornisas, arquitrabes, arquivoltas y pilastras que brillaban en el oro sombrío de un crepúsculo que hundía a los nichos y hoquedades en una sombra color ocre. Esos espectros de sombra se extendían como rayos de miel, por las arterias de la ciudad. Bañaban con su masa tibia y opulenta aquí la mitad de una calle, allá un espacio entre dos casas, y orquestaban, en un clarobscuro triste y romántico, la polimorfía arquitectónica del conjunto.

Ahora bien, sobre este plano, dibujado en el estilo de los prospectos barrocos, los alrededores de la calle de los Cocodrilos formaban una mancha blanca comparable a la que, en los tratados de geografía, señala a las regiones polares o los países inciertos o inexplorados. Sólo algunas calles estaban indicadas allí con líneas negras, con sus nombres trazados en escritura corriente, mientras que las otras leyendas se distinguían por la nobleza de sus caracteres góticos. Era evidente que el cartógrafo se había negado a reconocer esta zona como parte legítima de la ciudad y había manifestado su oposición por medio de ese tratamiento superficial.

Para comprender su reserva, debemos describir aquí la naturaleza particular de este barrio equívoco. Era un distrito comercial e industrial de muy marcado carácter utilitarista. El espíritu de la época y los mecanismos económicos no habían perdonado a nuestra ciudad y se habían enraizado en su periferia, donde habían dado nacimiento a ese suburbio parásito. Mientras que en la ciudad vieja reinaba aún un comercio nocturno, semiclandestino y ceremonioso, aquí, en este barrio joven habían florecido toda clase de métodos comerciales sobrios y modernos. Injertado en este suelo agotado, cierto americanismo exuberante había producido un estilo soso e incoloro, de una Vulgaridad presuntuosa. Se veían allí miserables edificios de fachada caricaturesca, embozados en monstruosos ornamentos de estuco que se desmoronaban fácilmente. A las viejas barracas suburbanas se habían agregado apresuradamente portales cerrados que, si se los miraba de cerca, no eran más que una lamentable imitación del estilo de moda. Las vidrieras sucias sobre las cuales se quebraba en reflejos ondulados la imagen de la calle, la madera rugosa de los portales, el tono gris uniforme de esos interiores estériles en los que las altas estanterías y los muros agrietados se cubrían de telas de araña y de capas de polvo, todo eso daba a los negocios del barrio el sello de un nuevo Klondyke. Así se alineaban una al lado de otra, los tenduchos de los sastres de confección, los depósitos de porcelanas, las droguerías, las peluquerías. En los grandes vidrios grisáceos de sus frentes estaban pintadas oblicuamente o en semicírculo, inscripciones en letras doradas: CONFITERÍA, MANICURA, KING OF ENGLAND.

Los viejos habitantes de la ciudad se mantenían apartados de esta zona, ocupada por un populacho sin carácter ni cohesión, una verdadera pacotilla moral, una categoría inferior del ser humano que, por sí mismos y ellos solos, engendraban tales ambientes dudosos y efímeros. Pero en los días de abatimiento, en las horas de debilidad, podía ocurrírsele a un ciudadano echar a andar por esa zona equívoca. Ni siquiera los mejores escapaban a la tentación de degradarse alguna vez, de borrar las jerarquías, de hundirse en ese cenagal de fácil promiscuidad. Ese barrio era un Eldorado para esos desertores que renunciaban a su dignidad. Todo allí parecía sospechoso y dudoso; todo, por medio de guiñadas discretas, gestos cínicos y miradas furtivas, excitaba a la concupiscencia impura; todo tendía a desencadenar los bajos instintos.

Un transeúnte desprevenido difícilmente descubriría la extraña peculiaridad de estos lugares, donde los colores estaban ausentes, como en esta aglomeración mediocre y apresurada nadie pudiera permitirse ese lujo. Todo era gris, como en un folleto ilustrado o en las fotos en blanco y negro. Esta semejanza iba más allá de la simple metáfora pues, por momentos, si uno paseaba por esas calles, tenía la impresión de hojear un insípido prospecto en el que, por inadvertencia, se hubieran deslizado proposiciones equívocas, notas escabrosas, ilustraciones parásitas. Esos paseos se revelaban tan estériles como los desbordes de una imaginación que se arrastra entre las ilustraciones y los textos de una publicación pornográfica.

Si uno entraba, por ejemplo, en la tienda de un sastre, para encargar un traje de dudosa elegancia, a tono con las características del lugar, se encontraba en un local vasto y vacío, de techo elevado e incoloro, hasta el cual se elevaban las grandes estanterías. Ese andamiaje de estantes vacíos conducía nuestra mirada hacia las alturas, hacia ese techo que podía ser también un cielo, un cielo mediocre y mustio como los de ese barrio. Pero, por otra parte, las demás piezas, que es posible ver por la puerta entreabierta, están llenas hasta el tope de cajas y cartones, superpuestos como en un inmenso fichero que, allá arriba junto al vago firmamento del techo, concluye en una geometría del vacío, una construcción estéril de la nada. La luz diurna no atraviesa esas ventanas grises de múltiples vidrios cuadriculados como las hojas de los cuadernos escolares, porque todo el espacio del negocio está embebido en una luz indecisa e indiferente que no proyecta sombra ni subraya los relieves.

Y ahora se nos aparece un joven extremadamente servicial, esbelto y ágil, dispuesto a satisfacer todos nuestros deseos y a aplastarnos bajo su fácil elocuencia de hortera. Sin dejar de parlotear, despliega largas piezas de tela, mide, alisa las arrugas y da forma a la onda infinita que corre entre sus manos, armando capotes o pantalones imaginarios. Todas esas manipulaciones solo parecen una simulación, una comedia, una máscara irónica que oculta el sentido verdadero de su actividad.

Las vendedoras son morenas y esbeltas, pero la belleza de cada una de ellas tiene un pequeño deterioro, muy característico de ese barrio de mala vida. Van y vienen por la tienda, o se apostan en la puerta, vigilando si la operación comercial confiada al experto dependiente está llegando a concretarse. El joven hace toda clase de ceremonias y melindres; por momentos da la impresión de ser una mujer vestida de hombre. Uno desearía acariciar su mentón o pellizcar sus mejillas, cuando, esbozando una mirada cómplice, atrae discretamente nuestra atención sobre la etiqueta de su mercadería, de transparente simbolismo.

Poco a poco la cuestión de la elección de una tela queda relegada a un segundo plano. Ese joven corrompido y casi afeminado, lleno de comprensión por los caprichos más íntimos del cliente, exhibe ante los ojos de éste etiquetas muy particulares, toda una colección de marcas registradas, la colección de un amateur refinado. Entonces descubrimos que la sastrería no era más que una fachada que disimulaba el gabinete de un librero, repleto de libros de tiraje reducido y escritos de carácter licencioso. El joven diligente nos muestra reservas de libros, grabados y fotografías que se apilan hasta el techo. Las viñetas y las estampas superan nuestros sueños más osados: nunca hubiéramos imaginado tales abismos de depravación, una desvergüenza tan refinada.

Las vendedoras, grises, color de papel, pasan y vuelven a pasar, ahora con mayor frecuencia, entre las pilas de libros. Sus rostros ya corrompidos tienen ese pigmento graso de las morenas que, agazapado en el fondo de sus ojos, se lanza a veces a una carrera enloquecida de cucaracha. En las manchas de rubor que colorean sus mejillas, en sus lunares picarescos, en el impudor de su vello, se trasluce el ardor de su sangre negra. Los libros, que ellas toman con sus dedos oliváceos, parecen conservar manchas de esa sangre: sus colorantes muy intensos, al desteñirse sobre el papel, soltaban en el aire como una lluvia de pecas, un reguero obscuro y aromático, olor de café, de tabaco y de hongos venenosos.

Entretanto la licencia se generaliza. El dependiente, que ha agotado sus facultades de convicción, se ha reducido progresivamente a una femenina pasividad. Se ha tendido sobre uno de los numerosos divanes que se hallan entre las estanterías; un escote femenino entreabre su pijama de seda. Las vendedoras se muestran unas a otras las figuras y posiciones de las estampas; otras se adormecen sobre lechos improvisados. La presión sobre el cliente se debilita. Han dejado de importunarlo y lo dejan librado a sí mismo; entregadas a sus conversaciones, ya no le prestan ninguna atención. Sin embargo adoptan una actitud arrogante, colocándose de espaldas o de perfil, y juegan coquetamente con la punta de sus zapatos u ondulan sus cuerpos con flexibilidad de serpientes, provocando así con indolente irresponsabilidad al espectador que fingen ignorar. El huésped se siente así atraído, empujado por esa retirada estratégica que le deja si campo libre para actuar. Pero mejor será aprovechar ese instante de distracción para escapar a las imprevisibles consecuencias de nuestra inocente visita y salgamos a la calle.

Nadie nos retiene. Nos escabullimos entre corredores de libros, entre las largas estanterías de revistas e impresos; logramos abandonar el negocio y nos hallamos de nuevo en el punto más alto de la calle de los Cocodrilos, desde donde se puede observar todo su trazado, hasta las construcciones interrumpidas de la estación. La luz es grisácea, como siempre ocurre en estos parajes, y el paisaje recuerda una foto de vieja revista ilustrada, a tal punto son descoloridos y vulgares los vehículos, las casas y la gente. Esta realidad, delgada como el papel, denuncia por todas sus grietas su carácter ilusorio. A veces uno tiene la impresión de que esa esquinita que de pronto descubrimos ha sido arreglada especialmente para ofrecer la imagen de una avenida de una gran ciudad. Pero de inmediato esa mascarada improvisada se descompone: incapaz de sostener su ficción, se desmorona, y sólo queda un montón de argamasa, los escombros de un teatro inmenso y vacío recorrido a veces por los estremecimientos de una gravedad tensa y patética.

Lejos está de nosotros la intención de denostar este espectáculo. Aceptamos conscientemente que el encanto mezquino de este barrio nos seduce. Por otra parte, no está desprovisto de cierto carácter autoparódico. Las hileras de barracas suburbanas alternan con altos edificios que se diría hechos de cartón, un conglomerado de insignias, ciegas ventanas de oficinas, vidrieras opacas, chapas y anuncios. La multitud hormiguea al pie de esas casas. La calle es tan ancha como una avenida urbana, pero la calzada, a la manera de las plazuelas aldeanas, está hecha de arcilla apisonada, invadida de hierbas silvestres, llena de pozos y charcos. La circulación de los peatones es motivo de orgullo para los habitantes del barrio, y hablan de ella exhibiendo miradas de suficiencia. La multitud descolorida, anónima, está en sumo grado poseída de su papel y despliega todo el celo posible para contribuir a crear la impresión de una gran ciudad. Sin embargo, a pesar de su aspecto atareado y práctico, da la impresión de un cortejo somnoliento que circula monótonamente y sin objeto. Toda la escena está impregnada de una curiosa insignificancia. La multitud continúa errando en una ola monótona y, cosa extraña, se la distingue apenas vagamente. Las siluetas se deslizan en un tumulto suave y confuso, sin llegar a destacarse completamente recortadas. Sólo de vez en cuando puede uno aislar, en esa maraña, alguna mirada negra y viva, un sombrero muy calado, una mitad de rostro deformado por un rictus y cuyos labios acaban de entreabrirse, una pierna que ha dado un paso y queda endurecida para siempre en esa actitud.

Una de las particularidades del barrio son los coches de plaza sin conductor, que ruedan solos por las calles, y no porque falten cocheros, sino porque éstos, perdidos en la multitud y solicitados por otros asuntos, no se preocupan por sus coches. En esta esfera de la apariencia y del gesto vacío, no se preocupa uno demasiado por precisar el lugar de destino y los pasajeros se confían a esos vehículos errantes con la indolencia que se observa aquí en general. En ciertos cruces peligrosos se los ve, a veces, asomados fuera de sus vehículos desencajados y efectuar, no sin esfuerzo, riendas en mano, una maniobra complicada.

En el barrio hay también tranvías, que constituyen el más brillante de los triunfos para los concejales municipales. Pero el aspecto de esos coches de papel maché es lastimoso, con sus tabiques deformados por el paso del tiempo. A veces hasta les falta la delantera, de manera que se ve a los pasajeros sentados en el interior, rígidos y en actitud muy digna. Estos tranvías son empujados por mandaderos municipales.

Pero lo más sorprendente es el sistema ferroviario de la calle de los Cocodrilos. A veces, durante el fin de semana, a horas variables, se puede observar a una multitud que espera el tren en una parada. Ni la hora de llegada del tren, ni el lugar exacto donde habrá de detenerse son seguros y ocurre a veces que la gente forma dos filas de espera, pues no logran ponerse de acuerdo sobre el emplazamiento de la estación. Esperan mucho tiempo, formando un grupo sombrío y silencioso a lo largo de las vías trazadas vagamente. Vistos de perfil, sus rostros son como máscaras de papel que la expectativa recorta con líneas fantásticas.

Por fin el tren llega. Sale de una callecita, minúsculo, pegado a las vías, arrastrado por una locomotora jadeante. Ha entrado en ese corredor obscuro y la calle se ennegrece bajo el polvillo de carbón que esparcen los vagones. La respiración apagada de la locomotora, un soplo de extraña severidad y lleno de tristeza, el gentío y el enervamiento contenido transforman por un instante a la calle en un andén de estación, en medio del breve crepúsculo invernal.

El comercio de billetes de tren es, junto con la corrupción, la plaga de la ciudad. A último momento, cuando el tren se halla ya en la estación, tienen lugar las negociaciones con los empleados de la línea. Antes de que ellas concluyan, el tren se pone en marcha, acompasado por una multitud lenta y desencantada que lo sigue largo rato y luego se dispersa.

La calle, reducida por un momento a ser esa estación crepuscular, llena del aliento de las vías lejanas, se ilumina y se ensancha de nuevo para dejar paso a la multitud indolente y monótona, que vaga con su impreciso murmullo a lo largo de las vidrieras que, detrás de los sucios cristales, exhiben toda clase de baratijas, grandes maniquíes de cera y muñecas de peluqueros.

Vestidas con largas ropas de encaje pasan, provocadoras, las prostitutas. Son quizás, por otra parte, las mujeres de los peluqueros o de los músicos de las tabernas. Andan con un paso elástico de animales feroces y llevan en sus rostros malvados y corrompidos una pequeña deformación destructiva: sus ojos negros son estrábicos, tienen la boca desgarrada o les falta la punta de la nariz.

Los vecinos están orgullosos de las emanaciones viciosas de la calle de los Cocodrilos. No nos privamos de nada, piensan satisfechos, podemos ofrecernos el lujo de un verdadero libertinaje. Dicen que todas las mujeres del barrio son cortesanas. En efecto, basta mirar a cualquiera de ellas para encontrar una mirara insistente, viscosa, que nos hiela con su certidumbre voluptuosa. Hasta las escolares tienen un modo de llevar los moños, un cierto defecto en los ojos, una manera de mover sus esbeltas piernas, en los que se esboza su futura depravación.

Y sin embargo... Sin embargo, ¿será necesario, aún, traicionar el último secreto de este barrio, el misterio cuidadosamente conservado de la calle de los Cocodrilos? Varias veces, en el curso de esta narración, hemos manifestado ciertos escrúpulos y expresado discretamente nuestras reservas. El lector atento no se sorprenderá pues al descubrir la incógnita del asunto. Hablamos del carácter mimético de este barrio, pero este término tiene también un significado bastante claro para expresar la esencia intermedia e indecisa del barrio.

Nuestro lenguaje no tiene vocablos que permitan fijar los grados de la realidad o definir su densidad. Digámoslo sin disimulo: la fatalidad de este barrio reside en que nada cobra realidad en él. Todos los gestos insinuados quedan en suspenso, se agotan prematuramente y no pueden trasponer ciertos límites. Hemos tenido la oportunidad de observar la exuberancia y prodigalidad de las intenciones, de los proyectos y de las anticipaciones: no se trataba de otra cosa que de una fermentación de deseos, precoz y, por lo tanto, estéril.

En una atmósfera de facilidad excesiva todos los caprichos germinan y la tensión más pasajera crece y se cubre de estériles excrecencias, hierbas silvestres de la pesadilla, adormideras febriles y descoloridas. Sobre todo el barrio se cierne un olor de pecado disoluto y perezoso: gentes, casas y tiendas sólo parecen, a veces, un estremecimiento de su cuerpo febril, un espasmo entre sus ensoñaciones. En parte alguna como aquí se siente uno a tal punto amenazado por la proximidad de realización, debilitado y paralizado por la aprehensión voluptuosa del hecho a cumplirse. Pero todo termina allí.

Una vez superado cierto nivel, el flujo se detiene y retrocede, la atmósfera pierde color, las posibilidades recaen en la nada, las amapolas grises y enloquecidas de la excitación se disipan en cenizas.

Nunca nos abandonará el arrepentimiento de habernos alejado de aquella sastrería. Sabemos que jamás volveremos a encontrarla. Iremos de una insignia a otra y siempre nos equivocaremos. Visitaremos decenas de negocios parecidos, caminaremos entre murallas de libros, hojearemos centenares de publicaciones, mantendremos confusas negociaciones con vendedoras de piel pigmentada y belleza defectuosa que no comprenderán nuestros deseos. Caeremos en confusiones sin fin, hasta que nuestra fiebre y nuestro desasosiego se agotarán, después de tantos esfuerzos inútiles, tantas búsquedas infructuosas.

Nuestras esperanzas reposaban sobre un equívoco; la ambigüedad del local era sólo una apariencia; la tienda era una verdadera sastrería y el empleado no tenía ninguna intención oculta. En cuanto a las mujeres de la calle de los Cocodrilos, su depravación es más bien moderada y se ahoga bajo espesas capas de prejuicios. En esta ciudad de la mediocridad no hay lugar para los instintos exuberantes ni para las pasiones obscuras e insólitas.

La calle de los Cocodrilos era una concesión de nuestra ciudad al progreso y a la corrupción modernas. Pero, como es natural, sólo podíamos pretender edificar una imitación en papel maché, un fotomontaje hecho con recortes de viejos periódicos amarillentos.

 

 

 

 

Ilustración de tapa:

"El Cristo y la pecadora".

Emil Noble.

 

Volumen simple (S)

 

Bruno Schulz (1893-1942) nació en Drohobycz, mientras esta ciudad pertenecía a la Galitzia austríaca. Se convirtió en ciudadano polaco sólo en 1918, cuando su ciudad natal pasó a formar parte de Polonia. Estudió en Viena, para luego regresar a Drohobycz, donde habría de dedicarse a la enseñanza del dibujo el resto de su vida. Tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación de Polonia por los alemanes, Schulz, como tantos otros judíos, sufrió persecución y hambre, hasta que, finalmente, fue muerto por un miembro de las SS. Aunque sólo publicó dos libros de cuentos –Las tiendas color canela y El sanatorio del sepulturero–, esta producción de exiguo volumen fue suficiente para llamar la atención sobre su personalidad, y varios críticos vieron en él al inmediato heredero de Kafka. La densidad lírica, la apertura fantástica, el tranquilo fatalismo se ordenan en los cuentos de Bruno Schulz –de los que aquí se ofrece una amplia selección– con magistral sobriedad, en torno a ese padre mitad real y mitad mítico que preside casi todos sus relatos.

 

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   www.brunoschulz.org